Al comentar los sentimientos que la contemplación del fresco de Nuestra Señora del Buen Consejo despierta en su alma, el Dr. Plinio describe las encantadoras profundidades de la convivencia entre el Niño Jesús y su Madre Santísima.

 

Nuestra Señora del Buen Consejo se presenta ante nosotros como una advocación que, a primera vista, parece quizá no tener mucha relación con el fresco. Éste representa a una reina de un pequeño país balcánico, lo cual se percibe en la figura, en los adornos y, aún más, en el tipo marcadamente oriental, con esos ojos un poco almendrados y vueltos hacia abajo.

Está con el Niño en sus brazos en una actitud de mucha intimidad, dando la impresión de que se ha olvidado de que Ella es reina y Él, rey. No significa que hayan pedido la dimisión o abdicado de la realeza, sino que, en ese momento, lo que está en el primer plano de la atención y del modo de sentir es el hecho de que Ella es madre y Él, hijo.

Profundidad de sentimiento y de pensamiento

Una de las cosas que más me atrae del cuadro es la forma con la que representa la profunda intimidad de una mutua interrelación entre ambos, la cual hace que sintamos incluso el fondo de sus almas: Nuestra Señora es madre, es la Madre de ese Hijo, a quien ama mucho; Nuestro Señor es hijo, y es el Hijo de esa Madre.

La unión de alma entre Madre e Hijo explica la tranquilidad y casi inmovilidad de ese afecto; éste ha llegado tan hondo que ellos no tienen nada qué decirse: están quietos, únicamente bienqueriéndose, como el que nota que, de un lado y otro, el conocimiento y el cariño y buena voluntad han llegado a su fin. Ya no hay nada más qué considerar: sólo gozar la bienaventurada delicia de ese mutuo entendimiento y mutuo estar juntos.

En este punto, el artista fue muy delicado porque pintó al Niño con los rasgos de un crío de esa edad, sin nada en común con un «hombrecito» precoz, más bien con una profundidad de sentimiento y pensamiento que ni siquiera un hombre hecho y derecho tiene. Y esto se corresponde enteramente a la doctrina católica sobre el Hombre Dios.

La unidad de las naturalezas divina y humana en la misma Persona trae como consecuencia que ese Niño, de esa edad, concebido sin pecado original, sin haber pasado, por tanto, por ninguna de las debilidades y de las —digo esto en el sentido etimológico latino— imbecilidades y flaquezas de la infancia, tenga tal perfección en el sentir. Es consciente de quien es esa Madre, de las profundidades de alma que le ofrece, y entra tan a fondo en esas profundidades que se pone en manos de Ella como un niño.

Aquí nos encontramos con una sublime paradoja: ese Niño en todo es un niño, excepto en el entender y querer las cosas sublimes, extraordinarias. No me espanta, por tanto, que quisiera depender de Ella para cubrir las necesidades más modestas y corrientes, porque así es como se compagina la condición de infante en el Niño Dios.

Un cuadro de extraordinario vuelo sobrenatural

El fresco expresa eso admirablemente. Es una obra de arte de calidad mediana, aunque de un vuelo sobrenatural extraordinario. Nos da bien la noción de la relación existente entre ellos.

La Virgen lleva al Niño como quien porta un tesoro de valor infinito, pero también es una persona generosa. Cuando imaginamos a un individuo que va cargando un tesoro lo representamos agarrado a él, dispuesto a impedir que alguien se lo robe y con una actitud del que dice: «Esto es mío, no es suyo. No se acerque y no moleste, porque es mío». Mas Ella no hace eso.

Nuestra Señora sujeta a su divino Hijo con sumo cuidado y delicadeza, de tal manera que a Él no le pasa nada ni nada ocurre en su entorno sin que sea inmediatamente percibido por su Madre Santísima. Ejerce una dulcísima vigilancia materna, si bien no muestra la mínima preocupación de que se lo quiten de sus brazos. Sabe que posee un tesoro que no se divide cuando se comparte: al entregarlo a otro, entiende que Él permanece enteramente con quien lo ha dado y con quien lo ha recibido.

En el cuadro, la posición del rostro de la Virgen ha sido calculada con esmero para que, sin mostrar propiamente al Niño, nada oculte su cara. Él queda en primer plano mientras Ella queda en el segundo.

Por el respeto y por la seriedad tranquila, distendida y afectuosa con que lo lleva se ve que tiene una completa noción de que está portando al Hijo de Dios. Lo adora con el más profundo respeto, pero al mismo tiempo se siente invadida por el afecto de aquel a quien respeta, hasta el punto de sentirse con libertad de, sin vacilación alguna o timidez, darle órdenes a su propio Dios.

A Nuestra Señora le corresponde decidir cuándo lo acuesta o lo saca de la cuna, deliberar si llegó o no el momento del descanso. Incluso sabiendo que es nada, o casi nada, ante el Creador no teme decirle: «Mi Dios, ya es hora de irse a dormir». Y Él, cuya naturaleza humana está hipostáticamente unida a la segunda Persona de la Santísima Trinidad, cierra los ojos y duerme, porque su Madre se lo ha mandado.

Desdoblamiento de la Encarnación

Pintura de la escuela cuzqueña – Colección privada, São Paulo

Las reflexiones de arriba se insieren en el «et Verbum caro factum est, et habitavit in nobis» del prólogo del Evangelio de San Juan: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). Todo este celestial torbellino de relaciones vertiginosas, admirables y dulcísimas son desdoblamientos del misterio de la Encarnación.

No conocemos detalles de la convivencia entre Madre e Hijo, pero puede haber ocurrido, por ejemplo, que, ya con un poco de más edad, el Niño Jesús quisiera jugar con una pelota, pero que no la hubiera podido pedir al no saber hablar aún. ¡Dios quería jugar! Y le correspondía a su Madre Santísima adivinar, por amor, lo que Él deseaba.

Podemos imaginar a la Virgen y a San José charlando sobre el tamaño, el diámetro de esa pelota, sobre el material del que estaría hecha, pensando cómo hacerla hueca, para que no quedara muy pesada en sus manitas, etc. E imaginando, a la vez, una cruz encima de esa pelota a la manera de la que vemos en los orbes presentes en las manos de incontables reyes de la tierra.

Igualmente podemos imaginar a María Santísima prestando atención en descubrir qué plato le gustaba más o rezándole a Él para saber qué comida desearía aquel día. Y el Niño Jesús, aún con dificultad para hablar, balbuceaba una palabra cualquiera cuyo sentido era misteriosamente percibido por Ella: «¿No sabes, Madre mía, que vine a la tierra para sufrir?».

Nadie puede calcular lo que fueron las relaciones entre Nuestra Señora y su divino Hijo durante su infancia, ni los misterios y sublimidades de un Dios aún en edad de jugar. Dicen las Escrituras que, antes de todos los siglos, la Sabiduría eterna también se recreaba con la bola de la tierra (cf. Prov 8, 27-31). Pero entre esto y una pelotita hecha en el taller de Nazaret… ¡Qué diferencia!

La Madre que creé y de la que nací

Ahora bien, si Nuestro Señor se transfiguró ante tres apóstoles en lo alto del monte Tabor, ¿cuántas veces no se habrá transfigurado ante Ella? ¿Y en qué momentos? Durante el sueño, quizá…

¡Cuánto poder, majestad, inocencia y delicadeza debía trasparecer en el Niño Jesús entretanto dormía! Pero a veces, mientras su Madre lo contemplaba, veía trasparecer en Él fugazmente, de repente, no a un niño inusual, ¡sino al propio Dios!

Sabemos, por el Génesis, que antes de descansar «vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno» (Gén 1, 31). Pero nada de lo que hizo era tan sublime como Nuestra Señora. Al verla, el Niño Jesús, en cuanto Creador, charlaba —por así decirlo— con su naturaleza humana y pensaba: «¡Qué hermosa es esta Madre que he hecho y de la que he nacido! ¡Qué alma incomparable!».

Estando entreabierta la puerta de la habitación, la veía rezar iluminada por un candil de llama indecisa; nota que le reza a Él, pero no entra en el cuarto; percibe que está orando también al Padre eterno y al divino Espíritu y, como segunda Persona de la Santísima Trinidad, conoce sus oraciones. Sin embargo, llegaba la hora de llamarla para que llevara a cabo alguna acción concreta y le grita: «¡Mamá!».

Situaciones como esta se multiplicaron casi hasta el infinito. En cierto momento, Nuestro Señor la ve llorando: la Santísima Trinidad, de la cual Él forma parte, le estaría dando aclaraciones sobre su Pasión y Muerte. Nota la docilidad de su Madre y, al mismo tiempo, la espada que traspasa su alma. Se deleita considerando que, por el amor que Ella le tiene a los hombres, también acepta y quiere su muerte. Y al día siguiente, cuando Ella se levanta, percibe en su fisonomía un surco de dolor que le otorga una majestad, gravedad e interioridad verdaderamente indescriptibles.

Podemos imaginar también a la Santísima Virgen teniendo un conocimiento profético de los milagros, enseñanzas y parábolas de su divino Hijo. O viendo su figura que camina en dirección a lo alto de un monte. La Pasión, la Cruz, la Muerte y la gloria de la Resurrección… ¿Quién podría imaginar todo eso adecuadamente? ¡Nadie!

Cuadro del Colegio San Luis

En el Colegio San Luis había un cuadro de la Madre del Buen Consejo colocado en el retablo del altar de la modesta capilla, una sala transformada en oratorio en la cual entré numerosas veces.

Para celebrar el mes de mayo, por ejemplo, todos los alumnos entraban directamente cantando en la capilla en honor de Nuestra Señora. En esas ocasiones, naturalmente yo miraba hacia la imagen y mi atención era solicitada tanto por la Madre de Dios como por el Niño Jesús, pero reflexionando en teoría, conforme la doctrina católica los considera y conforme la mente de un niño puede alcanzar.

El Dr. Plinio durante su peregrinación al santuario de Genazzano en septiembre de 1988

Entonces pensaba: «Aquí está la Madre de Dios, María Santísima, la que me dio aquella gracia en el santuario del Corazón de Jesús. La veo bajo otra advocación, vestida con distinta ropa. ¡Pero es la misma! Le voy a rezar, porque ya he experimentado cuán bondadosa es conmigo y sin eso no me las apaño; al contrario, con su misericordia lo consigo todo. Una oportunidad más de unirme a Ella».

Sabía que el título de aquel cuadro era Mater Boni Consilii, o sea, Madre del Bueno Consejo. Intenté algunas veces rezarle bajo esa advocación, que notaba que era excelente, mas no me decía gran cosa, pues así es la vida de piedad: a menudo algo excelente no nos habla mucho al alma.

Esa distancia se mantuvo hasta que leí un libro sobre Nuestra Señora de Genazzano, poco antes de sufrir aquella crisis de diabetes que tuve y de suceder todo lo que sucedió.1 En ese momento ocurrió algo como cuando un haz de luz, nacido de una lámpara pequeña, pero fuerte, se vuelve intenso. De esa primera visión surgió una devoción que marcó mi vida. 

Extraído, con adaptaciones, de la revista
Dr. Plinio. São Paulo. Año XVIII.
N.º 205 (abr, 2015); pp. 22-25.

 

Notas

1 Cf. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. El don de la sabiduría en la mente, vida y obra de Plinio Corrêa de Oliveira. Città del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2016, v. IV, pp. 237-330.

 

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1 COMENTARIO

  1. La imagen de María y el Niño Jesús expresa para el D. Plinio «un estar juntos y nada más». Nada más y nada menos.
    Este amor en la Madre ya está desde el principio de su relación con el Hijo. Este amarse así me lleva a pensar en la expresión que alcanza un matrimonio con el paso de los años. Ahora bien, lo que para el ser humano es un camino largo de aprendizaje en el amor, en María y Jesús se da desde el principio de su andadura juntos. El hombre y la mujer tienen que dejarse llenar del Espíritu Santo, lentamente, a lo largo de su vida; María y Jesús están llenos de El desde el primer momento.
    Modesto Ventosa Galindo. Valencia (España)

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