Sin la cruz no hay salvación

Santo Tomás de Aquino, único autor cuya doctrina ha asumido la Iglesia Católica como propia (cf. San Pablo VI. Lumen Ecclesiæ, n.º 24), sostiene que el elemento principal de la doctrina cristiana es «la salvación realizada por la cruz» (Super I Epistolam ad Corinthios, c. i, lect. 3).

Jesús mismo preparó a sus discípulos para su pasión redentora (cf. Mt 16, 21), así como sus circunstancias: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna» (Jn 3, 14-15). El Salvador llegó a proclamar que para ser verdaderamente discípulo suyo había que negarse a sí mismo y tomar su cruz cada día (cf. Lc 9, 23). Por lo tanto, todo auténtico cristiano debe ser un «crucífero» o un «cruzado» en su compromiso con la cruz. Por ella todo se consuma (cf. Jn 19, 30), y por ella Cristo atrae a todos hacia sí (cf. Jn 12, 32). La cruz es literalmente crucial.

Sin embargo, ésta causa escándalo. No sólo al sanedrín, sino a los propios Apóstoles, hasta el punto de que Pedro reprendió al divino Maestro por anunciarla (cf. Mt 16, 22). En el umbral del sacrificio del Redentor «todos los discípulos lo abandonaron y huyeron» (Mt 26, 56) y, tras la crucifixión, también se evidencia el desánimo de los discípulos de Emaús, que anhelaban una restauración meramente humana de Israel (cf. Lc 24, 21).

En los primeros tiempos de la Iglesia no faltaron herejías que intentaron enmascarar el papel de la cruz, como el docetismo, según la cual la encarnación de Cristo habría sido sólo una apariencia y el sacrificio del Calvario una mera alegoría, pues, al ser Dios, Jesús no podía sufrir. Los docetas negaban así in radice el sentido del sufrimiento en la vida cristiana.

Parece que muchos católicos aún hoy en día defienden una especie de «docetismo práctico». Como los discípulos, huyen de la cruz, son indiferentes a las acciones del Altísimo en el mundo y viven como si el Señor no hubiera sido crucificado. Conforme la afirmación del Aquinate antes citada, sin la cruz —la de Cristo y la personal—, desaparece también la esencia del cristianismo.

Esa mentalidad errónea se observa en ciertas prácticas religiosas: en un sentimentalismo que endulza la religión y la hace aversa al espíritu de lucha y de cruz; en la superficialidad con la que se buscan excusas para huir de una mayor entrega a Dios y al prójimo; en la pusilanimidad que evita perseguir las cosas de lo alto, donde está el leño que a todos atrae. Tales desviaciones fueron resumidas en una sintética expresión del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira: «herejía blanca», es decir, una herejía descolorida, grosso modo doceta, que conlleva graves consecuencias para la vida del católico.

El secreto, por tanto, está en encontrar el sentido de la vida en la propia cruz, no para soportar el sufrimiento a la manera estoica, sino descubrir en él la gloria que proclama el Apóstol: «En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo» (Gál 6, 14).

La cruz no es fastidiosa, sino dulce, como canta el himno Crux fidelis; es también fuerte y triunfante, porque nos guía hacia la Patria celestial: «El mensaje de la cruz es necedad para los que se pierden; pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios» (1 Cor 1, 18). Así pues, sin la cruz no hay salvación. ◊

 

Vista del campanario de la capilla de Nuestra Señora del Pilar, Ubatuba (Brasil)

 

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