En lo alto de una colina, en la región de los Alpes, había un convento. Era pequeño, pero muy bendecido, bien cuidado y rodeado de un paisaje paradisíaco. En invierno todo se cubría de nieve y la naturaleza quedaba en completo silencio. En cambio, en primavera era todo distinto: se oía continuamente el canto de los pájaros y el movimiento de otros animales alrededor del convento, transmitiendo alegría a los frailes que allí vivían.
La disciplina religiosa se desarrollaba en serena rutina, cada cual cumpliendo con sus obligaciones. Fray Anastasio era el superior; fray Jerónimo, el responsable de la cocina; fray Alberto se encargaba de la enfermería; fray Roberto organizaba la biblioteca; fray Gregorio era el sacristán; fray Esteban cuidaba la huerta y el jardín.
También había entre ellos un novicio de tan sólo 18 años, que acababa de llegar. Se llamaba Felipe. Aunque no desempeñaba ningún oficio concreto, debía auxiliar a sus hermanos de vocación para ir aprendiendo las costumbres del convento. A pesar de su buena disposición, aún conservaba una manera de ser algo grosera y, por tanto, tenía cierta dificultad para aceptar consejos y una tendencia a seguir sus propios criterios. Sin embargo, iba camino de ser un buen fraile, todo era cuestión de tiempo.
Al principio de la primavera, cuando la nieve ya se había derretido casi por completo y los primeros brotes empezaban a germinar, Felipe le pidió permiso al superior para salir de la clausura y pasear por los alrededores, a fin de contemplar la naturaleza. Fray Anastasio se lo permitió.
El joven estaba admirado con las maravillas que Dios había creado: los colores de las flores, la elegancia de los árboles, el verdor de la pradera que parecía cambiar de tonalidad según los rayos del sol, la agilidad de las ardillas que por allí correteaban… Todo era perfecto.
Cuando estaba en medio del bosque escuchó un ruido que sonaba como si fueran palos golpeándose entre sí. Siguió la dirección de donde parecía que venía el ruido y vio que se trataba de dos alces. Estaban luchando y las «armas» de las que disponían eran sus cuernos, los cuales terminaron enredándose de tal forma que ya no lograban, por nada, separarse uno del otro.
Tomado de pena, salió a su encuentro con la intención de ayudarlos. Todo fue en vano… El novicio intentaba desenredar los cuernos y los animales lo lastimaban a coces. Después de renovados intentos, dijo, exhausto: «Bueno, ya que no queréis ayuda, ¿qué puedo hacer?». Y dándose cuenta de que se acercaba el horario del oficio de la comunidad, decidió regresar.
Tras el canto litúrgico, la comida y un período de meditación, Felipe salió nuevamente al bosque —esta vez acompañado por tres religiosos más— para contemplar desde allí la puesta de sol. Cuando pasó por el mismo sitio que había estado por la mañana, vio a los dos alces: los cuernos de uno enganchados con los del otro, ambos tirados en el suelo, jadeando y casi muertos de tanto esfuerzo. ¿Habría alguna manera de socorrerlos? Si antes no habían aceptado la ayuda, en ese momento ya no podían recibirla, porque los cuatro religiosos tenían que volver, pues estaba oscureciendo.
Al pasar por la puerta del convento, el novicio se fijó que en el suelo había un insecto negro. Se inclinó para verlo mejor y percibió que se trataba de un escarabajo que —probablemente— se cayó de espalda al intentar subir el escalón y no conseguía volver a su posición habitual. El pobre bicho parecía afligido y angustiado. A Felipe se le ocurrió la idea de coger una ramita y tocarle en las patas. «Así podrá agarrarse y enderezarse», pensó. Sin embargo, su acción no obtuvo el resultado deseado… Intentó empujarlo un poquito con el pie, pero ni por esas salía de su infortunio el escarabajo. Felipe entonces se dio cuenta de que el bichito ¡se estaba haciendo el muerto! Al ver que sus esfuerzos no surtieron efecto, se dijo con pesar: «Ya que no quieres ayuda, ¿qué puedo hacer?». Y entrando en el convento se recogió en su celda a fin de renovar las energías para el día siguiente.
Como es costumbre, los religiosos se despiertan muy temprano para rezar maitines. Así que, en cuanto sonó la campana, Felipe se levantó y se arregló rápidamente para ir a la capilla. Al pasar por la puerta de entrada se encontró al escarabajo en la misma posición, pero muerto. El novicio reflexionó: «Bueno… No costaba nada haberse agarrado al palito». Y siguió su camino sin detenerse en más consideraciones, para no llegar tarde.
La capilla del convento era alta y de estilo gótico. Apenas comenzaron las melodiosas alabanzas a Dios, un pajarito entró por una ventana y empezó a revolotear, agitado, buscando la salida. ¡No se acordaba por donde había entrado! Iba de un lado a otro, llegando incluso a rozar con sus alas la tonsura de los frailes.
El superior, al ver que era inútil proseguir en aquella situación, le dijo a Felipe: «Saca ese pájaro de aquí». Con la mayor discreción posible, el novicio intentó coger el pajarito; éste, no obstante, se sintió amenazado, se volvió más ágil y se posó en una de las lámparas de techo, muy arriba. El religioso buscó entonces una escalera para alcanzarlo, pero cuando sus manos estaban a punto de cogerlo… de nuevo salió volando desesperadamente.
«Ya que no quieres ayuda, ¿qué puedo hacer?», pensó el novicio. En obediencia a la orden recibida del superior, continuó intentando espantar al pajarito hacia la salida, hasta el momento en que la pobre ave se metió por un agujero que había en lo alto de una pared, de donde ya no logró salir. Piaba tanto que daba pena; pero ya era demasiado tarde… La grieta estaba a tanta altura que ningún fraile podía llegar hasta allí.
Finalmente, ya que el pajarito estaba «apresado», los maitines continuaron normalmente y la comunidad siguió su rutina.
Durante el horario de la meditación, el joven novicio recordaba esos tres ejemplos de desconsideración. Y la voz de la gracia le susurró al oído: «Felipe, tú actúas de manera similar». Habiendo abierto su corazón a la acción sobrenatural, la inspiración lo llevó a la siguiente conclusión: «Cuando alguien no acepta ayuda ni se somete a los consejos de los más experimentados, ¡le espera un triste final!». A partir de aquel día, el novicio tomó la resolución de ser siempre dócil a las orientaciones del superior y de sus hermanos de vocación, convirtiéndose en un religioso modélico para toda la orden.
Sigamos el ejemplo de Felipe y sepamos abandonarnos en las manos de quienes, por designio de Dios, deben guiarnos. ◊
En la actualidad se esta incrementando numero de personas que no reciben consejo, que creen poder hacer las cosas solos. Dedicados mas al celular, han dejado de observar la naturaleza y de «ser humanos», de ser personas que sienten, cuando estan junto al otro, de saber que y aceptar que necesitamos de la naturaleza y de los demas para poder afrontar los problemas, las tristezas, alegrias. Gracias por la reflexion.