A siete kilómetros de la ciudad de Orange, al sur de Francia, se encuentra la pequeña capilla de Gabet. Una mirada naturalista y distraída podría considerarla un monumento más de piedad, entre los innumerables que existen olvidados en Europa. La realidad, sin embargo, es otra. Se trata de un precioso relicario de los restos mortales de más de trescientas víctimas de la sangrienta Revolución francesa.
Entre ellas destacan, por su paciencia y heroísmo, treinta y dos religiosas llevadas al patíbulo por su fidelidad a la Santa Iglesia. Y en la vanguardia del virginal y angélico cortejo de las mártires de Orange, se encuentra la Beata Susana Águeda Deloye.
En la juventud, resplandece una llamada
El 4 de febrero de 1741 nacía en la entonces tranquila ciudad de Sérignan, Susana Águeda Deloye, hija de José Alexis Deloye y Susana Jean-Clerc. Sus padres, fervorosos católicos, supieron darle una educación ejemplar, fundamentada en sólidos principios de amor a la religión, que resplandecerían durante las persecuciones por las que pasaría en el futuro.
Después de llevar una infancia virtuosa y saludable, cuando tenía 20 años les pidió permiso a sus padres para seguir el camino religioso. Habiendo recibido su consentimiento, ingresó en la abadía benedictina de Caderousse.
Dentro de sus sagradas paredes la joven, ahora Hna. María Rosa, viviría durante treinta años, en una rutina de oración, trabajo y silencio. Aunque no lo sospechara, en cada acto, en cada sufrimiento alegremente soportado o humillación libremente aceptada, el divino Esposo la preparaba para el gran día de la «boda del Cordero» (Ap 19, 7).
La Revolución francesa se levanta contra la Iglesia
Llegado el año de 1789, la Revolución francesa se levanta como un tifón devastador, atentando contra todo orden social forjado durante siglos bajo el benéfico influjo de la Santa Iglesia. Pronto será extinguida la monarquía, el matrimonio real decapitado y la Iglesia brutalmente perseguida.
Y, de hecho, los agentes del desorden no tardaron en dirigirse contra la Esposa Mística de Cristo, pues, por su doctrina, moral y dogmas, la consideraban su más terrible enemiga. En 1790 la Asamblea Constituyente nacionaliza los bienes eclesiásticos y promulga la Constitución civil del clero, obligando a todos los eclesiásticos a prestar juramento al Estado. Los votos religiosos dejan de ser reconocidos por la ley temporal y los monasterios son cerrados.
De ahí en adelante, muchos sacerdotes y religiosos comenzaron a ser cazados como animales por no doblar las rodillas ante ese régimen que camufla su impiedad bajo la dudosa máxima de libertad, igualdad y fraternidad.
Religiosa incluso sin monasterio
Cuando las nuevas disposiciones entraron en vigor, las religiosas de la abadía de Caderousse fueron obligadas a abandonar su tan amado monasterio. A partir de entonces perderían todo reconocimiento ante la ley y se volvieron simples «ciudadanas» y, peor aún, en breve, «criminales»…
Susana Deloye se refugió en la casa de su hermano, Pedro Alexis, en Sérignan. Pero ni las amenazas de los agentes del Terror ni el cierre de la abadía la disuadieron de llevar una vida monacal. Permaneciendo fiel a sus votos religiosos, edificaba a todos con su continua piedad.
Pedro Alexis era un católico ejemplar. Sus tres hijas se habían consagrado a Dios antes de que estallara la persecución. Las dos mayores se dedicaron al servicio de los pobres enfermos en el Hospital Santa Marta de Aviñón, y la tercera hija, Teresa Rosalía Deloye, entró en la Orden del Santísimo Sacramento de Bollène.
La santa valentía de los primeros cristianos brillaba en Pedro, reluciendo de un modo especial durante los días del Terror. Sin recelo de arriesgar su propia vida, escondió en la buhardilla de su casa a uno de los sacerdotes que rechazó prestar juramento a la Constitución civil del clero. Gracias a esto, los fieles de la región pudieron asistir varias veces a la santa misa y recibir los sacramentos durante ese período de crisis.
La persecución…
La nueva rutina de la Hna. María Rosa se interrumpió el 2 de marzo de 1794, cuando recibió la orden de presentarse en la prefectura de Sérignan para prestar el juramento revolucionario y renunciar a la religión católica. Además de ella, fueron convocadas otras religiosas del monasterio del Santísimo Sacramento de Bollène: Teresa Enriqueta Faurie y Ana Andrea Minutte.
A pesar de que fueron presionadas —en nombre de la libertad— a adherirse a los dictados de la Revolución, ninguna consintió. Entonces le dieron un plazo de diez días para que pudieran reflexionar sobre esta negativa que, a los ojos de los comisarios, parecía intolerable. Fue tal la voracidad en perder a estas almas puras que las tres fueron nuevamente convocadas aun antes de la fecha estipulada. Sin embargo, ¡no cedieron!
Susana y sus dos compañeras, junto con el P. Antonio José Lusignan, recibieron entonces una orden de prisión. ¿Sus crímenes? Haberse negado a cambiar su fe y fidelidad a la Iglesia por la sumisión a un gobierno sanguinario y corrupto. Sabían ellos que la conciencia pura vale más que una vida apóstata.
El comité de vigilancia local ordenó que la Hna. María Rosa y los otros condenados fueran recogidos en una misma carreta y llevados a la prisión. Las tres monjas «se reencuentran con emoción en esas circunstancias dramáticas y se dan el beso de la paz. Es mediodía. Las religiosas cantan el Regina Cæli mientras el carro se pone en marcha, escoltado por dos guardias. Dirección: la prisión de La Cure en Orange».1
Transformar el purgatorio en una antecámara del Paraíso
El día 10 de mayo llegaron a la cárcel. Tan triste ventura podría haberlas desanimado fácilmente. ¿Qué posibilidades había de escapar del patíbulo, podrían preguntarse, ya que los comisarios revolucionarios no estaban preocupados por la justicia sino por eliminar cualquier forma de oposición? Sin embargo, en sus almas guardaban firmemente cimentado el amor del Maestro que las había llamado y la esperanza en el Reino que les esperaba tras las luchas de esta vida. He aquí la razón de la alegría y la constancia que demostraron en su cautiverio.
Para sorpresa de Susana, allí se encontraban confinadas muchas monjas. A pesar de pertenecer a congregaciones distintas y de seguir diferentes reglas, un solo ideal las anima en esta circunstancia: continuar viviendo como religiosas. «[Se trata] de transformar el purgatorio en una antecámara del Paraíso. Todas saben que cuando salgan a la superficie de la tierra y encuentren la luz del día, será para entrar en la gloria eterna. […] La prisión debe ser una prolongación del claustro para permitirle a cada cual una vida de silencio, de oración y de ofrenda».2
Gradualmente van estableciendo reglas y horarios. A las cinco de la mañana: meditación; a las seis: rezo conjunto del oficio de la Santísima Virgen y de las oraciones de la santa misa; a las ocho: la letanía de los santos. Concluida ésta, cada una confiesa en voz alta sus faltas y se prepara para recibir espiritualmente la sagrada comunión. Algo antes de las nueve se llama a los presos destinados a juicio, momento en el que todas renuevan sus votos religiosos, dispuestas a sufrir todo lo que sea necesario.
En poco tiempo, la cárcel se impregnó del buen olor de las virtudes y de los actos de generosidad que las religiosas ofrecían al Señor por amor. Movidas por su buen ejemplo, otras prisioneras se convirtieron y cobraron valor para entregar sus vidas y alcanzar la palma del martirio.
Las comidas de los cautivos eran mantenidas por sus familiares, quienes acudían todos los días a la cárcel con esta finalidad. El 4 de julio, un viernes, la tía de Susana le llevó una sabrosa sopa. Ella se lo agradeció, pero no la aceptó, e incluso le dio una respuesta que edificó a todas sus hermanas de ideal presentes, diciendo que «toda su vida había ayunado los viernes y no iba a ser en la víspera de su muerte que se permitiría faltar a la abstinencia».3
De hecho, al día siguiente, 5 de julio, comenzaría su martirio.
Condenados por fanatismo y superstición
«¡Ciudadana Deloye!», resonó con voz metálica en la prisión, convocando a la fiel religiosa a declarar en el tribunal. Apenas tuvo tiempo de despedirse de sus hermanas, a las que nunca más volvería a ver, e inmediatamente fue llevada al banquillo de los acusados. Había una quincena de personas allí llamadas a juicio. Entre ellas, Susana pudo reconocer al P. Lusignan, con el que había hecho el trayecto desde Sérignan hasta Orange.
El fiscal Viot hizo saber a todos los «crímenes» por los que serían juzgados el sacerdote y la religiosa. «Lusignan, excura, y Susana Águeda Deloye, exmonja, son ambos culpables de los mismos delitos: bastante enemigos de la libertad, lo han intentado todo para destruir la República a través del fanatismo y la superstición; refractarios a la ley, se han negado a prestar el juramento que ésta les exigía».4
Susana fue la primera interrogada. Al ser la única mujer presente y la primera convocada de entre las religiosas, esperaban que flaqueara. El presidente de la comisión popular, Fauvety, la instó de inmediato a prestar juramento revolucionario. Demostrando la misma firmeza con que los mártires de los primeros siglos enfrentaban las turbas enloquecidas y las fieras hambrientas del Coliseo, la benedictina no consintió. Declaró que el juramento era una verdadera apostasía; ella nunca traicionaría a su Señor y prefería perder su cuerpo a su alma. Para el jurado, el asunto estaba cerrado: la condenaron por fanatismo y superstición.
Idéntico fue el veredicto para el sacerdote, ya que era tenido por conspirador contra Francia. Ambos permanecieron presos en los juzgados, a fin de recibir la sentencia definitiva al día siguiente. Como ya sospechaban cuál sería, pasaron la noche en ardientes oraciones al divino Mártir, ofreciéndole sus vidas como sacrificio de agradable olor.
A la guillotina…
Al día siguiente, fueron convocados para oír su sentencia de muerte. A las seis de la tarde, las dos víctimas ya se encontraban en la plaza de la Justicia —no podía haber nombre más irónico—, a la sombra de la temible guillotina. «La emulación de morir como dignos mártires es tal que no se sabría decir si era la religiosa quien sustentaba la valentía del sacerdote o el sacerdote la da de la religiosa».5 Lo cierto es que ambos caminaban hacia la muerte con santa alegría.
Susana Deloye fue la primera en subir al patíbulo. El verdugo hizo que se tumbara sobre una tabla, a la cual amarró su torso y sus pies. A continuación, estando su cabeza debidamente perfilada en el lugar del suplicio, soltó la lámina, que instantáneamente la decapitó. Sus ojos, cerrados para esta vida, se abrieron para la eternidad mientras su ejecutor le mostraba al público vociferante su ensangrentado rostro.
En la prisión, las demás religiosas habían oído el redoble de tambores que anunciaba la ejecución. Entonces rezaron las oraciones de los agonizantes y luego cantaron el salmo Laudate Dominum, en señal de júbilo. Al son de estos cánticos de alabanza, los restos mortales de Susana Deloye fueron depositados en una carreta y arrojados a una fosa común.
«Dichoso el que, con vida intachable, camina en la ley del Señor»
En todas las épocas, los enemigos de la Iglesia piensan que logran sofocar su crecimiento arrancando de la tierra a sus hijos más dilectos. Pero la sangre de estas víctimas, ofrecida por amor, no hace más que reafirmar la victoria de Dios. Ante el divino y justo Juez, este sacrificio clama venganza y reparación, atrayendo gracias para que otros entren en el redil del único Pastor.
La Beata Susana Deloye y sus compañeras mártires bien merecen el elogio que hace el salmista: «Dichoso el que, con vida intachable, camina en la ley del Señor» (Sal 118, 1). Incluso soportando el sufrimiento, fueron fieles y, por tanto, su sacrificio continúa moviendo la historia y los acontecimientos según los designios de Dios. ¡Sigamos su ejemplo!
En 1832 se erigió la capilla de Gabet sobre el foso en que fueron indignamente enterradas más de trescientas personas guillotinadas. Y en 1925 el papa Pío XI beatificó a las treinta y dos religiosas mártires de Orange, cuya fiesta conjunta se celebra el 9 de julio, aunque la de la Beata Susana se conmemora el día 6 de julio, fecha de su ejecución. Así, el recuerdo de aquellos que la Revolución quiso sepultar en el olvido permanecerá para siempre, pues dieron su vida por el Redentor, que nunca se olvida de los suyos. ◊
Notas
1 NEVIASKI, Alexis. Les martyres d’Orange. Paris: Artège, 2019, p. 169.
2 Ídem, p. 173.
3 Ídem, p. 209.
4 Ídem, ibídem.
5 REDON, apud NEVIASKI, op. cit., p. 211.