Más. Mucho más y siempre más, rompiendo todos los límites, superando con tal exuberancia la «normalidad» de los hechos, que su entrega, su restitución y su amor estuvieran plenamente a la altura del amor de la Santa Madre Iglesia por sus hijos… He aquí el sentido de toda la existencia de Plinio Corrêa de Oliveira.
El Dr. Plinio siempre creyó que un día contemplaría el triunfo de la Iglesia sobre las puertas del Infierno, que tratan en vano derrotarla
A algunos les gustaría resumir su gesta a los heroicos enfrentamientos políticos que sostuvo, a la fama y a las victorias que conquistó, a las instituciones que fundó, a las multitudes que arrastró en pos de sus ideales, o a las persecuciones que sufrió, a los disgustos, a los desastres, los sufrimientos… Pero, para sí mismo, el Dr. Plinio sólo anhelaba una recompensa: ser un varón todo católico y apostólico, plenamente romano.
Si luchó, sacrificando ventajas personales para hacer de su vida una oblación continua por los intereses del papado y de la cristiandad, fue porque creía con todas las fibras de su corazón que un día contemplaría el triunfo de la Santa Iglesia contra las puertas del Infierno (cf. Mt 16, 18), que desde la noche de los tiempos han intentado en vano derrotarla.

Hijo fiel, fruto de una madre fidelísima
La vida del hombre sobre la tierra es una lucha constante (cf. Job 7, 1), pero la batalla del Dr. Plinio empezó incluso antes de que naciera, y a su madre es a quien se le debe su primera victoria. Si hubiera escuchado el consejo del médico que le sugirió que interrumpiera criminalmente un embarazo de alto riesgo, su hijo nunca habría nacido. Así pues, con su disposición de ofrecer hasta su propia vida si fuera necesario, Dña. Lucilia le enseñó al pequeño Plinio una lección que orientaría toda su existencia: nunca será suficiente obedecer a Dios y a la Santa Iglesia; para ser fiel, hay que amarlos hasta el sacrificio.
No sería ésta la única enseñanza que daría a su hijo. Dotado de un profundo discernimiento de los espíritus y un agudo sentido psicológico, contó que había conocido la verdadera fe observando y analizando a Dña. Lucilia, comparando las virtudes de su alma con los ambientes sacrales de las iglesias que frecuentaba, descubriendo en su madre los reflejos de Dios mismo y comprendiendo que de Él provenían la mansedumbre, la bondad, la ternura y la rectitud que percibía en su personalidad. «Me daba cuenta de que todo lo mejor de mi madre no era suyo, sino comunicado por el Sagrado Corazón de Jesús»,1 comentó.
Fue, entonces, viéndola rezar, examinando su manera de actuar y recibiendo su benéfica educación, que el Dr. Plinio, ya en su primera infancia, quedó cautivado por esta sagrada institución llamada Iglesia Católica y se adhirió a ella con todo su ser.
De pequeño polemista a gran batallador
Dicha adhesión se produjo con la vehemencia propia de su carácter. «Si la Iglesia es la fuente de la que brotan tales maravillas, entonces: ¡incondicional fidelidad a ella! Una fidelidad llevada hasta donde pueda llegar, sin condiciones, sin límites. ¡Es la Iglesia o nada!»,2 exclamaría desde jovencito.
La obediencia a la Iglesia se convirtió en la luz de su vida, haciéndole escalar la cima del amor por ella a medida que conocía sus verdades
La obediencia a la Santa Iglesia se convirtió en la luz de su vida, haciéndole escalar, de entusiasmo en entusiasmo, la cima de un amor inexpresable por ella a medida que conocía mejor sus verdades y los misterios de su doctrina. Pero amarla sin reservas significaba también defenderla. E, impulsado por este triple deseo de amar, servir y defender, veremos al pequeño Plinio —¡de tan sólo 4 años!— discutiendo en un teatrillo de marionetas de París con un personaje anticlerical que protagonizaba la obra, dando lecciones de moral a parientes que se habían desviado del camino de la virtud o catequizando a los criados de su casa en una cátedra improvisada en la cocina…
Amparado por profundas gracias místicas que le ayudaron a vislumbrar la grandeza de la Santa Iglesia en su interior, Plinio anheló unirse a ella de tal forma que él estuviera en sus manos como un «papel en blanco», a la espera de lo que quisiera escribir en él. Su obediencia alcanzó cotas inimaginables. «Nuestra Señora me hizo descubrir la verdad exagerando la obediencia a la Iglesia»,3 declararía décadas después, resumiendo su vida así: «No pretendo ser más que un eco de la gran campana que es la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, […] el eco que en medio de la batalla prolonga la voz de la campana y la hace oír en todas partes».4
La Iglesia era para él una galería abierta a través de la cual se ve el Cielo; la alegría de todos los elegidos, la gloria de los buenos, el honor de los seguidores de Dios; su gran entusiasmo y consuelo; una Vía Láctea de perfección, santidad e inmutabilidad; el refugio de su alma y su Paraíso en la tierra; en resumen, la piedra filosofal de su vida, hacia la que convergían todas sus admiraciones.5

Al llegar los enfrentamientos de su etapa estudiantil, Plinio comprendió que su fidelidad debía hacerse militante. Si para seguir los luminosos caminos de la Santa Iglesia era necesario ser casto, ¡lo sería en grado eminente y beligerante! Si para amarla con todo su corazón era menester renunciar al mundo, cerraría con vigor las puertas del éxito, dando la espalda a las glorias del siglo y consagrando su futuro, de modo absoluto, a la defensa de la Iglesia.
«Ya no soy yo el que vivo…»
A un paso de tal magnitud le corresponderían gracias de un calibre inconmensurable. Tomado de encanto por la Santa Iglesia, a la que vislumbraba como una persona capaz de sentir, de alegrarse y de sufrir, el Dr. Plinio fue agraciado con un don impar: el connubio místico con aquella a quien tanto amaba. Esto es lo que se infiere de sus palabras: «Entregué mi alma a la Iglesia Católica. Lo hice conscientemente, ponderadamente, calmamente; lo hice de un hacer tal que, cuando decidí hacerlo…. ¡estaba hecho! De tal manera la Iglesia había pasado a formar parte de mi ser».6
Su arrobo por el papado era ilimitado, pues comprendió que ese amor incluía también el amor al Señor, a la Santísima Virgen y a la Iglesia
Por eso, sin ningún temor, exclamaría, parafraseando al Apóstol (cf. Gál 2, 20): «Ya no soy yo el que vivo, es la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana quien vive en mí».7
Si durante su infancia y juventud amaba a la Iglesia, en la madurez se hizo uno con ella; si antes la analizaba con arrobamiento, ahora lo veía todo desde sus ojos; si antes luchaba desde fuera para glorificarla, mucho más ahora, en su interior, lideraría desde las filas del laicado mayores combates para mantenerla fiel a sí misma.

Ante semejante panorama, cabe imaginar el gozo del Dr. Plinio al considerar — en un mundo que se derrumbaba— la promesa de infalibilidad que pendía sobre la cátedra de Pedro. Alma hecha para admirar, veneró la grandeza espiritual del varón que, siendo humano, tocaba los bordes de lo divino y podía conducir con seguridad a la Santa Iglesia de Jesucristo a través de los borrascosos mares de la historia. Su arrobo por el romano pontífice era ilimitado, pues comprendía que ese amor incluía también el amor por el Señor, la Santísima Virgen y la Iglesia. «Que mi último pensamiento sea de amor por el Papa», escribiría en su documento de identidad católico.
Pero… ¡cuán duras serían las batallas que le aguardaban! Acostumbrados al ambiente ateo y relativista de nuestros días, nos resulta difícil medir la magnitud del sacrificio y del sufrimiento que soportó el Dr. Plinio al enfrentarse a la marea revolucionaria que barría los últimos destellos de la civilización cristiana y afectaba también los cimientos milenarios del rostro visible de la Esposa Mística de Cristo. «El gran sufrimiento de mi vida fue la crisis de la Iglesia»,8 declararía al final de sus días.
Más que generosidad, heroísmo
Ante tal escenario, el Dr. Plinio comprendió, por una acción especial de la gracia, que para defender a la Santa Iglesia no bastaba con escribir obras, pronunciar discursos u organizar campañas en las calles… Necesitaba no sólo la generosidad de quien lucha o polemiza, sino el heroísmo de quien se consume como una vela, consciente de que se ha ofrecido en holocausto.
Sabiendo que el tesoro de la Iglesia se encuentra en el conjunto de las almas sufridoras y que —parafraseando la bellísima expresión de San Bernardo— «sólo hay una medida para amar a la Iglesia: es amarla sin medida»,9 asumió los dolores de esta santa madre.
La Iglesia necesitaba no sólo la generosidad de quien lucha y polemiza, sino el heroísmo de quien se ofrece por ella en holocausto
Midiendo y sopesando la enormidad de los sufrimientos que vendrían y aceptando con amor la laceración de sus días, sin saber, no obstante, cuál sería a ciencia cierta la utilidad de esa sangre, el Dr. Plinio adoptó una postura de incomparable fidelidad: «Si he de sufrir, siendo odiado, perseguido y despreciado porque he sido fiel a los aspectos inmutables y eternos de la Santa Iglesia Católica, ¡que suceda! Mi martirio de alma o mi martirio de cuerpo será una prolongación del sufrimiento de Nuestro Señor Jesucristo. ¡Oh, gloria! Pidiendo a su Madre Santísima que me dé coraje, seguiré adelante bajo el desprecio y el odio del mundo entero».10

¿Cómo consumó ese ofrecimiento y cómo lo vivió? Es lo que veremos en el próximo artículo. Cumple aquí pedir, con él, la gracia de abrazar el mismo camino: «Que yo pueda también, Señor, en las grandes desolaciones de la Iglesia, ser siempre fiel, estar presente en las horas más tristes, conservando inquebrantable la certeza de que la Iglesia triunfará por la fidelidad de los buenos, pues la asiste tu protección».11 ◊
Notas
1 Corrêa de Oliveira, Plinio. Reunión. São Paulo, 4/1/1995.
2 Corrêa de Oliveira, Plinio. Reunión. São Paulo, 9/10/1985.
3 Corrêa de Oliveira, Plinio. Reunión. São Paulo, 24/6/1982.
4 Corrêa de Oliveira, Plinio. Conferencia. São Paulo, 15/1/1970.
5 Expresiones del Dr. Plinio tomadas de: Reunión. São Paulo, 11/10/1983; Conferencia. São Paulo, 26/9/1992 y 26/11/1993.
6 Corrêa de Oliveira, Plinio. Reunión. São Paulo, 5/8/1988.
7 Corrêa de Oliveira, Plinio. Conferencia. São Paulo, 7/6/1978.
8 Corrêa de Oliveira, Plinio. Reunión. São Paulo, 19/6/1995.
9 Corrêa de Oliveira, Plinio. Conferencia. São Paulo, 6/10/1989.
10 Corrêa de Oliveira, Plinio. Conferencia. São Paulo, 30/3/1985.
11 Corrêa de Oliveira, Plinio. «Via-Sacra». In: Catolicismo. Campos dos Goytacazes. Año I. N.º 3 (mar, 1951), p. 5.