Un cielo nuevo y una tierra nueva

La sinfonía de la Creación comienza con un solemne introito: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gén 1, 1). Según el relato bíblico, cada parte de esta divina melodía era buena; aunque únicamente su conjunto era considerado óptimo, o sea, el cielo y la tierra tan sólo alcanzaron la perfección cuando se unieron.

En el paraíso, Adán y Eva gozaban de armonía con el Creador. No obstante, por el pecado original, el hombre se volvió hacia la tierra, obligado a trabajarla con el sudor de su frente, y a ella regresaría como polvo. La historia del Antiguo Testamento recorre, en ritmos diferentes, el constante estribillo del hombre que busca su consonancia original, luchando contra las cacofonías cotidianas.

Ya en los hijos de la primigenia pareja se vislumbra tal dualidad: Caín ofreció frutos podridos de la tierra, mientras que Abel presentó las primicias de su rebaño, a manera de incienso elevado hasta el trono del Altísimo. Luego el mundo se sumergió tanto en el pecado que Dios decidió purificarlo mediante el Diluvio. Noé, por su fidelidad, se convirtió en el varón-divisa de la promesa, simbolizada por el arcoíris, el vínculo que unía el cielo y la tierra. La Torre de Babel, a su vez, fue el frustrado intento de la humanidad de alzarse por fuerzas meramente materiales.

En Abrahán, el Señor restauró su alianza una vez más. A su nieto Jacob le fue concedido contemplar la angélica escalera que ascendía hasta Dios. En Moisés, el Todopoderoso reforzó su pacto con el pueblo elegido. De Elías se señala que de tal modo vivía las realidades de lo alto, que mereció ser arrebatado de esta tierra…

La Encarnación del Verbo rompió definitivamente las fronteras entre el Cielo y la tierra. En efecto, como comenta San Atanasio y otros Padres de la Iglesia, Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera dios.

Los demonios, sin embargo, no cejaban en arrojar a los mortales al abismo infraterrestre, es decir, al infierno. Por eso, en la vida pública de Jesús trataban de impedir —por medio de enfermedades, posesiones, vejaciones— el encuentro de los hombres con el Señor. Hasta hoy día, la táctica diabólica no es muy diferente…

Pero la misión de Jesús no concluyó con la Redención. Su consumación tendrá lugar en la plenitud de los tiempos, cuando todas las cosas que están en el Cielo y en la tierra sean reunidas en Él (cf. Ef 1, 10). Y para ello, el Señor nos legó tres extraordinarios auxilios: María, la Eucaristía y la Santa Iglesia.

La Santísima Virgen es la mediadora por excelencia, el Arca de la Nueva Alianza, cuyos esplendores han sido manifestados en la Asunción y en distintas revelaciones privadas. El «Pan del Cielo» es propiamente comunión, que baja desde lo alto para que toda la Creación sea presentada al Padre (cf. CCE 1359). Finalmente, a la Iglesia le han sido confiadas las llaves que lo atan y lo desatan todo en la tierra y en el Cielo (cf. Mt 18, 18).

Desde esa perspectiva, el 15 de agosto celebramos el natalicio de Mons. João Scognamiglio Clá Dias, fundador de los Heraldos del Evangelio, quien eligió como pilares de su espiritualidad los tres auxilios mencionados. En esa fecha, la institución no puede más que augurar que se cumpla su misión en plenitud cuanto antes, a través de un renovado abrazo entre el Cielo y la tierra (cf. Ap 21, 1), es decir, la restauración de la completa armonía en la sinfonía de la Creación, que manifieste toda su belleza y consonancia con el Creador. 

 

Mons. João Scognamiglio Clá Dias, fundador de los Heraldos del Evangelio

 

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Del mismo autor

Artículos relaccionados