En cierta tarde deliciosa y a la suave y melancólica luz vespertina divertíanse en amigable consorcio los niños que con Tomás se educaban en el monasterio de Montecasino.
De pronto, se apartó del bullicioso corro el más hermoso de aquellos inocentes; y alzando hacia las nubes los ojos y puestas sobre el pecho las manos estúvose en esa actitud largo rato. Aquel niño era Tomás adorando a su Criador en el espejo de la naturaleza, en el cual comenzaba ya a estudiar las maravillas de Dios.
Uno de los monjes que paseaba cerca observó atónito la actitud misteriosa de Tomás y, aproximándose a él, le preguntó por la causa de aquel embeleso. Dos lágrimas como dos perlas rodaron entonces por las tersas mejillas del angelical infante al salir de la milagrosa suspensión en que se hallaba y, respondiendo a la pregunta del monje, le dijo:
—Estoy trabajando por comprender a Dios. Maestro, habladme vos de mi Hacedor; decidme: ¿quién es Dios?
Sobrecogióse el monje ante la actitud nobilísima y gallarda del pequeñuelo que parecía bajar en aquel momento del Sinaí; y con dulcedumbre inmensa trató de explicarle algo de las grandezas del Señor. El niño escuchaba con atención y cuando hubo terminado el maestro, continuó el discípulo.
—Yo veo a mi Dios reflejado en la naturaleza; le siento, le oigo en multitud de maravillas que son como los pasos con que mi alma camina hacia el Cielo… pero quisiera conocer más de cerca al común Señor de las cosas.
Calló el monje sorprendido de la grandeza de aquella alma y de los tesoros de ciencia y de virtud que se encerraban en el inocente corazón de Tomasito; y al narrar a los demás religiosos la entrevista tenida con el niño, seguramente repetirían todos absortos la pregunta que se hicieron muchos de los que presenciaron las maravillas obradas en el nacimiento del Precursor: ¿Quién pensáis que va ser este niño en el que tan clara y ostensible se ve la mano de Dios?… ◊
Extractos de SAINZ, OP, Fr. Manuel de María.
Vida del Angélico Maestro Santo Tomás de Aquino.
Vergara: Imprenta de «El Santísimo Rosario», 1903, pp. 26-28
Muy elocuente este episodio sobre la sublime contemplación del Doctor Angélico ya desde su tierna infancia, junto con San Agustín uno de los grandes pilares de la Teología