Si pudiéramos sintetizar en una sola palabra qué era lo que movía a las almas que acudían a Jesús, sería «admiración». De hecho, tras narrar los numerosos portentos —milagros de curaciones, resurrecciones, exorcismos, etc.—, los evangelistas insisten en poner de relieve ese generalizado estado de asombro: «la muchedumbre, al verle, se quedada admirada», «todos se admiraban de cuanto hacía» e incluso «todos se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca» (cf. Mc 9, 15; Lc 9, 43; Lc 4, 22). Ahora bien, ¿cuál es la razón de tanto arrobamiento?

La admiración nace cuando el alma desea, a partir de los efectos, reconocer la causa. Es la puerta de todo recorrido metafísico, es decir, la primera mirada de la inteligencia, como el propio origen del vocablo indica: «dirigir la mirada hacia» (ad + mirar). Si de suyo un hermoso paisaje nos embelesa, ¿qué decir de la divina mirada del Redentor? Como sabemos, no obstante, muchos —como Judas— negaron esa sacratísima vista y prefirieron la ceguera del alma a los rayos del Sol de Justicia.

La Santísima Virgen, por el contrario, fue el arquetipo de las almas admirativas: en la Anunciación se hizo «esclava del Señor» porque el Salvador miró su humildad (Lc 1, 38), en la Visitación su espíritu exultó en Dios (cf. Lc 1, 47) y en el Nacimiento de Jesús pudo finalmente glorificar, junto con los ángeles, a la causa misma de la admiración. Entre estas tres mociones del alma de María —es decir, la esclavitud, la exultación y la glorificación a Dios—, la primera quizá sea la más crucial. En efecto, en la actitud de esclavitud ya se encontraba en germen su obediencia impar, su amor entrañado por su Hijo y, por fin, la entrega incondicional a los designios de la Providencia, esto es, a aquello que desde siempre la Trinidad previó («vio antes») para Ella.

La historia de los santos, en particular la de los fundadores, tan sólo es el espejo de esa admiración primigenia y consecuente actitud de esclavitud. De hecho, fue bajo ese influjo que Mauro obedeció a su padre espiritual Benito para salvar a Plácido. Fue al contemplar las llagas del Poverello que una cohorte de almas se unió a Francisco, el «otro Cristo crucificado». Fue como de un vistazo que Don Bosco se admiró por la inocencia de Domingo Savio, llamándole cariñosamente de «buena tela» (delante de su madre que era costurera); y cuya respuesta del joven brotó como un flash: «yo soy la tela y usted el sastre: haga de mí un hermoso traje para el Señor».

Tras un 2020 tan conturbado, nuestro espíritu ciertamente anhela un año nuevo bien diferente. ¿Cómo será? No lo sabemos. Pero basta contemplar el ejemplo admirativo de María y de la constelación de almas bienaventuradas para constatar que un auténtico cambio de la sociedad sólo puede empezar con una conversión individual. Urge, por tanto, buscar una nueva «mirada», que se traduce en dar la espalda al egoísmo y a tantos otros vicios que nos impiden admirar. Y así, en todo momento, podremos rogarle al Altísimo con propiedad: «He aquí vuestro esclavo, hágase en mí vuestra voluntad».

 

Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, el 14/12/2020

 

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