Una buena Madre… ¡y una manzana!

Los dos muchachos contaban con lujo de detalles toda la historia del pomar. En determinado momento, el niño alargó sus manitas: ¡quería coger una manzana!

«¡Manzanas! ¡Manzanas! ¡Mira qué manzanas! ¡De todos los tamaños: grandes, pequeñas, medianas! ¡Ricas y sabrosísimas! ¡Mira qué manzanas!», pregonaba Lucas.

Pobre hombre. «¡Mira qué manzanas!», decía, pero ni siquiera podía verlas, porque era ciego de nacimiento. En el pasado le habían ayudado en ese humilde oficio sus hermanos, pues el pomar formaba parte de la herencia paterna. No obstante, cada cual siguió su camino y ahora era auxiliado por su esposa y sus dos hijos.

Si bien que el trabajo no le rendía mucho beneficio, al menos ganaba lo necesario para el sustento de la familia. Sus hijos, Osías y Urineb, aún eran jovencitos y colaboraban de buena gana. Fúa, la matrona, que admiraba las virtudes morales de su marido, se esmeraba tanto como podía en la educación de los muchachos y en los gastos de la casa.

Era, en fin, una existencia muy modesta, pero arraigada en la fe en el Señor Dios de Israel y en la esperanza ardiente de la venida del Mesías.

*     *     *

Otra familia: un padre, una madre y un niño pequeño. Huían de su tierra natal en dirección a Egipto. Recorrido largo y penoso…

El camino, en su casi totalidad, era desierto. Aquel día hizo un calor insoportable. Aunque esto no fue lo peor: las escasas reservas de alimentos ya se habían agotado y el agua que quedaba estaba caliente, y el cántaro cubierto de polvo.

«Esposa mía, estamos cerca de un pueblo. ¿Te parece conveniente pedirle alojamiento a alguien?»

José iba delante, tirando de la mula, sobre la cual iba sentada María con el bebé en brazos. Por muchas caricias que se le pudieran dar, tarde o temprano el niño tendría sed… Y es lo que ocurrió. A medida que pasaba el tiempo, más colorada se ponía la frente de Jesús. Hasta que, en determinado momento, se puso a llorar.

—María, ¡te pido perdón! Fíjate en qué situación nos encontramos… ¡y todo por mi ineptitud! —se lamentaba José.

—Esposo mío, no te entristezcas. Si nos sobreviene tal desdicha, es por disposición divina. ¡Confiemos y Él nos ayudará!

Pero los gemidos del niño continuaban torturando a la pareja. Seguían adelante mientras rezaban al Padre eterno.

Poco después la geografía del lugar cambió: reapareció el verde, las flores surgieron y, sobre todo, había agua para beber. Su fe no fue defraudada, pues Dios los había sacado de la aflicción. Pero todavía les quedaba un largo camino que recorrer…

Al atardecer, dijo José:

—Esposa mía, estamos cerca de un pueblo. ¿Te parece conveniente pedirle alojamiento a alguien?

Cuando la pregunta llegó a oídos de María, su corazón tuvo un buen presentimiento. Solamente le respondió que sí.

José entró en la aldea y percibió que debía seguir las instrucciones de su esposa santísima. ¿Qué hacía? Se detenía ante una casa y miraba a María. Discretamente, Ella le indicaba con la mirada que no sería bueno pedir hospedaje allí.

Tras seis tentativas, María asintió a su consulta. Los últimos rayos del sol se despedían lentamente del cielo.

«¡Toc, toc, toc!», golpeó José en la puerta.

—¿En qué les puedo ayudar? —contestó la dueña.

—Disculpe, señora, le pido perdón por molestarle. ¿Sería posible pasar la noche en su casa? Vamos de viaje de Israel a Egipto.

Aquella mujer era Fúa, personaje que ya hemos conocido. Al principio dudó, no por falta de voluntad, sino por las difíciles condiciones en las que vivían: no tenían una cama que ofrecerles, ni habría comida suficiente. Sin embargo, antes de darle una desafortunada explicación, posó la vista sobre el niño… ¡y quedó enternecida! Sólo a causa de Jesús cambió de idea.

—¡Oh, bendita pareja! ¡Qué hijo más hermoso tenéis! Carecemos de muchas cosas, pero encontraré la manera de acomodaros. Entrad, por favor. La casa es vuestra. Voy a llamar a mi marido.

—¡Que Dios se lo recompense, señora mía! —le agradeció María esbozando una sincera sonrisa.

Enseguida acudieron Lucas, Osías y Urineb. Todos simpatizaron con la Sagrada Familia y la acogieron contentos.

El padre dio las órdenes: «Hijos, dormiréis con vuestra madre y conmigo, para que José y María tengan un ambiente solo para ellos». Después de una deliciosa sopa hecha por Fúa, con la ayuda de María, todos se fueron a dormir apaciblemente.

A la mañana siguiente, Lucas y Fúa no querían de ninguna manera separarse de tan bendecida convivencia. A ruegos de ellos, María le pidió a José quedarse otro día allí. Y José, evidentemente, estuvo de acuerdo.

Los dos jovencitos quisieron enseñarles el pomar y las hermosas manzanas del cultivo familiar. Mientras San José conversaba con los padres, la Virgen, llevando al divino Infante, siguió a los niños. Osías y Urineb le contaron con lujo de detalles la historia del terreno y cómo vendían las frutas.

En mitad de la conversación, el Niño Jesús alargó sus manitas: quería coger una manzana. Entonces Nuestra Señora les dijo a los muchachos:

—¿Me podéis prestar un cuchillo?

—¡Claro! —y ambos salieron corriendo para buscarlo.

María cortó la fruta por la mitad, ralló un poco de la pulpa y se la dio a su hijo, ¡que se encantó con ella! En ese instante, se oyó un grito:

—¡Viva el Señor! ¡Viva el Señor! ¡Fúa querida, ya veo! ¡Bendito sea Dios! ¡Hosanna en las alturas!

Lucas había adquirido la visión corporal, pero su fe le hacía ver más lejos y creer que aquel niño era el Mesías

Todos se reunieron alrededor de Lucas, el cual lloraba de euforia. Se preguntaban la causa del milagro, sin saber qué pensar. José y María permanecían en silencio y sonrientes, mientras el niño saboreaba la manzana…

Entonces Urineb dijo:

—Mamá, no sé si tiene alguna relación, pero en el momento que Jesús probó la manzana, papá empezó a exclamar.

Lucas, emocionado, se arrodilló delante del niño, que estaba en los brazos de su madre. Recibió una inspiración especial de Dios y proclamó con todas las fuerzas de su alma:

—¡Oh, Altísimo Señor!, ¿por ventura me encuentro delante de vuestro Mesías? ¿El esperado de las naciones visita mi familia? ¡¿Mi vista corporal hoy se inaugura y, a continuación, Vos me dais la gracia de contemplarlo?!

Con estas y otras palabras, el que fue objeto del milagro alababa al Rey del universo. Había adquirido la visión material, pero su fe le hacía ver más lejos y creer que aquel niño era el Cristo prometido.

Al ver la gratitud infinita del antiguo ciego, el Niño Jesús señaló a su Madre. Con esto quiso dejar claro que el prodigio había ocurrido gracias a la discreta intercesión de la Virgen, la tesorera de los dones del Cielo, en cuyos labios nunca entró la «manzana» de Adán. 

 

1 COMENTARIO

  1. Que hermoso relato, dónde sobresale la fé, la caridad y el amor de intersecion, gracias mi dulce y amado Jesús por habernos dejado a María como madre nuestra, que es nuestra intercesora y mediadora y por ella llegaremos a tí., Salve María

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