A causa de su grandeza de alma Dña. Lucilia se adaptaba con facilidad a la voluntad de los otros. Nada había que pudiese perturbar su ordenado equilibrio interior. Hacía recordar ciertos ríos, de la cuenca del Amazonas, tan característicamente brasileños: tranquilos en su lecho, envuelven y cubren en su inmensa serenidad los obstáculos surgidos a lo largo de su curso.
Paz de alma ante los mayores reveses
Los que convivieron más de cerca con Dña. Lucilia nunca notaron en ella un movimiento de impaciencia, por mínimo que fuese.
Si la vida le deparaba algún grave revés, como lo fue el incendio de uno de sus inmuebles, o la enfermedad que la aquejaba con agudos dolores, su confianza en la Providencia le proporcionaba el consuelo para mantener la paz interior sin afligirse por el futuro. E incluso en el gobierno de la casa, nunca permitía que los diminutos —y con frecuencia absorbentes— problemas domésticos turbasen su espíritu, manteniéndose siempre tranquila como la superficie cristalina de un lago de montaña.
Su hijo, que la acompañó de cerca hasta el final de sus días, pudo afirmar sin recelo: «En sesenta años de convivencia con mi madre, jamás he visto que tuviera un capricho».
¡Cuánta renuncia de sí misma, cuánto dominio de la voluntad no le fue necesario, durante su larga existencia, para que alguien pudiese hacer de ella ese comentario tan simple, pero testimonio de tan gran equilibrio de alma!
Tres fotografías, tres aspectos de alma
A partir del día en que Dña. Lucilia alcanzó los 80 años, sus virtudes se hicieron aún más notorias a los ojos de quienes habían tenido la gracia de observarla.
Examinando los diversos aspectos de su matizada alma, podemos decir que tal vez los más bellos eran armónicamente opuestos: por un lado, su gran bondad, que traslucía en su trato afable, siempre dispuesta a inclinarse sobre los demás para hacerles el bien; por otro, su firmeza, seriedad e inquebrantable fidelidad al modo de ser católico. Todas estas cualidades las tomaba del divino Maestro.
Por una providencial circunstancia, tres fotografías sacadas el día del cumpleaños de su biznieto, el 4 de febrero de 1956 —y, por tanto, poco antes del suyo—, nos muestran esos magníficos aspectos de su alma. En aquella ocasión, la encontramos en casa de su nieta, María Alice.

Doña Lucilia el 4 de febrero de 1956
Distensión en medio de una vida de cruces
En la primera fotografía (sobre estas líneas) podemos ver a Dña. Lucilia tomando por el brazo al pequeño Francisco Eduardo. Es de las pocas que la retratan conversando. Se ve tan comunicativa que da casi la impresión de tener movimiento. Su mirada es expresiva, y en su conjunto se nota el deseo de agradar a los circundantes, como sólo ella sabía hacerlo.
Sin embargo, su fisonomía es la de quien vive un paréntesis de alegría y de distensión en medio de una vida en la que no faltan las cruces. Aquellos 80 años, para quien había pautado su existencia por la fidelidad a Nuestro Señor Jesucristo, no podían dejar de ser un largo vía crucis. ¡Cuántos recuerdos de todo tipo no habrán pasado por la mente de Dña. Lucilia aquel día!
La firmeza de una contemplativa en una sociedad decadente
La segunda fotografía (al principio del artículo) muestra otro estado de espíritu de ella. Su mirada profunda y pensativa está fija considerando horizontes elevados, en el límite de los cuales se encuentra Dios. Se diría que es una contemplativa, que vive en la clausura bendita de su monasterio, concentrada solamente en los asuntos celestiales. Pero no. Enmarcando esa mirada vemos la fisonomía de una tradicional dama paulista que vive la vida de sociedad, en pleno siglo xx.
En su porte trasluce también un carácter asertivo. La forma como cierra los labios es de quien serenamente afirma que no cede en nada, no recula ni transige en materia de principios, ni para conseguir una sonrisa. El camino ha sido elegido y está decidida a seguirlo hasta el final.
Es la misma actitud de alma que está presente en las fotografías que le hicieron en otras ocasiones, y notablemente en las de París. Forman una colección en la que queda patente la gran continuidad psicológica de su vida, que ninguna vicisitud ha sido capaz de alterar.
Muchos años después de la muerte de Dña. Lucilia, su hijo rememoraría con añoranzas aquel día, al comentar los recuerdos que la segunda fotografía le traía:
«Varias veces en mi vida la vi perpleja, con algo de esa fisonomía. Mantenía el semblante inmóvil, sin fruncir el ceño, la mirada fija en un punto indefinido y como ausente de su propio rostro, meditando. Era señal de que alguna preocupación tomaba su espíritu, y con calma se preguntaba cómo actuar.
»Cuando creía que sus aprensiones se confirmaban, se entregaba resignada y con confianza en las manos de Dios. En esas ocasiones, lo que más admiraba de ella era la calma en medio de la aprensión».
Afecto y complacencia
La última de las fotografías constituye una interesante prueba de la bienquerencia de Dña. Lucilia, cualidad de alma que tanto marcó su existencia.
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Doña Lucilia el 4 de febrero de 1956
Además de su elevada distinción, se nota una gran complacencia en su fisonomía por tener en los brazos a un biznieto a quien podía envolver con toda la protección de su acogedor afecto. ◊
Extraído, con pequeñas adaptaciones, de:
Doña Lucilia. Città del Vaticano-Lima: LEV;
Heraldos del Evangelio, 2013, pp. 537-542.