Beato Miguel Rúa – La victoria de Don Bosco

Mucho más que un discípulo, un amigo, un hijo o un sucesor, Dios le dio a San Juan Bosco otro él mismo para que su obra se expandiera.

La continuación y perpetuidad de una Orden religiosa dependen, en gran medida, de la acción y fidelidad de sus miembros para con la persona elegida por el Espíritu Santo para establecer un nuevo carisma en la Iglesia. Por eso, a lo largo de la historia de las fundaciones, Dios no ha dejado de suscitar hombres que fueran reflejos eximios de sus maestros y que prolongaran su actuación.

Como la torre de una iglesia de una gran ciudad, abandonada entre gigantescos rascacielos y una pavorosa cacofonía, pero que anuncia su presencia a través de los sonoros tañidos de la campana que alberga, así el fundador ve proyectada y perpetuada, por medio de sus discípulos, la misión providencial a la que ha sido llamado. Y en la vida del Beato Miguel Rúa contemplamos una magnífica prueba de esa realidad: él fue como la campana que hizo resonar a lo lejos el espíritu y la mentalidad de San Juan Bosco, fundador de la Congregación Salesiana.

San Juan Bosco

En efecto, un fraile capuchino que lo conoció se expresaba así en cierta ocasión: «He visto un milagro: ¡a Don Bosco resucitado! Don Rúa no es sólo el sucesor de Don Bosco, es otro él mismo, la misma dulzura, la misma humildad, la misma sencillez, la misma grandeza de ánimo, la misma alegría que irradia a su alrededor. Todo es milagro en la vida y en las obras de Don Bosco: pero esta perpetuidad de él mismo en Don Rúa me parece el más grande de todos los milagros».1

Los primeros años

Turín fue la cuna de Miguel Rúa. Nacido el 9 de junio de 1837, último fruto de las segundas nupcias de Juan Bautista Rúa con Juana María Ferrero, era el benjamín de una familia de fervorosos católicos, como lo atestigua su Bautismo, que se produjo apenas a las cuarenta y ocho horas de su nacimiento.

Juan Bautista era un hombre trabajador, honrado y muy inteligente, motivo por el cual ejercía un buen oficio en la Real Fábrica de Armas, de Borgo Dora, un pequeño barrio de la capital piamontesa. Dentro de la propia manufactura consiguió una vivienda para su familia. En este escenario creció y estudió el pequeño Miguel, teniendo como profesor y catequista a un capellán y como compañeros a los hijos de los demás obreros.

A la edad de 8 años el niño ya estaba listo para hacer la Primera Comunión. No obstante, una nube vino a oscurecer el cielo azul de aquella familia: el 2 de agosto de 1845 fallecía el eximio padre y fiel esposo. Curiosamente —o providencialmente— un mes después de la muerte de su progenitor, el joven huérfano conoció a otro Juan…

Un trascendental encuentro

El Oratorio fundado por el P. Juan Bosco, dedicado a la educación y formación religiosa de los niños pobres, se había hecho muy conocido en la populosa Turín de entonces.

Un día, Ramón Bautista, un compañero de Miguel en la escuelita de la Real Fábrica de Armas, llevaba una preciosa corbata que había comprado en una fiesta del Oratorio. Este hecho dio pretexto a un entusiasmado relato sobre Don Bosco, aquel bendito lugar, los juegos, los niños… Y Miguel no dudó en acompañar a su amigo el domingo siguiente.

Al llegar, el santo se le acercó a saludarlo. Miguel recibió afectuosas palabras y, enseguida, la invitación de frecuentar el Oratorio. El célebre sacerdote era muy apreciado y, por muy jovial que fuera su carácter, no hacía nada sin un profundo significado. ¡Esto lo sabían todos!

En una ocasión, en 1847, el pequeño Miguel, con tan sólo 10 años, se aproximó a él para recibir una de las medallas y estampas que solía repartir entre los niños. Don Bosco, como quien no tiene prisa, disimula que no entiende lo que le pedía y sonriendo le pone el bonete en la cabeza.

No obstante, Miguel siguió insistiendo:

—¡Deme una estampita!, ¡una estampita, por favor!

En ese momento, Don Bosco alargó la palma de su mano izquierda y con la derecha, en ademán de cortarla, le decía sonriendo:

—¡Toma, Miguelito, toma! Iremos a medias.

La escena se repitió varias veces, y el joven Rúa se retiraba pensando qué querrían decir aquel gesto y aquellas palabras…

Primer puntal de la fundación salesiana

A partir de estos primeros encuentros, San Juan Bosco discernió misteriosamente que el pequeño Miguel estaba destinado a ser su principal asistente en la congregación que fundaría. Comenzaba una relación que duraría para siempre.

Tan pronto como fue posible, Don Rúa se convirtió en secretario de Don Bosco, hecho que le permitió seguir de cerca la laboriosa vida de su padre espiritual. Su encanto y admiración lo llevaron a anotar, cual amanuense, cada uno de sus hechos y palabras, de modo que no se escapara nada.

Gracias a estos apuntes se pudo conocer cómo el gran santo de Turín, a la manera del divino Redentor, se preocupó en delinear la Regla salesiana primero en las almas y, sólo después, en el simple papel.

Así escribió Miguel Rúa en enero de 1854, cuando aún era un adolescente: «Nos hemos reunido en la habitación de Don Bosco, Rocchietti, Artiglia, Cagliero y yo. Se nos ha propuesto hacer una prueba de ejercicio práctico de la caridad con el prójimo. A continuación, haremos una promesa y después un voto. A los que hagan esta prueba y a los que la harán más tarde recibirán el nombre de “Salesianos”».2

De este modo comenzó la Congregación Salesiana, y Don Rúa parece haberles abierto el camino a los que pasarían ese «concurso». El 25 de marzo de 1855, a instancias de Don Bosco, hizo sólo él los votos de obediencia, castidad y pobreza. Oficialmente, la Sociedad Salesiana acogía a su primer retoño. Sobre aquel joven de 18 años, el fundador sentaba las bases de su obra.

Se cumple al pie de la letra el «iremos a medias»

San Juan Bosco y el Beato Miguel Rúa el 3 de mayo de 1886

Si fuera posible enumerar la prodigiosa labor de Don Rúa junto con Don Bosco, gastaríamos páginas y páginas.

Desde que era un joven asiduo del Oratorio, Miguel recibió el encargo, por iniciativa de San Juan Bosco, de cuidar de los demás muchachos. Conforme iba creciendo y formándose, tales responsabilidades no hicieron más que aumentar. Se iba convirtiendo cada día en la longa manus de su padre espiritual.

Cuando se trataba de reavivar el espíritu salesiano en algún lugar, Don Bosco enviaba a Don Rúa. Cuando era necesario emprender un viaje en beneficio del instituto, fundar una nueva casa, darles un impulso o reorganizar las ya existentes, también le cupo a él la tarea. Poco a poco el santo fue confiriéndole a su hijo predilecto encargos que exclusivamente le correspondían como fundador, a fin de mostrarles a todos con quién quería dejar su bastón de mando.

Don Rúa, por su parte, dotado de portentosa energía de alma y, sobre todo, de ardiente amor al maestro que Dios le había dado, lo soportaba todo con ilimitada disposición. Desde su primera misión —la fundación de una casa salesiana en Mirabello Monferrato, también en la región del Piamonte— reveló el secreto que siempre coronaría de éxito todas sus empresas: «En Mirabello trataré de ser Don Bosco».3 ¡Y así fue!

Don Rúa en la consideración de Don Bosco

«Si el Señor me dijera que iba a morir pronto y que eligiera un sucesor, y que pidiera para él todas las cualidades y virtudes que yo quisiera, te aseguro que no sabría qué pedir al Señor con este fin, porque todo eso veo que lo tiene ya Don Rúa».4 Con estas palabras se expresó el carismático fundador de los salesianos cuando su discípulo tenía tan sólo 30 años. Se enorgullecía de aquel hijo. Don Francesia —coetáneo de ambos en el Oratorio— escribió que el joven conquistó el corazón de Don Bosco desde muy pronto.

Es portentoso que un fundador pueda hacer tales afirmaciones de un miembro de su familia espiritual. Dios galardonó al gran Don Bosco dándole no sólo un hijo, un seguidor, un discípulo, un amigo, sino un como que «otro él mismo».

Personalidad del Beato Miguel Rúa

Muy acertada es la afirmación de San Pablo de que «una estrella se distingue de otra» (1 Cor 15, 41). Aunque Don Rúa fuera aclamado por sus contemporáneos como otro Don Bosco, algunas de sus características personales eran diferentes de las de su maestro. En este sentido, su misión consistió también en completarlo. En efecto, la distinción entre ambos no los separó, sino que los unió, con vistas a la realización del designio de Dios en relación con ellos y con la obra salesiana.

Es unánime el reconocimiento de las cualidades de Miguel Rúa: hombre de noble carácter, de rectitud de conciencia, de agudísima inteligencia y de prodigiosa memoria, de talento organizador, pero, sobre todo, de alma humilde y rebosante de fe.

Su semblante era sonriente, su presencia discreta, su ánimo perpetuamente sereno. Su corazón, sin embargo, era ardiente y sus horizontes, muy amplios. La capacidad que tenía para dominar y llevar a buen término una serie de empresas al mismo tiempo le daba una destacada nota de determinación.

También era manifiesto su buen humor, incluso en las horas más difíciles. El 2 de abril de 1910, por ejemplo, estando a cuatro días de la muerte —y, por tanto, en estado grave y probablemente sufriendo un dolor insoportable—, Don Rúa preguntó a los que lo acompañaban:

—Cuando muera, ¿adónde me meteréis?

Confundidos por la incómoda indagación, el director espiritual de la congregación, D. Pablo Álbera, le respondió:

—Nosotros no pensamos en eso. Estamos pidiendo su curación, para que pueda seguir haciendo todo el bien que hace.

Don Rúa no insistió, pero al comprender el mal rato que le había dado a su interlocutor, dijo bromeando:

—He hecho esa pregunta para saber, cuando llegue el Juicio universal, dónde he de ir a recoger mis pobres cenizas. Puede ser que me dirija a un sitio y allí no las encuentre, y comience a dar vueltas de un lado para otro…

Así era Don Rúa: tan diferente y, al mismo tiempo, tan otro Juan Bosco.

Un vínculo que incluso la muerte respetó

Nos encontramos en 1868. La célebre Congregación Salesiana se expande, los trabajos no hacen más que aumentar y la afluencia de miembros del instituto con ocasión de la inauguración de la iglesia de María Auxiliadora es inmensa. Don Rúa no goza de buena salud. Haciendo caso omiso de su dolencia, cumple normalmente con sus obligaciones, siempre repitiendo la frase que se hizo famosa en sus labios: «¡Todo por el Señor! Se haga su santa voluntad».5 Un día, no obstante, la enfermedad da señales de ganar el duelo: parece que él está a punto de morir, y su padre espiritual está ausente.

Al enterarse de la grave situación de aquel hijo tan dilecto, Don Bosco afirma en son de broma: «Don Rúa no parte sin mi permiso».6 Y se va tranquilamente a cenar. Después, se dirige al lecho del enfermo, quien con voz apagada le pide:

—Don Bosco, deme pronto su bendición y los santos óleos, porque ha llegado mi último momento.

—Tranquilízate. ¿Piensas irte sin mi permiso? Muchas cosas te quedan aún por hacer.

Y como insistiera el enfermo, le repite:

—Cálmate, hijo mío, pues bien sabes ya que Don Rúa nada hará sin el consentimiento de Don Bosco.

Contra toda humana esperanza, la enfermedad desapareció. Poco a poco, el vigor físico volvió al discípulo, que enseguida pudo retomar su operosa rutina cuarenta y un años más.

Don Rúa falleció el 6 de abril de 1910, a la edad de 62 años. Después de asumir la dirección de la Congregación Salesiana en 1888, vio aumentar el número de sus miembros de poco más de setecientos a cuatro mil, repartidos en treinta y tres países.

La virtud más destacada de Miguel Rúa

Para finalizar estas consideraciones, el deseo de determinar la virtud primordial practicada por el Beato Miguel Rúa, que sea capaz de resumir sus días en esta tierra, es inevitable. Su propia vida, sin embargo, resuelve este interrogante: su admiración por San Juan Bosco.

Esta virtud fue su flujo vital: con las alas de la admiración, voló en el inmenso cielo del alma de su padre y fundador; por medio de ella, lo amó y lo entendió; bajo su impulso, incansablemente trabajó por la salvación de los jóvenes; porque la poseía, se conservó sereno en las pruebas, determinado en las luchas y constante en las victorias; a través de ella, finalmente, llegó a ser un complemento y un sustento para su maestro.

No sin razón, un biógrafo comenta sobre Miguel Rúa y su fundamental apoyo a Don Bosco: «Presente desde el inicio de la Obra salesiana, Don Rúa captó su intrínseca virtualidad expansiva y la desarrolló con coherencia y creatividad. Las intuiciones del carismático fundador se convirtieron en Don Rúa en institución. Don Bosco “soñó” en grande, y Don Rúa lo realizó. Don Bosco “reveló”, y Don Rúa dio las indicaciones prácticas. […] Don Bosco “inventó” su Oratorio, y Don Rúa lo enriqueció con nuevas modalidades. Don Bosco señaló a los salesianos obras precisas en favor de los jóvenes, y Don Rúa los introdujo por caminos nuevos».7

Atardecer en Prato (Italia)

Efectivamente, la admiración de Don Rúa fue la campana que hizo posible que la torre salesiana conmoviera a la sociedad de su tiempo. Sin recelo se puede creer que Don Bosco venció, porque tuvo a un Miguel Rúa. 

 

Notas


1 ARAGÓN RAMÍREZ, SDB, Miguel. Beato Miguel Rua. El salesiano número uno. Madrid: CCS, 2012, p. 20.

2 Ídem, p. 58.

3 Ídem, p. 83.

4 Ídem, p. 222.

5 Ídem, p. 229.

6 FRANCESIA, SDB, Juan Bautista. Memorias biográficas de Don Miguel Rúa, primer sucesor de Don Bosco. Buenos Aires: Colegio Pío IX de Artes y Oficios, 1912, p. 95.

7 ARAGÓN RAMÍREZ, op. cit., p. 21.

 

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