Cuando los relatos biográficos sobre un varón santo no abundan, recurrir a sus obras y los frutos de éstas constituye un camino seguro que conduce a grandes descubrimientos sobre su persona.
En el caso de San Lucas, la piedad de los fieles desearía saber quiénes fueron sus padres, cómo pasó su infancia, cómo comenzó su misión con los discípulos de Jesús… Pero, aunque esos detalles no hayan pasado a la historia, se pueden descubrir rasgos excepcionales de su alma y de su carácter en las sintéticas líneas de su evangelio, así como en los Hechos de los Apóstoles, escrito atribuido a él por la más remota Tradición.1
Discípulo en la Iglesia naciente
¿Habrá conocido San Lucas a Jesús? Algunos, basándose en autores antiguos y en una declaración de San Gregorio Magno,2 así lo creen y piensan que fue uno de los discípulos de Emaús.
Sus escritos nos revelan rasgos de su alma y carácter, como la mansedumbre y la humildad, de las que fue un ejemplo magnífico
En una segunda hipótesis, varios exégetas lo consideran un discípulo de la Iglesia naciente, quizá de la primera hora, por así decirlo, después de la Ascensión del Señor. Para ello, se apoyan en las palabras del propio San Lucas en el prólogo de su evangelio: «Muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se han cumplido entre nosotros, como nos los transmitieron los que fueron desde el principio testigos oculares y servidores de la palabra» (Lc 1, 1-2). Con esta afirmación, el evangelista parece excluirse del número de los que convivieron con el Señor, y añade: «También yo he resuelto escribirlos por su orden, después de investigarlo todo diligentemente desde el principio» (Lc 1, 3).
Se cree, con base en estudios exegéticos, que era un gentil, natural de Antioquía de Siria, pero de origen griego. San Pablo, de quien fue compañero en su predicación y sus viajes, no lo incluye entre los «de la circuncisión» (cf. Col 4, 10-11). Sin embargo, en sus escritos muestra un profundo conocimiento del Antiguo Testamento, lo que sugiere que sentía cierta atracción por el judaísmo y debió haberse dedicado a la lectura de las Escrituras en su tierra natal, donde había una gran comunidad hebrea.
Con motivo de la persecución a San Esteban, los discípulos se dispersaron por Fenicia, Chipre y Antioquía, predicando la palabra no sólo a los judíos, sino también a los griegos (cf. Hch 11, 19-20). Es probable, por tanto, que San Lucas se convirtiera en aquella ocasión.
Un comienzo perfecto, con la mirada puesta en María
Se puede decir que San Lucas era un hombre de fina y elevada percepción. Cuando decidió escribir la vida del Señor, previamente buscó, entre los testigos oculares, a aquella que se ocultaba bajo el velo de la humildad.
¡Qué actos de arrobamiento no habrá tenido al encontrarse por primera vez con la Santísima Virgen! Sin duda, debió embelesarle su majestad unida a la sencillez de su persona. Quién sabe si en su interior, tal vez sin saber explicarlo, ya se había entregado a Ella como esclavo de amor, tal y como enseñaría casi dos milenios después San Luis María Grignion de Montfort. Además, leyenda o no, muchos le atribuyen las primeras pinturas de la Madre de Dios.
La maternidad de María lo atrajo, permitiéndole oír confidencias de sus labios inmaculados, registradas luego en su evangelio
La sobrenatural, noble y casta maternidad de Nuestra Señora lo atrajo a una particular intimidad y le permitió, así, oír de aquellos labios inmaculados las confidencias sobre el anuncio del ángel, el modo en que tuvo lugar la encarnación del Verbo y su nacimiento virginal. Todas las maravillas de la gracia obradas a través de María en la historia y en la vida individual de los hombres se deben en gran medida a esa convivencia, que San Lucas, dócil a las mociones del Espíritu Santo, supo transmitir en su evangelio.
También se preocupó por conocer algunos hechos antecedentes, como el nacimiento del Precursor. Y, para que en tiempos futuros no hubiera dudas de la solidez de sus narraciones (cf. Lc 1, 4), quiso establecer un paralelismo entre los acontecimientos sobrenaturales y los datos de la historia profana de la época, demostrando con ello su sagacidad y profundidad de espíritu.
Compasión y delicadeza de alma
Siendo el autor principal de la Biblia, no obstante, Dios «eligió a hombres, que utilizó usando de sus propias facultades y medios, de forma que obrando Él en ellos y por ellos, escribieron, como verdaderos autores, todo y sólo lo que Él quería».3 Así pues, si los libros sagrados redactados por San Lucas revelan algunas particularidades, esto se debe, además de al objetivo y al destinatario específicos que tenía en mente, al hecho de que su personalidad era más perceptiva de ciertos aspectos de la obra de la salvación.
En la llamada «gran inserción lucana», que abarca desde el versículo 51 del capítulo 9 hasta el versículo 28 del capítulo 19 de su evangelio, encontramos episodios y parábolas no contados por los otros evangelistas, en los que podemos contemplar algunos rasgos de su carácter.
El primero de ellos es la propensión a la misericordia, muy recalcada también en otros pasajes de sus escritos. Se trata de una virtud moral, adyacente a la caridad, muy poco —o casi nada— practicada en su época. Como aún no se había instaurado el régimen de la gracia comprado por la Redención, la ley del talión, «ojo por ojo, diente por diente» (Lev 24, 20), regía la sociedad. En este contexto, la belleza y la incondicionalidad del perdón fueron inmortalizadas por el evangelista en la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32).
San Lucas subraya otros muchos aspectos que en adelante serán esenciales en la vida cristiana, como la mansedumbre y la humildad, la sinceridad, la pobreza de espíritu, la penitencia, la alegría, la bondad para con el prójimo, la oración perseverante, la confianza en la Providencia, el deber de evitar el escándalo, la necesidad de estar agradecido. Y de todas estas virtudes sin duda él fue un magnífico ejemplo.
Otra característica de su personalidad consistía en no hacer acepción de personas. Su delicadeza de espíritu, a la que tal vez se sumara su costumbre de estar a disposición de todos debido a su profesión de médico (cf. Col 4, 14), lo llevaron a no excluir de sus narraciones a los niños, los enfermos y las mujeres.
Pese a que no se conocen los pormenores de su conversión, impresiona ver cuán profundamente penetraron en su alma las enseñanzas de Jesucristo y cómo adhirió por entero a las gracias que le fueron concedidas. Y, no queriendo reservarse para sí lo que había recibido, con magnanimidad lo transmitió todo a las generaciones futuras.
Fiel compañero en todo momento
San Lucas fue también un infatigable colaborador del Apóstol de las gentes.
Es probable que se reuniera con San Pablo en Tróade y partiera con él hacia Macedonia, pues en este punto el texto de los Hechos de los Apóstoles cambia repentinamente de la tercera persona a la primera del plural, lo que indica que el evangelista se había convertido también en uno de los protagonistas de los acontecimientos (cf. Hch 16, 10).
Después de predicar en Macedonia y Grecia, San Lucas continuó junto a San Pablo. Ambos se dirigieron a Jerusalén y a Cesarea, donde permanecieron largo tiempo. Se cree que en esta época fue cuando recogió los relatos de los que convivieron con Jesús.
Fiel compañero, San Lucas acompañó a San Pablo, incluso en su prisión, siendo calificado por el Apóstol como «el querido médico»
El Apóstol, no obstante, en cierto momento fue arrestado y, apelando al juicio del César, enviado a Roma. Incluso en esta situación plagada de contradicciones y enfermedades, el evangelista no lo abandonó. Durante su segundo cautiverio en la Ciudad Eterna, San Pablo le dirá a Timoteo que todos le habían dejado, excepto Lucas (cf. 2 Tim 4, 11) y, en su epístola a los colosenses, dejaría constancia de su estima por tan fiel compañero, calificándolo de «el querido médico» (4, 14).
Cerca de quince años pasó San Lucas con San Pablo y, tras su muerte, continuó predicando la Buena Noticia hasta el día en que durmió en el Señor, habiendo sufrido mucho previamente por amor a Él.
Características de su escritura
Sus dos libros, el Evangelio y los Hechos de los Apóstoles, fueron dedicados a Teófilo, nombre que bien podría significar no una persona física, sino la universalidad de los fieles, ya que, etimológicamente, el término griego Théo-philos significa amigo de Dios o aquel a quien Dios ama. «Si amas a Dios, para ti ha sido escrito; si para ti ha sido escrito, acoge este regalo del evangelista, conserva cuidadosamente en lo más hondo de tu corazón este recuerdo de un amigo»,4 exhortaba, por ello, San Ambrosio.
De hecho, los escritos lucanos fueron redactados con el objetivo de publicar la historia de la salvación y hacer partícipes de ella a todos los hombres de buena voluntad (cf. Lc 2, 14), fueran judíos o no. Fluidas, claras y a menudo llenas de detalles, las narraciones logran cautivar al lector y hacerlo presente a los hechos, lo que sin duda se debe a la desmedida admiración de su autor por el divino Maestro y por las dos principales columnas de la Iglesia, San Pedro y San Pablo, virtud que supo transmitir en sus palabras.
Además, el evangelista trató de utilizar un lenguaje elegante, pero accesible a la mayoría, escribiendo en una versión popular del griego llamada koiné en lugar de la lengua clásica y evitando el uso de expresiones hebreas, arameas y latinas.
De Jerusalén a los confines de la tierra
Sus obras, que siguen un hilo lógico impecable, se complementan magistralmente. El Evangelio comienza con una ofrenda sacerdotal (cf. Lc 1, 8-9), y todo el texto siguiente describe el viaje del divino Maestro a Jerusalén, es decir, al perfecto cumplimiento de su misión: redimir al género humano. En los relatos de la Pasión, es el único de los evangelistas que menciona el sudor de sangre en el Huerto de los Olivos (cf. Lc 22, 44).
Realzar esa faceta sacerdotal de la inmolación de Jesús hizo que San Lucas fuera representado a menudo junto a un buey o un toro, animales utilizados por los judíos en los sacrificios del Templo.
Sin embargo, al morir en la cruz, el Señor salió victorioso. Por eso el evangelista narra las alegrías propias a la Resurrección y a la Ascensión, finalizando su relato con la bendición sacerdotal que los discípulos recibieron del Maestro (cf. Lc 24, 51), que concluye con gloria su misión en esta tierra.
Aunque insuficientes, los Apóstoles y discípulos se abrieron a la gracia divina, que los santificó; así, ¡su flaqueza venció al mundo!
Este desenlace concuerda perfectamente con el inicio de los Hechos de los Apóstoles, que consiste en una descripción más detallada de los antecedentes de la Ascensión: la recomendación dada por Cristo de que todos permanecieran juntos, sin alejarse de Jerusalén, porque debían esperar el cumplimiento de la promesa del Padre (cf. Hch 1, 4). A continuación, describe cómo esto se llevó a cabo con la venida del Espíritu Santo en el Cenáculo, que les impulsó a ser «testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra» (Hch 1, 8).
Con sobrenatural amplitud de horizontes, San Lucas unió la subida del Señor al Cielo con la consolidación de la Iglesia en la tierra.
Hombres débiles que transformaron el mundo
Uno de los pormenores notables en las obras de San Lucas es su paciencia con la flaqueza de los hombres, consciente de que ésta no constituye un obstáculo para la acción de Dios. Por eso, al comienzo de sus crónicas sobre la expansión de la Iglesia, inserta enseguida una promesa de fortaleza: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros» (Hch 1, 8).
En varios otros pasajes, directa o indirectamente, presenta la debilidad y la pequeñez de espíritu como factores que atraen de la Providencia gracias en profusión. El más sublime de todos los ejemplos lo encontramos en la Santísima Virgen, quien, reconociéndose nada ante el Altísimo (cf. Lc 1, 38), recibió la mayor gracia de todos los tiempos: ser tabernáculo para la encarnación del Verbo.
Ahora bien, si, por una parte, la miseria humana no es obstáculo para Dios, por otra, Él exige corazones humildes (cf. Lc 18, 9-14), arrepentidos de sus pecados (cf. Lc 7, 36-50) y dispuestos a dejar atrás el error para entregarse a Él sin reservas, como Zaqueo (cf. Lc 19, 1-10).
San Lucas, al igual que los Apóstoles y los demás discípulos, fueron varones que, a pesar de sus insuficiencias, se abrieron a la gracia y permitieron que Jesús los santificara. Por lo tanto, ¡su flaqueza venció al mundo! Entonces, abrámonos también nosotros al poder del amor divino y, sin apego al pecado, con un corazón arrepentido y confiado, luchemos por la transformación de la faz de la tierra. El Creador mismo bajará de lo alto del Cielo a nuestro encuentro y hará del mundo, renovado, su Reino glorioso. ◊
Notas
1 Cf. PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA. Quæstiones de evangeliis secundum Marcum et secundum Lucam: AAS 4 (1912), 463-465.
2 Cf. SAN GREGORIO MAGNO. Moralium. «Præfatio», c. I, n.º 3: PL 75, 517.
3 CONCILIO VATICANO II. Dei Verbum, n.º 11.
4 SAN AMBROSIO. Expositio Evangelii secundum Lucam. L. I, n.º 12: SC 45bis, 52-53.