Víctima expiatoria – El triunfo conquistado por la sangre

«Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya». Fiat voluntas tua: esta frase podría resumir muy bien la vida del Dr. Plinio.

Víctima expiatoria: el concepto, que constituye el núcleo de este artículo, es tan ajeno a cualquier realidad contemporánea que no parece superfluo explicarlo.

La víctima expiatoria es, esencialmente, alguien que sufre por los demás. Merecen ser llamanos así los individuos que ofrecen a Dios, en favor de otras personas u objetivos más elevados, incluso su propia vida; sin embargo, la mayoría de las veces permanecen desconocidos y no esperan nada a cambio.

La definición, sin duda, hará fruncir el ceño a cualquier hombre de nuestra sociedad, en la que los principios del interés propio se han vuelto casi absolutos, o mejor dicho, han hecho casi obsoletos otros —quizá menos prácticos; no obstante, más trascendentes—, como los de la caridad.

Sacrificarse sin ningún provecho personal puede parecer una locura, o incluso un crimen de lesa humanidad. Un crimen, sí, cuyo fautor no sería otro sino un Dios sanguinario, que exige el sacrificio de inocentes para redimir a los culpables, y cuyos cómplices forman un elenco con figuras como Santa Teresa del Niño Jesús, los pastorcitos de Fátima y, ante todo, el propio Jesucristo.

Pero, a los ojos de la fe, la verdad se muestra muy diferente. San Pablo es quien nos la indica: «Así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo» (Col 1, 24). El Cuerpo Místico de Cristo pasa por una pasión, y en función de ésta se puede comprender la misión y la importancia de las víctimas expiatorias.

El «huerto de los olivos» de la Iglesia

La agonía en el huerto era la escena del vía crucis que más conmovía la piedad del Dr. Plinio. Allí, ante la perspectiva de los sufrimientos que le estaban reservados, Jesús suplicó: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz» (Lc 22, 42a). He aquí expresada la tribulación de un ser a la vez divino y humano. Ante el designio de la Providencia, que le causaba aflicción y le hacía sudar sangre, la naturaleza humana del Señor se aterrorizaba.

Corresponde a las víctimas expiatorias decir, como el Señor, «fiat voluntas tua» por la Iglesia: «No se haga mi voluntad, sino la tuya»

Algo similar ocurre con la Iglesia. A veces, su pasión asume propiamente el aspecto de una agonía —del griego, lucha—, en la cual lo que podríamos llamar la «naturaleza humana» del Cuerpo Místico —es decir, los individuos que lo componen, su rostro visible— siente que el cumplimiento de la voluntad divina pesa demasiado y, por tanto, se resiste a obedecer. Esos individuos prefieren una Iglesia más acorde con este mundo, más «humana» y menos divina. En consecuencia, la desfiguran, como «obligándola» a decirle a Dios: «¡Aparta de mí este cáliz!».

Ahora bien, si es en nuestra naturaleza donde se produce la agonía, también en ella debe realizarse la reparación. Corresponde a las víctimas expiatorias pronunciar, como el Señor, el fiat voluntas tua por la Iglesia: «Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42b).

Tres alientos más…

Durante la década de 1980, en su piso de la calle Alagoas, de São Paulo, el Dr. Plinio reza sus primeras oraciones del día. Tras una noche de insomnio, debido al peso de las preocupaciones, está exhausto. Como solía ocurrir, su mirada se posa sobre la imagen de Cristo flagelado que se encuentra en su habitación.

En ese instante, recibe una gracia: tiene la impresión de ver cómo la escultura cobra vida y suspira profundamente tres veces. En lo más profundo de su alma, el Dr. Plinio siente que el Señor le dice: «Hijo mío, cuando el hombre cree estar al límite del cansancio y piensa que no aguantará más, aún le quedan tres alientos».

Reconfortado por esta gracia, el Dr. Plinio se dispone a cargar no sólo el peso de aquel día, sino también el de los años de sufrimiento que aún le aguardaban. Se trataba del llamamiento al huerto de los olivos, respondido incesantemente por él, a ejemplo de Jesús, con un inmutable fiat voluntas tua.

A la izquierda, el Dr. Plinio en 1994; a la derecha, imagen de Cristo flagelado de su propiedad

Un dolor peor que la muerte

De hecho, en cierta ocasión, el Dr. Plinio les confió a algunos hijos espirituales: «Leyendo la vida de Santa Teresita, me pareció mucho más útil a la causa católica entregarme como víctima expiatoria. Morir de un solo golpe, ofreciendo un sacrificio inmediato […]. En pocos años, gracias a este sacrificio, la Contra-Revolución sería dueña del terreno».1

Sintiendo en lo más profundo de su alma la invitación del Señor a dar todo de sí, el Dr. Plinio le respondió con el mismo «sí» que le había dado siempre

Sin embargo, Dios no quería que muriera prematuramente como la santa de Lisieux. En realidad, no le estaba reservado derramar la sangre de su cuerpo de una sola vez, sino a verter a raudales la sangre de su alma, a lo largo de décadas…

En el Calvario del Dr. Plinio, la Providencia le dio a beber un cáliz tan amargo como inesperado. Al ver que la heterodoxia proliferaba en ciertos ambientes católicos, se lanzó de inmediato al combate. No obstante, las personas que deberían haber sido los primeros en apoyarlo, no lo hicieron. Al contrario, revelándose cómplices de las malas doctrinas, lo atacaron.

Esa cruz lo acompañó durante toda su epopeya implicando su obra En defensa de la Acción Católica, publicada en 1943 y, posteriormente, apodada libro kamikaze. La analogía con los pilotos japoneses es exacta. La publicación asestó a sus adversarios un golpe del que ya no se levantarían, pero lanzó al Dr. Plinio a un ostracismo aniquilador: «La relegación y el olvido nos envolvieron, cuando aún estábamos en la flor de la vida: era éste el sacrificio previsto y consentido».2

Podríamos extendernos mucho en esta parte de su «vía crucis». Pero aún quedan muchas «estaciones» por recorrer…

Una prueba, una gracia, una promesa

La decadencia de los hijos espirituales es para un fundador el más cruel de los tormentos. En este caso concreto, esa amargura resultó tan lancinante que provocó en 1967 la agudísima crisis de diabetes mencionada en un artículo anterior.3

El ofrecimiento como víctima para salvar su obra fue aceptado enseguida, y el Dr. Plinio pudo ver los frutos de su inmenso sacrificio

El Dr. Plinio atribuía la caída espiritual de sus discípulos a un posible castigo de la Providencia por sus pecados ocultos. Ingresado de urgencia con una gangrena avanzada en el pie, la perspectiva de una muerte cercana aumentó aún más esa prueba: «Me pregunté si no sería, después de todo, el momento en que Nuestra Señora, cansada de mí, liberaría mi alma».4

Pero, como hemos visto, no era la perspectiva de la muerte en sí lo que le atormentaba, sino la idea de que, con ella, su misión quedaría truncada: «Estaba convencido de que mi fallecimiento en aquella coyuntura acarrearía la ruina del esfuerzo que comenzaba a florecer con vigor y que yo deseaba ardientemente llevar a cabo para mayor gloria de Nuestra Señora, antes de morir».5

Con todo, en el auge del sufrimiento intervino la Madre de misericordia con la gracia de Genazzano y, en el peor momento de la enfermedad, se grabó en su alma una certeza inquebrantable: cumpliría su misión.

Maravillas nacidas de un accidente

No obstante, la decadencia espiritual de sus hijos continuó, llegando a tal paroxismo que el Dr. Plinio se vio en la necesidad de renovar su entrega como víctima, esta vez específicamente para salvar su obra y aceptada por la Providencia con rapidez impresionante.

Al día siguiente de su ofrecimiento, el 3 de febrero de 1975, sufrió un terrible accidente automovilístico: varios huesos rotos, dos dientes arrancados, cortes profundos por todo el cuerpo, un violentísimo golpe en la cabeza que lo dejó semiconsciente durante días. Debido a una fractura en el fémur, se vio obligado a usar silla de ruedas el resto de su vida.

El Dr. Plinio durante su convalecencia, tras el accidente automovilístico sufrido el 3 de febrero de 19755

Sin embargo, los frutos de ese inmenso sacrificio superaron las expectativas del Dr. Plinio. Vientos de fervor soplaron sobre sus discípulos, gracias especiales les fueron concedidas, en especial a un hijo muy querido: João Clá. Refiriéndose a la mirada atenta de su seguidor, que lo acompañó en ese período, afirmó: «Veo por las repercusiones posteriores que él, con piedad filial, prestó atención a todo, analizó y sacó conclusiones de todo. Nuestra Señora se complació en que él quedara edificado con lo que vio. ¿Hasta qué punto esa edificación pudo haber contribuido a que después realizara lo que hizo? En medida no pequeña, tal vez».6 En efecto, gracias al apostolado de Mons. João, todo floreció en su obra.

Pero la subida al Calvario continuó. Como gigantescas olas de lodo, violentas campañas publicitarias se lanzaron contra el movimiento fundado por el Dr. Plinio. Sólo uno de estos «tsunamis» de calumnias, ocurrido en 1975, sumó más de dos mil artículos periodísticos difamatorios en dos meses. Lo enfrentó todo, sufriendo lo indecible.

Si un punto me quedara claro…

Finalmente, 1995 fue el año en que se consumó el sacrificio. La Providencia le dio a beber, en los últimos meses de su vida terrenal, los sorbos más amargos del cáliz. Los ataques de enemigos externos y, peor aún, de hijos espirituales, sumergieron su alma en un mar de disgustos. Todo esto mientras luchaba contra un cáncer que había minado su salud durante ese último año.

Ingresado en el Hospital Alemán Oswaldo Cruz, de São Paulo, el Dr. Plinio pasó un mes sumido en atroces sufrimientos de cuerpo y, sobre todo, de alma, hasta el día 3 de octubre, cuando entregó su alma a Dios. Su mayor sufrimiento en esa etapa final consistió en una tremenda perplejidad: ¿cómo podría cumplir su misión? Por eso repitió, tres veces, este misterioso gemido: «Si sólo un punto me quedara claro, todo estaría resuelto».

La Santísima Virgen quería de él ese rasgo más de semejanza con su divino Hijo: la sensación de abandono por parte de Dios y la inutilidad de su sangre.

En el fracaso, ¡el triunfo!

La muerte es un fenómeno profundamente incomprendido. Aunque la comparamos con un sueño, para quien cruza el umbral de esta vida debe parecerse mucho más a un despertar. Sólo a través de ella se contempla la realidad completa, ante la cual la existencia terrenal no es más que una especie de espejismo.

Quizá su sonrisa a las puertas del sepulcro se esbozara al constatar que, desde el Cielo, podría atraer con más eficacia a los hombres hacia María

Tras el fallecimiento del Dr. Plinio, en los labios inertes de su cuerpo floreció una sonrisa. ¿Qué significaría esa discreta señal? ¿Acaso ese «punto», al hacerse claro en la otra vida, brilló tanto que iluminó incluso hasta su fisonomía? De ser así, ¿qué habrá visto?

De todas las profecías sobre la pasión de Jesús, el salmo 21 se cuenta entre las más completas. Iniciado con el desgarrador clamor: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», repetido por Cristo en la cruz, concluye con un canto de alabanza del hombre atendido por la Providencia. He aquí el recorrido de todos los profetas: a través del aparente fracaso, cumplen su misión y logran el cumplimiento de sus profecías.

Ahora bien, ¿cómo excluir al Dr. Plinio de esa regla? Él mismo llegó a pronosticar en cierta ocasión: «Mi cabeza habría de ser decapitada por la decepción, pero, fiel a sí misma, se plantaría con firmeza y ejecutaría el plan de Dios. Mis esperanzas defraudadas habrían abierto el Reino de María».7

El cuerpo del Dr. Plinio durante su funeral, en octubre de 1995

La derrota de la Revolución y el triunfo de la Santísima Virgen eran, por excelencia, la profecía del Dr. Plinio, la meta de su vida. Trabajando, luchando y rezando, la persiguió; crucificándose, la conquistó de Dios. Quizá su sonrisa a las puertas del sepulcro se esbozara al constatar que, elevado de la tierra, podría atraer con más eficacia a los hombres hacia María. ◊

 

Notas


1 Corrêa de Oliveira, Plinio. Charla. São Paulo, 16/7/1994.

2 Corrêa de Oliveira, Plinio. «Kamikaze». In: Folha de São Paulo. São Paulo. Año XLVIII. N.º 14.489 (15 feb, 1969), p. 4.

3 «El mundo para María: auge de devoción», en esta edición.

4 Corrêa de Oliveira, Plinio. Conferencia. São Paulo, 13/1/1968.

5 Corrêa de Oliveira, Plinio. «Una “dichiarazione”». In: Madre del Buon Consiglio. Genazzano. Año LXXXVIII. N.º 7-8 (jul-ago, 1985), p. 28.

6 Corrêa de Oliveira, Plinio. Conferencia. São Paulo, 6/2/1982.

7 Corrêa de Oliveira, Plinio. Reunión. São Paulo, 23/1/1994.

 

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