Una tierra sin bondad

Desolada, Rosa se sentó en una piedra frente a la entrada del castillo y se puso a llorar copiosamente. De repente, sintió que una mano posaba sobre su hombro: era su ángel de la guarda que le llevaba tres preciosas piedras…

 

Las frías y descuidadas casitas de piedra que componían la aldea de Tristania bien podrían caracterizar la dureza de corazón de sus habitantes. Algo, extremamente necesario, había desaparecido de allí desde hacía muchos años…

—¡La bondad ya no existe! Fue extinguida de la faz de la tierra —se lo escuchaba decir a menudo la joven Rosa a los ancianos del lugar.

—¿Bondad? ¡Qué palabra extraña! ¿Cuál era el sentido que podría tener? —se preguntaba la niña.

Intrigada, quiso saber de qué se trataba, pero en vano… nadie era capaz de desvelarle su significado. Ni sus profesores, ni sus compañeros de la escuela, ni siquiera sus padres lo conocían. Y, lo que es peor, muchos se irritaban con la curiosidad de la joven.

«Todo pasó hace tanto tiempo que no se sabe con seguridad si de hecho existió…»

Hasta que, cierto día, Rosa oyó de su abuela esta historia:

«Hace muchos, muchos años, mi pequeña, nuestra aldea era diferente… Cerca de ella vivía una hermosa reina, a la cual todos deseaban servir y trataban de agradar de las maneras más diversas. En aquella época las personas se querían y se ayudaban unas a otras con gran alegría.

«Dicen que cuando alguien iba a visitar a la reina, salía de esa convivencia lleno de ánimo para enfrentar cualquier dificultad. Nadie se retiraba de su presencia con tristeza. No obstante, esas cosas pasaron hace tanto tiempo que no se sabe con seguridad si de hecho existió o su recuerdo es tan sólo una leyenda…».

—¿Ella se llamaba Bondad? Debe ser por eso que dicen: «la bondad desapareció de la faz de la tierra…».

—No… ¡Su nombre era otro! Lo que ocurrió es que cuando la soberana aún reinaba, los aldeanos procuraban imitarla y esa virtud habitaba en el corazón de todos.

—Bien, abuela… ¿Pero entonces qué es la bondad?

—Mira, es difícil explicarlo. Tienes que sentirla personalmente.

—¿Y cómo?

—Sería necesario que conocieras a la reina… si es que aún vive. Para ser sincera, tampoco sé si existió…

—¡Pues yo quiero conocerla! —exclamó exultante la niña—. ¿Cómo puedo llegar hasta ella?

—Su castillo se encontraba al otro lado de la montaña. Aunque para ir allí hace falta recorrer un camino lleno de peligros. Cuentan que está bastante iluminado al comienzo, pero enseguida aparecen los obstáculos. Y lo peor de todo es que para hablar con la reina hay que entregar tres piedras preciosas que sólo se encuentran durante el trayecto.

—¡Vaya! ¡Eso es más difícil que conseguir dinero para comprar una! Aun así, lo voy a intentar… ¿Me acompañas?

—Mi pequeña Rosa, ya no tengo las energías de una joven para emprender tamaña aventura. Pero adelante, no desistas; no dejes de seguir las inspiraciones de tu corazón.

Llena de contentamiento, Rosa partió de la aldea y a continuación se encontró con dos caminos. ¿Cuál habría de escoger? Indecisa y sin saber qué rumbo tomar, vio una luz muy intensa brillando unos instantes delante suya y optó por seguirla.

Mientras andaba, iba mirando por todos los lados buscando alguna piedra preciosa que pudiera ofrecérsela a la reina. Sin embargo, no encontraba nada sino espinas y todo tipo de animales ponzoñosos. Era imposible hallar tesoros en esa senda: allí únicamente había sufrimientos.

Pasaron los días y Rosa se encontraba sola, abatida por el cansancio y sin señal alguna de estar en el camino correcto, a no ser una voz interior que le susurraba: «¡No desistas, sigue adelante!».

Ya sin fuerzas para continuar y fuertemente tentada a desistir, brotó de su corazón este grito de angustia:

—Reina de bondad, no sé si realmente existís… Mucho deseaba conoceros, pero ya se agotaron mis fuerzas. Espero encontraros algún día.

Seguidamente, dirigió su mirada al horizonte y vio ante sí un espléndido castillo.

Tomada de gran alegría, Rosa recobró las energías y corrió en dirección a la fortaleza, sin ni siquiera saber si era real o solamente un sueño. Al llegar, golpeó la inmensa puerta de madera y fue atendida al instante por un guardia:

«Yo mismo me encargué de recoger estas tres magníficas piedras preciosas para ti»

—¿Qué deseas, niña?

—Quiero ver a la reina. Por favor, déjeme pasar.

—Claro que sí, siempre y cuando me entregues como tributo tres piedras preciosas.

—Es que por mucho que las buscaba no encontraba ninguna en el camino —dijo Rosa con gran tristeza—. Pero, por favor, déjeme ver a la reina. Vengo de muy lejos y he recorrido un penoso trayecto para llegar hasta aquí.

—¡Imposible! Sin el tributo no se puede entrar.

La decepción de la niña fue tal que, desolada, se sentó en una piedra frente a la entrada del castillo y se puso a llorar copiosamente. De repente, sintió que una mano se posaba sobre su hombro al mismo tiempo que oía una voz que le decía:

—¿Por qué lloras, mi pequeña?

Era su ángel de la guarda; llevaba en las manos una almohada con tres magníficas gemas.

—Mi querida Rosa —le dijo—. No encontraste en el camino ninguna piedra preciosa, pero yo mismo me encargué de recogerlas. El diamante que aquí ves floreció en tu corazón cuando seguiste la luz sin dudar, como símbolo de tu docilidad a la voz de la gracia.

Al ver a la reina, Rosa se enjugó las lágrimas como pudo y con mucha confianza la abrazó

Y añadió:

—En cierto momento, el cansancio estuvo a punto de vencerte, pero oíste mi voz que te susurraba: «¡No desistas, sigue adelante!». Fue entonces cuando recogí este rubí, símbolo de la disposición que tuviste de sacrificarte por el ideal puesto en tu alma. Y cuando te encontrabas sola, abandonada y sin fuerzas, y no dejaste desvanecer el deseo que puse en tu corazón, pude recoger también este zafiro, gema que representa tu esperanza inquebrantable.

Estupefacta y antes incluso que pudiera dirigirle alguna palabra al ángel, Rosa vio que se acercaba una dama de insuperable belleza, vestida con la más fina seda. Al verla, se enjugó las lágrimas como pudo y con mucha confianza la abrazó. Era la reina, que con extrema bienquerencia fue para decirle:

—Rosa, no necesitas contarme lo que ha sucedido. Tu ángel y yo estuvimos a tu lado durante todo el camino, acompañándote y fortaleciéndote. Es verdad que pasaste por algunos sufrimientos, pero ahora tu alma está llena de tesoros. Las piedras frías y sin vida de esta tierra poco valen comparadas a las que florecieron en tu corazón.

 

Ilustraciones: Elizabeth Bonyun
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