¿Qué ocurriría si las balas de nuestro guerrero imaginario pudieran dirigirse por su cuenta hacia el blanco? ¿Qué pensamientos poblaría la «mente» de esas curiosas municiones?

Imaginemos una tropa formada por los más adiestrados soldados que la historia bélica haya conocido. En ella encontraríamos hombres de diferentes orígenes y capacidades inigualables: uno tendría el título de mejor tirador, otro sería el más hábil en infiltrarse en las posiciones enemigas, un tercero resultaría invencible en el combate cuerpo a cuerpo…

Todos tendrían en común las cicatrices de la lucha, la fisonomía curtida por el riesgo, por las victorias y, sobre todo, por los fracasos, elementos que forman la personalidad de un verdadero militar. Y por encima del conjunto de esos guerreros, naturalmente, estaría el «mejor entre los mejores», el comandante.

Si nos fuera dado el honor de conversar con cada uno de ellos descubriríamos, sin duda, un universo de tácticas y estrategias aprendidas en el fragor del combate. Diríamos que se trataría de un conjunto indestructible en cualquier campo de batalla al cual fueran convocados, dada la envidiable formación y temple de sus integrantes.

Ahora bien, esos soldados, a pesar de su perfecto entrenamiento, jamás podrían lanzarse a la lucha sin contar con el armamento adecuado. Sería una enorme temeridad si lo hicieran, pues todo militar, por muy adiestrado que esté, necesita armas y municiones para vencer.

A pesar de su perfecto entrenamiento, tan aguerridos soldados jamás podrían lanzarse a la lucha sin contar con el armamento adecuado

Municiones… ¿con voluntad propia?

Imaginemos ahora a un intrépido soldado que, con fusil en mano, mira hacia determinado blanco y dispara con precisión. ¿Qué hace el proyectil al salir del cañón sino obedecer prontamente las órdenes del militar, dirigiéndose sin desviarse al lugar apuntado?

Pero ¿qué ocurriría si, por un absurdo, las balas de este nuestro buen guerrero pensaran y se desplazaran por su cuenta? ¿Qué pensamientos poblarían la «mente» de tales municiones? Podríamos plantearnos varias hipótesis al respecto…

Quizá algunas balas audaces considerarían con entusiasmo, en el momento de ser lanzadas, el honor que podrían obtener si, alcanzado el blanco, logran con su impacto decidir el fin de la batalla. Otras, de temperamento más admirativo, sentirían inmensa alegría al estar al servicio de tan certero tirador, y confiarían ciegamente en su infalible puntería.

Aunque también es posible que cierto género de municiones acabara cuestionando la sabia mira del militar y decidieran desviarse de la ruta trazada por él para acertar en otro blanco «más adecuado», según sus parvos criterios… Otras balas, llenas de miedo e inseguridad, tal vez desistirían en medio del recorrido hacia el objetivo. Otras, aún, pensarían que su meta está demasiado lejos e indefinida y, ya en el mismo momento de asestar el arma, dirían: «Ah, es mejor tirarse al suelo nada más salir del fusil, para no correr el riesgo de quedarse a mitad de camino…».

Qué gran derrota sufriría un soldado que dispusiera de municiones como estas últimas…

¡Somos las armas del ejército celestial!

Esta sencilla metáfora bien puede ser aplicada a la situación de cada hombre en particular.

Desde la expulsión de nuestros primeros padres del paraíso terrenal, la vida humana se volvió una lucha constante (cf. Job 7, 1): los hijos de la luz batallan contra los hijos de las tinieblas, y la raza de la Virgen contra la raza de la serpiente. Se combate no sólo por la conquista de la eternidad feliz, sino también por el triunfo definitivo de Dios en la Historia, es decir, por la instauración de lo que suplicamos con tanta ansia en el padrenuestro: «Venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad, en la tierra como en el Cielo».

Sitio de Roma (1849)
Sitio de Roma (1849)

En esta reñida guerra, nosotros, que vivimos en la tierra, somos la artillería de Dios.

Nuestra Señora, los ángeles y los santos del Cielo, que componen la Iglesia gloriosa, necesitan unirse a nosotros, que somos la Iglesia militante, para hacer triunfar en el tiempo la causa del bien. Y si ellos nos guían en esa gloriosa pelea, debemos ser dóciles instrumentos en sus manos. ¿Cómo?

En primer lugar, ¡siendo vigilantes! Como las «balas» de la metáfora, estamos dotados de razón y voluntad. ¿Cuál es nuestra reacción ante los designios de Dios, frecuentemente manifestados con tanta claridad? ¿Cuántas veces Nuestra Señora o nuestros fieles ángeles de la guarda no esperan que seamos obedientes a los consejos e inspiraciones por ellos susurrados en el fondo de nuestras almas?

Estemos atentos para oírlos y, a la manera de «balas» llenas de fidelidad, obedezcamos sin dudar un instante siquiera. Aunque no entendamos el motivo de las órdenes recibidas o sintamos el deseo de huir a causa de los sacrificios exigidos, la gracia nunca nos faltará. Más tarde o más temprano todo quedará claro a nuestros ojos, si no en esta vida, sin duda en las alegrías de la eternidad.

«Es fuerte el amor como la muerte»

Exactamente así actuaron los santos en su existencia terrena: por la práctica de la virtud de la caridad, se abandonaron en las manos del supremo Tirador. Sabían que la verdadera victoria sólo puede ser conquistada cuando la voluntad humana, con el auxilio de la gracia, se conforma a la de Dios: «Nada se deberá hacer que no sea conforme a sus planes, bajo sus órdenes y a impulsos de su gracia. […] Nosotros hemos nacido para obedecer a sus determinaciones»1.

Si ante esta perspectiva, no obstante, nuestra frágil voluntad se siente debilitada por las miserias y faltas pasadas, no nos dejemos abatir. Hay un supremo remedio para nuestra flaqueza: ¡la caridad!2 «Es fuerte el amor como la muerte; […] sus dardos son dardos de fuego, llamaradas divinas» (Cant 8, 6).

Ante nuestras debilidades y miserias hemos de recordar que el amor es el supremo remedio para la flaqueza humana

De dentro de nuestro nada, sepamos mirar con admiración a aquel que es nuestro Padre amorosísimo, nuestro afectuoso Guía, nuestra Esperanza eterna. Entonces veremos cómo se fija en nosotros con misericordia, y cómo está dispuesto a restaurarnos por completo.

Amémoslo con todo el corazón, y después los ángeles nos llevarán sobre sus alas, los santos nos cogerán de la mano y todos nuestros criterios, voluntades propias e inconformidades serán consumidos por las llamas purísimas de ese amor transformante.

 

Notas

1 LEHODEY. El santo abandono, apud ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología de la perfección cristiana. 6.ª ed. Madrid: BAC, 1988, p. 769.
2 Afirma Lehodey que es propio del amor unir nuestra voluntad a la de Dios. Este grado de conformidad es un ejercicio muy elevado del puro amor y no puede hallarse sino en las almas que viven de él (Ídem, p. 770).
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