En una de las casas de nuestro movimiento, hay una fotografía muy bonita de un paseo de árboles. No es tan exuberante como el bosque de Fontainebleau, ni mucho menos, pero es una hermosa arboleda, digna, bien cuidada y agradable a la vista. Hay unos bancos de piedra, sin respaldo, a ambos lados del camino, invitadores a sentarse bajo aquella sombra visitada por fracciones de sol. Es un sendero recto y largo, del que no se ve el final. Tengo la impresión de que es una alameda del convento de Lisieux, donde Santa Teresa del Niño Jesús redactó parte de Historia de un alma.
Qué bello es pensar en Santa Teresita escribiendo su propia historia con su letrita diminuta, vestida con el hábito carmelita y sentada bajo los rayos de sol de aquella arboleda, y en cierto momento oírla exclamar: «¡Qué dulce es la vida religiosa!». Lo más curioso es que, de hecho, es dulce —sólo ella tiene dulzuras, y dulzuras que la vida en el siglo no tiene—, pero si recordáramos cuánto le pidió Nuestra Señora a Santa Teresita en materia de sufrimiento y cuánto ésta le dio, entonces entenderíamos la batalla que comporta la vida religiosa.

Víctima expiatoria al amor misericordioso de Dios
Santa Teresita recibió una invitación de la gracia para ser víctima expiatoria al amor misericordioso de Dios. Considerando que éste era tan poco comprendido y tan poco amado por los hombres, quiso ofrecer una reparación que consolara ante todo al Altísimo, pero también que tuviera como mérito expiar por las personas que no corresponden con fervor a la vocación que han recibido y a los pasos del amor de Dios en dirección a ellas.
Para que el Señor no castigara ese rechazo de su amor —porque tal actitud es un insulto a Él— la Divina Providencia eligió una cohorte de almas víctimas que se ofrecerían en la tierra y, en atención a ellas, dio aún más dádivas para llamar a otras almas.
La fórmula de ese sacrificio de Santa Teresita era: nunca pedirle nada a Dios y nunca negarle nada, aceptando lo que sucediera. Lo que Dios permitiera que ocurriera, ella lo consentía y no lo alteraba. Y con esto ofrecía uno, dos, hasta veinte sacrificios, que ella llamaba «pequeños», pues no eran heroicos como los de Santa María Egipciaca, una santa que vivió en Egipto e hizo tantos sacrificios, y tan heroicos, que en el siglo pasado dejaron de publicar su biografía porque horrorizaba a las almas…
La santa de la pequeña vía aceptaba todos los sacrificios permitidos por la Providencia. Un día, por ejemplo, una monja que la ayudaba a arreglar parte de su hábito fue torpe y le clavó un alfiler en la carne. Santa Teresita pasó todo el día con el alfiler clavado, porque si Dios lo había permitido, no se lo iba a sacar ella. Así se ofrecía como víctima al amor misericordioso de Dios.
Pequeños sacrificios y la gran prueba
Otro día, imagino, estaba escribiendo su autobiografía y, justo cuando su espíritu se hallaba más concentrado, aparece de repente otra religiosa y le dice:
—Hna. Teresa, como se le da muy bien escribir, no le importará que le robe un poco de su tiempo, ¿verdad? ¿Podemos charlar? Estoy muy angustiada y necesito algo de consuelo…
—¡Ah, por supuesto! —respondió Santa Teresita.
La conversación duró una hora… En cierto momento, suena la campana para la comida —un magro almuerzo carmelita— y todas se dirigen al refectorio. El resto del día transcurriría según las reglas e Historia de un alma quedaba para el día siguiente. En todo hacía lo contrario de lo que hubiera querido, porque era su manera de ofrecer un sacrificio al amor misericordioso de Dios. ¡Si sólo fuera eso!
Una noche tuvo arcadas y utilizó su pañuelo. Deseaba mucho saber si había expelido sangre —precursora de hemoptisis y presagio de muerte— pero, para ofrecer su sacrificio y mortificarse, no encendió la luz. Al día siguiente, cuando rayó la aurora, Santa Teresita comprendió que la muerte estaba cerca y que, finalmente, la liberaría. Era la tuberculosis que llamaba a su puerta, en una época en la que no existían los miles de recursos curativos que existen hoy.
Poco después comienza la prueba contra la fe, la terrible tentación de los santos. Muere en una aridez tremenda, pero con esa frase tan característica de su estado de espíritu: «Creo, única y exclusivamente porque quiero creer». Creía porque amaba. Tras una tremenda agonía, tuvo un éxtasis y cayó muerta. Una inexplicable fragancia de violeta empezó a irradiar de su cuerpo a todo el convento. Era la glorificación de quien había abierto la pequeña vía para las pequeñas almas. ¡Qué martirio! ¡Qué cosa tan tremenda!
La vida está llena de grandes sufrimientos ¿Cómo afrontarlos y estar a la altura cuando llegan? Son olas colosales que se abaten sobre el mundo entero. No hay nadie que no haya tenido padecimientos muy grandes en la vida religiosa y fuera de ella. Unas veces más dentro que fuera; otras, más fuera que dentro.

Retrato de la santa en julio de 1897
Entonces, ¿cómo debemos considerar el papel del sufrimiento?
La prueba del fervor y el coraje en el dolor
El alma que tiene la determinación de sufrir y está dispuesta a afrontar cualquier cosa, sea lo que fuere, en la peor dificultad y en lo oscuro, resuelta a llegar hasta el final del dolor si es necesario, pero cumpliendo con su deber sin titubear, pensando que su vida está bien empleada, porque así ha de ser y así quiere que sea, ¡ésa es un alma fervorosa!
Si un alma tiene pavor al dolor prefiere bromear, quiere ser graciosa, divertida, estimada por todos, llevar una vida mullida, se asusta ante cualquier sufrimiento; puede «experimentar» un éxtasis —que sería falso— ante un crucifijo o una imagen de la Virgen hasta el punto de retorcerse, pero no la tomo en serio, porque la prueba del fervor es el coraje en el dolor. Y cualquier piedad que no vaya acompañada de coraje en el dolor es una bellaquería.
Tenemos que mirar bien de frente y entender lo siguiente: para eso, las buenas resoluciones tomadas en la vida ordinaria a menudo no son suficientes. Podemos, por ejemplo, hacer este propósito: «Quiero, oh Señora, Reina del Cielo y de la tierra, en la hipótesis de grandes dolores, sufrirlo todo. Y desde ahora mismo me entrego por completo». Es una excelente disposición. No obstante, llegarán momentos en que el dolor sea tal que somos capaces de decir: «Madre mía, no pensé que el sufrimiento fuera tan grande y creo que no voy a soportarlo».
El verdadero católico lo aguanta todo. Por una razón muy sencilla: cuando pide, siempre tiene consigo la gracia de Dios. Es comprensible que las fuerzas naturales de un hombre no ofrezcan los recursos para afrontarlo. Pero donde la naturaleza es débil, la gracia es fuerte. Si una persona reza, la Santísima Virgen le dará fuerzas y, en la hora de la lucha, hará frente a la tentación.
El alma debe confiar en que su capacidad de sufrir va mucho más allá del tamaño de su personalidad. Su situación se asemeja a la de un hombre que, para glorificar a Nuestra Señora, ha de encontrarse con un león en el camino y estrangularlo. Si se mira las manos y dice: «El león las va a devorar ¡y a mí también! No soy capaz de darle un pellizco ni siquiera un manotazo en su melena, ¡¿y aun así tengo que estrangularlo?! ¡¿Yo?! ¡Jamás!». Éste es un fracasado.
Para un alma fervorosa, el asunto se plantea de otro modo: «Si ése es mi deber, y la dedicación a la Santa Iglesia Católica me lleva hasta allí, le diré a la Santísima Virgen: ¡Dame gracias para soportarlo y caminaré hasta allí! Omnia possum in eo qui me confortat, dice San Pablo. “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Flp 4, 13). La fuerza del Señor, obtenida por las oraciones de Nuestra Señora —que Él nunca rechaza—, me confortará. En la hora “H” seré fuerte». ¡Esto es fervor!
Sacrificar muchas cosas pequeñas es inmenso a los ojos de Dios
Sin embargo, el fervor no está reservado únicamente para las grandes ocasiones. No está preparado para recibir la gracia del fervor en las grandes ocasiones quien no lo tiene en las pequeñas. Y para ello, es necesario estar habituado a hacer los sacrificios de la vida diaria con ese fervor.
Cuando, por ejemplo, tengo que realizar una tarea desagradable, aburrida, y no me apetece hacerla, si es mi deber, la hago ¡y con ímpetu!
Puedo dejar un deber desagradable para cumplirlo de aquí a media hora, pero lo cumpliré ya. ¡Debo tener la «gula» del sacrificio! Y no quedarme desperezándome ociosamente al pie de un sacrificio que no tengo el valor de hacerlo, grande o pequeño, no importa. Hoy, a lo largo del día, he de hacer una llamada pesada; me acabo de despertar, ¡entonces la haré ahora! Voy a saltar sobre ese pequeño deber como delante de una fiera y diré: «Ven aquí, teléfono, símbolo del progreso y mi sirviente. Mi primer combate será a través de ti».
Los sacrificios, debo hacerlos enseguida. Si tengo que realizar una tarea agradable, nunca la preferiré primero: dejaré que pase el impulso inicial y luego la haré.
De igual manera, si tengo muchas ganas de oír las repercusiones de apostolado de un militante de nuestro movimiento que acaba de llegar de un viaje —que duró meses—, se me ocurre bajar rápido las escaleras para hablar con él. Pero de repente me paro y me acuerdo de ofrecerle un sacrificio a Nuestra Señora. Bajo lentamente los escalones, y en cada peldaño, rezo una jaculatoria. ¿Para qué? ¿Para atormentarme? ¡No! Para conquistarle un poco más de terreno a la Revolución maldita, gnóstica e igualitaria. Cuando llegue abajo, me habré perdido algunas novedades, es cierto, pero habré ganado mucho terreno para María Santísima, que sabrá qué hacer con ese ofrecimiento mío de bajar despacio las escaleras. Y sé que, en cada peldaño, mi ángel me acompaña sonriendo.
Les pregunto: ¿habrá en el mundo escalera más dulce para bajar? En eso consiste el fervor. Alguien dirá: «¡Pero, Dr. Plinio, eso es una cosa muy pequeña». Yo le respondo: «¡Hacer muchas cosas pequeñas como ésa es inmensísimo. ¡Y debemos hacerlas!».

El Dr. Plinio en agosto de 1991
Así pues, hay mil y una ocasiones para hacer sacrificios, a veces pequeños, a veces grandes, que aumentan el fervor. El auge del fervor se alcanza cuando, en el auge del tormento y del sufrimiento, en cierto momento uno dice: «Todo está concluido, consummatum est».
San Pablo, un alma fervorosa
Fíjense en el hermoso simbolismo del martirio de San Pablo. Fue el apóstol que más trabajó en la difusión del Evangelio. Antes de morir decapitado, declaró: «He combatido el noble combate, he recorrido el camino que tenía que recorrer. Dame, Señor, el premio de tu gloria» (cf. 2 Tim 4, 7-8).
Cuando el verdugo romano asestó su espada contra él y le cortó la cabeza, ésta rebotó en el suelo tres veces, tal fue la violencia del golpe. En cada punto donde impactó, brotó un manantial. Ése es el sacrificio del hombre fervoroso.
En los grandes sacrificios de nuestra vida, podemos tener la impresión de que algo nos ha sido amputado, pero recordemos que a través de ellos se abren manantiales. ◊
Extraído, con pequeñas adaptaciones, de:
Dr. Plinio. São Paulo. Año XXVI. N.º 306
(set, 2023), pp. 29-32.