Pío X tenía un corazón muy sensible: se conmovía y era efusivo con mucha facilidad. Pero estas efusiones de su corazón nunca le ataban las manos, como suele decirse.
Era inexorable cuando se trataba de condenar cualquier posibilidad de equívocos fatales, ya se tratara de adversarios declarados de fuera, como de desviados incautos de dentro; nunca se cansaba de llamar «con oportunidad o sin ella» —según la expresión del Apóstol— a las almas y a los corazones a ser fieles a la palabra revelada por Cristo.
En estos casos se apoderaba de él un vigor apostólico y una «energía a la que nadie podía resistir», y «no había preocupación que lo quebrantara». Era el Papa de lo sobrenatural, que obtenía su fuerza no de juicios humanos, sino de los juicios divinos: un Papa indómito que, en uno de los primeros días de su pontificado, a alguien que le preguntó cuál iba a ser su política, elevando los ojos y extendiendo el brazo hacia un pequeño crucifijo que tenía delante, respondió sin vacilar: «Esto es mi política». […]
Antes de tomar cualquier decisión de importancia, Pío X reflexionaba largamente a la luz de la fe y con el auxilio de la oración; consultaba a los más eminentes cardenales y a los más íntegros y listos prelados, pero sin dejarse llevar por ninguno, pues sabía que la responsabilidad de sus actos pesaba sobre sus hombros.
DAL-GAL, Girolamo. Pío X. El Papa Santo.
Madrid: Palabra, 1985, pp. 271-272.