¿Somos todos sacerdotes?

Catecismo de la Iglesia Católica

§§ 1591-1592 La Iglesia entera es un pueblo sacerdotal. Por el bautismo, todos los fieles participan del sacerdocio de Cristo. Esta participación se llama «sacerdocio común de los fieles». […] El sacerdocio ministerial difiere esencialmente del sacerdocio común de los fieles porque confiere un poder sagrado para el servicio de los fieles.

 

San Pedro afirma en su primera epístola que los bautizados constituyen «un linaje elegido, un sacerdocio real» (2, 9). Este sacerdocio común a todos los fieles exige que nos consagremos al servicio del Señor y de la Iglesia, ya que nos hace aptos para «ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por medio de Jesucristo» (2, 5). Se trata, pues, de un compromiso de santidad personal y de apostolado, que anuncia al Señor mediante las buenas obras de una vida cristiana coherente, adornada con sacrificios y fortalecida por la frecuentación de los sacramentos.1

Sin embargo, algunos concluyen erróneamente que es insignificante la diferencia entre ese «sacerdocio real» al que hemos sido elevados por las aguas regeneradoras y el sacerdocio ministerial de los presbíteros y obispos.

En el libro del Éxodo el pueblo elegido es llamado «un reino de sacerdotes y una nación santa» (19, 6). No obstante, entre ellos los miembros de la tribu de Leví fueron elegidos sacerdotes en favor de los hombres, «para ofrecer dones y sacrificios por los pecados» (Heb 5, 1b).

De aquellos descendientes de Abrahán según la carne, nosotros los católicos somos los verdaderos y únicos continuadores fieles, como subraya San Pablo: «Hijos de Abrahán son los de la fe» (Gál 3, 7). Y entre los bautizados hay también algunos hombres «escogidos y consagrados por el sacramento del orden, por el cual el Espíritu Santo los hace aptos para actuar como representantes de Cristo-Cabeza».2

El ofrecimiento de «dones y sacrificios» hecho por el sacerdote de la Iglesia Católica no es, por tanto, el resultado de una delegación de los fieles. En la ordenación sacerdotal recibe «un poder que Dios no ha dado a los ángeles ni a los arcángeles»,3 para ser intermediario entre el Señor y su pueblo (cf. Heb 5, 1a). Se trata de un poder inmenso, según San Ambrosio,4 porque el sacerdote hace en nombre de Jesucristo todo lo que Él hacía en su vida terrena.

Ante todo, el sacerdote obra en la santa misa la transubstanciación del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. Ningún hombre es capaz de realizar tan estupendo milagro: «El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia esas palabras, pero su eficacia y su gracia son de Dios»,5 explica San Juan Crisóstomo. Y el catecismo resume: «Es Cristo mismo, sumo sacerdote y eterno de la nueva alianza, quien, por el ministerio de los sacerdotes, ofrece el sacrificio eucarístico».6

Así, como resultado de la multiplicación de las ordenaciones sacerdotales, «en la más pobre iglesia de una aldea, en el momento en el que se celebra la misa, se ofrece a Dios un culto infinitamente superior al que le era ofrecido por el primer hombre inocente en el paraíso terrenal».7 ◊

 

Notas


1 Cf. Concilio Vaticano II. Lumen gentium, n.º 10.

2 CCE 1142.

3 San Juan Crisóstomo. De sacerdotio. L. iii, n.º 5: PG 48, 643.

4 Cf. San Ambrosio. De pænitentæ. L. i, c. 8, n.º 34: PL 16, 476-477.

5 San Juan Crisóstomo. De proditione iudæ. Homilía I, n.º 6: PG 49, 380.

6 CCE 1410.

7 Garrigou-Lagrange, op, Réginald. El Salvador y su amor por nosotros. Madrid: Rialp, 1977, p. 179.

 

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