En el auge de la fiesta, los invitados notaron la ausencia del cumpleañero. ¿Dónde se había metido? Inesperadamente lo vieron bajar corriendo las escaleras, ponerse en medio de todos y hacer un inusual discurso…
Centro de la ciudad. En uno de los edificios más altos se encuentra la oficina del Sr. Leonardo. Este fin de mes, sin embargo, lo vemos ocupado con otras tareas que no están relacionadas directamente con su profesión. Se halla sentado ante una mesa llena de papeles, una calculadora y con bolígrafo en mano, que no descansa un minuto.
De repente, entra un joven de unos 16 años; pero el Sr. Leonardo no percibe su presencia.
—¿Qué está haciendo? —le pregunta el muchacho.
El contable levanta la vista rápidamente y enseguida dirige la mirada de nuevo hacia el papeleo. A continuación, le responde:
—Estoy llevando mis cuentas personales, Carlos. Mira, aprovechando que ahora estás aquí, dime una cosa: ¿cuánto cuesta un pastel?
—No sé. ¿Por qué quiere saberlo?
—Un compañero de trabajo me dio el otro día un regalo y necesito pagárselo.
—Pero ¡un regalo no se paga!
—¡Ah, no! ¡No quiero dejar debiéndole nada a nadie!
En mitad de la conversación entra una niña un poco más joven que el muchacho.
—Tío, ¡hemos venido a hacerle una visita! ¿Está usted bien?
—Bea, ¿también has venido con tu hermano? Escucha: ¿sabrías informarme de cuánto cuesta un pastel?
—Pues, depende del pastel…
Cuchicheando, Carlos le explica a su hermana qué estaba haciendo el Sr. Leonardo. Muy intrigada, le pregunta en voz baja:
—¿Acaso nos irá a pedir cuentas por estar bajo sus cuidados desde la muerte de nuestros padres?
—No —le contesta Carlos—, no nos va a cobrar nada, solamente quiere pagar lo que otros hacen por él.
Mientras el Sr. Leonardo sigue con sus cuentas, Beatriz le plantea el asunto que los ha llevado hasta allí.
—Tío, a finales de mes será su cumpleaños. Queremos concertar con todos los de la empresa un momento para que usted lo celebre con sus compañeros, aquí mismo…
El Sr. Leonardo levanta la cabeza, mira a sus sobrinos y se queda un rato pensativo; luego les dice:
—¡Nada de eso! ¡Sería una locura! Tendría que pagar la presencia de mis colegas, el tiempo empleado en mi cumpleaños, los regalos recibidos…
Y Carlos le interrumpe:
—¡Venga ya, tío Leonardo! ¡Es su cumpleaños! Lo celebrarán de todo corazón, nadie le va a cobrar nada.
—¡No quiero festejos! Ando muy liado con mis quehaceres.
Carlos y Beatriz se marchan sin insistir más, pero no se dan por vencidos. Entonces resolvieron prepararle una sorpresa…
Al día siguiente, el Sr. Leonardo estaba radiante de alegría: había logrado saldar la lista de todas sus «deudas». Tan pronto como tuvo algo de tiempo, se dirigió rápidamente al banco para ingresar las cantidades equivalentes a los favores de los que había sido objeto…
Finalmente, llegó el día tan esperado del cumpleaños del tío Leonardo. Después del trabajo —mucho más aliviado por haber liquidado todas sus «cuentas»—, regresó a casa. Al llegar, no salía de su asombro: le habían organizado una monumental fiesta en su honor… Allí se encontraban todos sus parientes, amigos y compañeros. Y sus sobrinos estaban contentísimos por festejarlo.
Tras unos instantes de turbación, el Sr. Leonardo decidió ser educado y entretenerse con todos.
Sin embargo, al cabo de un rato, los invitados percibieron que el cumpleañero había desaparecido… Carlos y Beatriz fueron a buscarlo y lo encontraron en su despacho.
—¡Tío! —dijo la niña—. ¿Qué le ha pasado? ¿Está enfermo?
—No. Estoy preocupado… —susurró, con cara pálida.
—¿Con qué, tío? —le indagó el chico.
Y con un tono de voz más alto le respondió, llevándose las manos a la cabeza, demostrando toda su aflicción:
—Acabo de cerrar mis cuentas… ¡Y fijaos cuánto voy a tener que añadir ahora!
Inesperadamente se levantó, bajó corriendo las escaleras, se puso en medio de los invitados y les dijo:
—Quisiera agradeceros todas vuestras manifestaciones de estima. Ahora bien, no deseo ser ingrato con nadie, ni siquiera con mis sobrinos, que han ideado este encuentro. Sabed que todos seréis retribuidos por ello. Esperad hasta el próximo fin de mes y recibiréis la cantidad adeudada.
A estas palabras, los oyentes se mantuvieron en silencio y esbozaron en su rostro una profunda tristeza. Constataron que su afecto sería recompensado con dinero. Pero no hay riqueza que sea capaz de traer alegría, comprar amor ni pagar amistad. Todos sabían eso, menos el cumpleañero…
Al darse cuenta de la reacción de los presentes, el Sr. Leonardo se quedó avergonzado, sin explicarse la razón de su rubor. Entonces varios de los presentes empezaron a decirle:
—Leonardo, no digas algo así. Que estamos aquí porque te apreciamos.
—No nos ofrezcas una retribución material, sino un corazón agradecido.
—Eres nuestro amigo, no te tenemos por deudor. Que jamás entre dinero en nuestras relaciones.
—Y nosotros, tu familia, ¿cuántos años estamos a tu lado? ¿Qué valdrá más que nuestra amistad y nuestro cariño?
Estas y otras quejas lo abochornaron todavía más. Entonces fue cuando otro de los invitados —muy discreto hasta ese momento— se pronunció. Un primo lejano, sacerdote, mucho mayor que él, le dijo:
—Leonardo, Leonardo… San Pablo enseña: «A nadie le debáis nada, más que el amor mutuo» (Rom 13, 8). Esto es de lo que te olvidas. Tu corazón —y no tu dinero— es lo que deseamos como retribución. Si no amas ni se lo agradeces sinceramente a los hombres, ¿cómo anda tu amor y tu reconocimiento para con Dios, nuestro Señor?
Los sabios consejos del clérigo le conmovieron profundamente. Al mirar, emocionado, a los circunstantes, vio en ellos el dolor que sentían por no recibir su afecto. La luz de la gracia penetró en su alma.
Después de eso, quiso abrazar a cada uno de los convidados, empezando por su primo sacerdote y por sus sobrinos. Les pidió perdón por su actitud y les prometió quererlos de todo corazón, por amor a Dios.
A partir de entonces, el Sr. Leonardo se volvió otra persona. Siempre retribuía los favores y halagos que recibía, ya no con monedas, sino con su propio corazón. ◊