«¡Dios mío! ¡Qué tragedia! —se dijo Gabriel al ver cómo el incendio consumía cada vez más y más árboles y plantas—. ¿Quién podrá apagar este fuego que devora la selva entera?».
Y pensó: «Estoy sin compañía… Ni siquiera sé cómo librarme de esta asfixia. ¡¿Cómo he venido hasta aquí?! Además…». Pero, antes de acabar su diálogo consigo mismo, oyó un parloteo.
«Pensaba que estaba solo, aunque por lo visto me he equivocado. ¿De quiénes serán esas voces?» —se preguntaba, asustado, el joven.
Decidió seguir el camino que sus oídos le indicaban como origen de esas voces. Cuál no fue su asombro al ver que se trataba de animales… ¡que hablaban!
Se fue acercando poco a poco y se percató de que no sentían su presencia. Decidió entonces quedarse y analizar aquella discusión, porque quizá tuvieran ellos una salida a la angustiante situación en la que se encontraban.
—Yo puedo alcanzar una velocidad increíble —dijo el guepardo—. Soy capaz de correr alrededor del incendio de tal manera que provoque un vendaval que logre apagarlo.
Los demás animales se miraban dubitativos, pero aceptaron que el guepardo lo intentara. Con agilidad incalculable, el felino dio repetidas vueltas; sin embargo, su enorme esfuerzo no sirvió para nada.
Entonces intervino el imponente elefante:
—No os preocupéis. Nuestra manada sin duda conseguirá extinguir el fuego en segundos.
Y dirigiéndose a sus compañeros, continuó:
—Tenemos bastante capacidad para retener aire. Además, poseemos una gran «manguera» para llevarlo directamente al objetivo: la trompa. ¡Vamos, amigos! ¡Demostremos nuestro poder!
Empezaron a soplar aire sobre las llamas, a pleno pulmón; pero tampoco obtuvieron éxito. Al contrario, ¡le dieron más vida al fuego en algunas zonas de los matorrales! Decepcionados ante el evidente fracaso, le hicieron señas a la jirafa porque, al ser tan alta, tal vez pudiera ayudar.
—¡¿Ayudar?! No siento ninguna obligación. Nada ni nadie puede hacerme daño, ya que vivo casi enteramente aquí en las alturas —respondió egoísta e insensatamente.
Al escuchar esto, el castor pensó: «¡Vaya! Ella bien podría salvarnos… Yo, pequeño como soy, tendría que gastar todas mis fuerzas para auxiliar a la comunidad. ¡Ya sé! Me valdré de mis hábiles patas y sofocaré con tierra las llamas que rodean mi madriguera. En cuanto a los demás, principalmente esa jirafa, que se las apañen ellos mismos». Se dedicó a cumplir su plan y obtuvo el resultado deseado: su guarida se salvó. ¡Pero sólo ella! Las llamas seguían propagándose por todas partes.
Al percibir que nadie entre ellos sería capaz de salvar la selva y sus habitantes, todos acudieron al león. A fin de cuentas, siendo el rey, ciertamente tendría una solución.
—Señor, ved el terrible estado en que nos encontramos. No tenemos más salida que recurrir a vos.
Sin explicar el motivo y sin que nadie comprendiera el porqué, Su Majestad inició una sinfonía de rugidos… Unos minutos después, exclamó:
—¡Qué absurdo! ¿Cómo osas enfrentarme, oh, fuego? Te estoy dando órdenes y ¿no me obedeces? Animales, decidle que soy yo quien domina la región; que tiene que someterse a mí.
Sin mediar palabra, la comitiva se retiró decepcionada con la conducta de aquel «excelentísimo» personaje…
Era una situación desesperada: ¡todos iban a morir quemados!
He aquí que, de repente, se acerca la pequeña golondrina. ¿Traería alguna idea de salvación?
—Amigos míos, ¡qué momento terrible! Lo he pensado mucho y creo que puedo ayudar de alguna forma.
—¿Tú, tan menuda? Eres insignificante y ¿piensas que vas a tener buena suerte? Anda, cuenta tu plan —replicó en tono burlesco el guepardo, que a su lado parecía un gigante.
—Espera y verás —le contestó el ave.
Sin quedarse resentida con la actitud de sus «conciudadanos», voló hacia el lago más cercano, se sumergió allí y, con la mayor ligereza que sus alas se lo permitían, sobrevoló la selva en llamas; se balanceó una, dos, tres, cuatro, cinco veces, hasta que toda el agua que guardaba entre sus plumitas cayese. Repitió la operación decenas de veces, dedicando todas las energías de su ser.
—«Espera y verás»… ¿Qué va a poder hacer más que nosotros? —dijo con escarnio el elefante.
Sin embargo, aquel pajarito tenía el ideal de salvar la selva y no paraba de rezar para que se cumpliera su «misión».
Transcurrido cierto tiempo, un prodigio se presentó ante toda la fauna reunida: cuando su vigor estaba a punto de extinguirse, la golondrina suplicó al Señor del universo que acudiera en su socorro. Para sorpresa propia y de los espectadores, nubes dispersas por el vasto cielo se reunieron sobre la selva, descargando torrentes de agua contenida en ellas. El bondadoso Creador satisfizo el deseo de una pobre criatura, pequeñita, es verdad, pero que había sido generosa hasta el extremo.
Los más incrédulos querían explicar con argumentos científicos el hecho, otros se sintieron avergonzados, algunos no sabían ni qué pensar, y buena parte de los habitantes de la selva comprendió que se trataba de un verdadero milagro. Se reanudó el alboroto y la desbandada, ya no para huir del incendio, sino para resguardarse de la lluvia. Hasta que…
—¡Gabriel ¡Gabriel!
—¡Ahivá!, ¿me han descubierto? Antes no se dieron cuenta de mi presencia y ¡¿ahora hasta saben cómo me llamo?!
—Gabriel, ya es la hora de levantarse.
¡Sólo había sido un sueño! Sólo no… probablemente contendría algún mensaje.
Abrió los ojos, besó a su madre y antes incluso de rezar quiso contarle la historia con lujo de detalles. Admirada al ver el ánimo con que el niño se había despertado, escuchó atenta la narración.
—Curioso, ¿no es así, mamá? Nunca un sueño me ha marcado tanto.
—Claro, hijo mío. ¿Y sabes por qué?
—Porque… porque… no sé explicarlo.
—A veces Dios envía mensajes a través de los sueños. ¿Qué crees que te ha enseñado durante esta noche?
—Creo que ha querido decirme que desee siempre el bien de los demás, que sea generoso y que no piense únicamente en mí.
—Eso mismo. Conserva esta lección hasta el final de la vida. Debemos hacer el bien por amor a Dios, sin dejarnos intimidar con las risas, desprecios y asechanzas de los demás.
—Ya, pero resulta que la golondrina era minúscula y débil, mientras que los otros eran grandes, llenos de capacidades, poderosos… Tuvo que haber estado asustada.
—No, al contrario. A pesar de su inferioridad natural, se entregó por completo, rezó y tuvo fe.
Gabriel se entusiasmó y concluyó:
—Entendido, mamá. Debemos darlo todo, por más que pensemos que es poco, pues Dios vendrá en nuestro auxilio y suplirá lo que nos falta. ◊