«Le agradezco el honor que su majestad me ha hecho al haber aumentado en mi persona el número de oficiales de su casa».1
Estas palabras fueron dirigidas a Luis XIV por uno de sus súbditos. ¿Sería esto el comienzo del discurso de un comandante de tropa? ¿O de un nuevo general del ejército real? Ni uno ni otro, sino de Jean-Baptiste de La Quintinie, abogado y filósofo que fue invitado por el rey a cultivar la huerta y el pomar que debían abastecer a la corte de Versalles.
Lejos de considerarse degradado, La Quintinie se sintió dignificado con el encargo que había recibido de cultivar legumbres, verduras y frutas. A fin de cuentas, su ideal no estaba puesto en el terreno agreste y anegado que contemplaban sus ojos, sino en la grandeza del monarca que lo convocaba a aquella misión.
En realidad, Jean-Baptiste ya se había enamorado de los jardines desde que visitó Italia y, posteriormente, buscó profundizar sus conocimientos agronómicos cuando estuvo en Inglaterra. Al regresar a Francia, empezó a crear algunos jardines privados, hasta que fue invitado a desarrollar las huertas reales.
Dedicación dispuesta a lo arduo
A pesar de la magnificencia del palacio, cuya construcción había concluido unos años antes, el área designada para el potager du roi era inhóspita, urgía drenar el charco, construir diques, transportar y nivelar una tierra de mejor calidad…
Nada de esto fue un obstáculo para Jean-Baptiste. Su única aspiración consistía en hacer resplandecer en aquella porción de terreno la nobleza del Rey Sol. Costara lo que costase, allí habría una huerta y un pomar dignos de su persona y de su reinado.
Tras un minucioso proyecto, comenzaron los trabajos. El primer paso para volver útil el terreno fue, cual pálida imagen de Dios en la creación, separar las aguas de la tierra (cf. Gén 1, 9-10). Para ello fue creado un lago artificial, excavado por el regimiento de la Guardia Suiza, por entonces al servicio de Francia. Este azud sería ampliamente utilizado para el riego de los huertos.
Transcurrieron cinco años para acondicionar el lugar. Y para concluir la tarea, con la ayuda del arquitecto Jules Hardouin-Mansart, se construyó un muro alrededor del potager. También se levantó una especie de terraza alrededor de la parte central de la huerta, desde donde el rey podía seguir el desarrollo de los trabajos o incluso pasar horas distrayéndose con el paisaje.
Más que una huerta…
Geométricamente perfecta, la huerta estaba dividida en parcelas cuadradas dentro de las cuales había otros cuadrados, todos destinados a la plantación, y en el centro, una fuente, cuya finalidad también era para el riego.
Un maravilloso pomar completaba el cadre y abarcaba muchas de las hectáreas adyacentes. Allí fueron cultivados distintos tipos de manzanos, y no faltaron higos y peras, pues estas últimas eran una de las frutas favoritas del rey.
Podemos imaginar a La Quintinie idealizando su huerta como si fuera un hermoso jardín: en lugar de arbustos en flor, fresas y frambuesas; donde cabrían bellos tulipanes, se alternarían coles moradas y verdes; los rosales serían sustituidos por tomates; las alegres flores amarillas darían paso a las calabazas; el perfume de los lirios, por el aroma del romero, la salvia, la albahaca y otras hierbas aromáticas.
Jean-Baptiste desempeñaba tan bien su trabajo que en poco tiempo la huerta se convirtió en una de las tarjetas de visita del monarca, que llevaba hasta allí a varios de sus huéspedes, pues era realmente admirable ver cómo de la sencillez de las verduras y las frutas había nacido el más hermoso y atractivo jardín de Europa.
En la corte del Roi Soleil, los frutos y hortalizas se convirtieron también en una poderosa arma diplomática… Unas veces eran enviados por Luis XIV como obsequio a diversas autoridades, otras, servidos a sus ilustres visitantes, quienes, admirados y sorprendidos, encontraban a la mesa legumbres, verduras y frutas frescas fuera de la temporada de cosecha habitual para cada especie.
El principal abono: la modestia combinada con la admiración
Absolutista pero no tirano, Luis XIV era ante todo un rey sabio. Quería ser grande y, para ello, supo hacer girar a su alrededor el talento de los grandes hombres. Al convocar a Jean-Baptiste para iniciar el cultivo en el recién construido palacio de Versalles, le encomendó una ardua tarea, que bien llevada a cabo, con el tiempo, podría hacer famoso a su fiel súbdito. Esta celebridad, sin embargo, no eclipsaría en modo alguno el resplandor del monarca, sino que le daría mayor fulgor.
Todo indica que Jean-Baptiste ejerció su función con verdadera dedicación y modestia. Las pruebas de esto se encuentran no sólo en su magistral obra, sino también en el libro que decidió escribir, años más tarde, para ayudar a otros en el cultivo de jardines y plantas.
En la decicatoria del mismo dejaba traslucir la nobleza de sus sentimientos, reconociendo no en sí mismo, sino en su majestad, el buen resultado de su emprendimiento. Y se regocijaba: «La esperanza de un éxito similar al que me elevó a una excelente posición puede animar a muchas personas al estudio de la jardinería y, por lo tanto, suscitar para Su Majestad servidores más hábiles que yo; y esto, señor, es verdaderamente la cosa en este mundo que deseo con más pasión».2 Sólo un alma admirativa y sin pretensiones es capaz de anhelar que haya otras mucho mejores que ella al servicio de los demás!
Si hoy aquella huerta, aun sin la belleza de otrora, todavía puede extasiar a los que pasan por allí o a quienes de alguna manera toman conocimiento de su historia, es porque se combinaron dos virtudes: la modestia de un súbdito que sólo deseaba servir a la altura a su monarca y la admiración de un monarca que supo fomentar el talento de su súbdito. Así debe ser la convivencia entre los hijos de la Santa Iglesia Católica, una sinfonía de admiración y apoyo mutuo. ◊
Notas
1 LA QUINTINIE, Jean-Baptiste de. Instruction pour les jardins fruitiers et potagers. Paris: Claude Barbin, 1690, t. I, p. III.
2 Ídem, ibidem.