Sólo tengo «pecaditos»…, ¿realmente necesito confesarme?

Catecismo de la Iglesia Católica

§ 1458 Sin ser estrictamente necesaria, la confesión de los pecados veniales, sin embargo, se recomienda vivamente por la Iglesia. En efecto, la confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu. Cuando se recibe con frecuencia, mediante este sacramento, el don de la misericordia del Padre, el creyente se ve impulsado a ser él también misericordioso.

 

Fue una iniciativa divina la que nos hizo salir de la nada y entrar a la existencia. Dios sabe bien que llevamos dentro el estigma de la falta de nuestros primeros padres y que también nosotros somos individualmente pecadores. Y por eso el Padre determinó que el Verbo se encarnara y permitió que fuera «entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación» (Rom 4, 25).

Sin embargo, este Dios que nos ha creado sin nosotros, no quiere salvarnos sin nuestra cooperación.1 Nos pide el pequeñito esfuerzo de luchar contra nuestras malas inclinaciones, nuestros defectos, nuestras faltas, y arrepentirnos de ellos, implorando perdón, pues quien confiesa sus faltas y las detesta «alcanza misericordia» (Prov 28, 13).

Como explica San Agustín, «el hombre, durante el tiempo que lleva su carne, no puede menos de tener pecados, aunque sólo sean leves. Mas estos que llamamos leves no los despreciemos. Si no te asustas al pesarlos, horrorízate al contarlos. Muchas cosas leves hacen una grande; muchas gotas forman un río; muchos granos hacen un acervo inmenso. ¿Y qué esperanza queda? Ante todo, la confesión».2

El sacramento de la penitencia perdona todos los pecados, por muy graves o numerosos que sean. No obstante, está muy extendida la idea, totalmente errónea, de que hemos de cometer una falta grave para acercarnos a él. Tal pensamiento es absurdo, porque este sacramento tiene gracias propias, excelentes y valiosas para nuestra santificación, que sólo recibimos cuando hacemos uso de él.

Se trata especialmente de gracias de defensa, de apoyo, de fuerza para combatir el pecado, para resistir durante la tentación, para no sucumbir a causa de la fragilidad humana, en una palabra, para perseverar hacia la santidad. Podemos, sin presunción, exigirle a Dios esas gracias, en virtud de los méritos infinitos de Nuestro Señor Jesucristo. Él quiere que volvamos siempre con alegría a las fuentes de la salvación (cf. Is 12, 3), y la renuncia a ese auxilio divino no puede hacerse sin temeridad.3

Además, la absolución sacramental ayuda a formar un freno en nuestra alma para detener nuestro corazón cuando quiere extraviarse o para reprimir nuestros deseos desordenados. La historia demuestra que donde se suprime o se relaja la confesión, se introducen el libertinaje y la permisividad, pues las personas empiezan a vivir al antojo de sus malas tendencias, acabando por corromper las costumbres.

Aprovechemos esta fuente de gracias que brotó del costado de Jesús abierto por la lanza, aunque nuestra conciencia no nos acuse de ninguna falta grave. ◊

 

Notas


1 Cf. San Agustín. Sermo 169, n.º 13.

2 San Agustín. In Epistolam Ioannis ad Parthos. Tractatus I, n.º 6.

3 Bourdalue, sj, Louis. «Sermon pour le Treizième Dimanche après la Pentecôte. Sur la Confession». In: Œuvres. Paris: Firmin Didot Frères, 1840, t. ii, p. 130.

 

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