Los tres Reyes Magos no vieron al Niño expulsando a los demonios, ni resucitando a los muertos. Encontraron, por el contrario, a un pequeñín confiado al cuidado de su Madre. Aquel que aún no pronunciaba ni siquiera una palabra, ya enseñaba, así, por el simple hecho de ser visto.
El recuerdo de lo realizado por el Salvador del género humano es de gran utilidad para nosotros, amadísimos, si de este objeto de nuestra fe y de nuestra veneración hacemos el ideal de nuestra imitación.
En la economía de los misterios de Cristo, de hecho, los propios milagros son gracias y estímulos que refuerzan la doctrina, para que sigamos también en el ejemplo de sus obras a aquel que confesamos en espíritu de fe. Pues incluso estos primeros instantes vividos por el Hijo de Dios, nacido de la Virgen, su Madre, nos instruyen para nuestro progreso en la piedad.
Los corazones justos ven que ahí se les muestra en una sola y misma Persona tanto la pequeñez propia de la humanidad como la majestad propia de la divinidad. Aquel que una cuna presenta recién nacido, el Cielo y las huestes celestiales lo proclaman su Creador.
Este niño de cuerpo menudo es el Señor y el Redentor del mundo; aquel a quien ningún límite puede encerrar, se contiene todo entero sobre el regazo de su Madre. Pero en esto está la curación de nuestras heridas y la elevación de nuestra postración, porque si dos realidades tan diversas no se hubieran encontrado para unirse, la naturaleza humana no podría haberse reconciliado con Dios.
La vida de Jesús empezó y terminó en la persecución
Los remedios a nosotros destinados nos han fijado, por tanto, una regla de vida y de lo que era una medicina administrada a los muertos ha surgido una norma para nuestras costumbres.
Y no sin razón cuando los tres Magos fueron conducidos por el resplandor de una nueva estrella para ir a adorar a Jesús, no lo vieron expulsando a los demonios, ni resucitando a los muertos, ni devolviéndoles la vista a los ciegos o la facultad de andar a los cojos o el habla a los mudos, ni realizando ningún otro acto que revelara su poder divino; sino que vieron a un niño callado y tranquilo, confiado al cuidado de su madre.
En Él no aparecía ningún signo de su poder, sino que ofrecía a la vista un gran prodigio: su humildad. Así, la propia contemplación de este santo Niño, el Hijo de Dios, les presentaba a sus miradas una enseñanza que más tarde sería proclamada a sus oídos; y lo que aún no pronunciaba el sonido de su voz, el simple hecho de verlo ya hacía que Él lo enseñara.
Toda la victoria del Salvador, que subyugó al diablo y al mundo, comenzó con la humildad y fue consumada por la humildad. Empezó sus días predestinados en la persecución y los terminó en la persecución. Al Niño no le ha faltado el sufrimiento, ni al que había sido llamado a sufrir le ha faltado la dulzura de la infancia, pues el Unigénito de Dios ha aceptado, por la sola humillación de su majestad, nacer como hombre y ser muerto por los hombres.
Si, pues, por el privilegio de su humildad, Dios omnipotente hizo buena nuestra causa, tan perdida, y si destruyó la muerte y al autor de la muerte, sin rechazar todo lo que sus perseguidores le hicieron sufrir, sino que soportó con suprema mansedumbre y por obediencia a su Padre las crueldades de los que se ensañaban contra Él, ¡cuán humildes y pacientes no hemos de ser nosotros, puesto que si nos viene alguna prueba no la soportamos jamás sin haberla merecido!
Cristo ama la sincera y voluntaria humildad
«¿Quién se gloriará de tener un corazón casto y de estar limpio de pecado?» (Prov 20, 9) Y, como dice San Juan: «Si dijéramos que no tenemos pecado nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estaría con nosotros» (1 Jn 1, 8). Entonces, ¿quién se encontrará tan libre de faltas que la justicia nada tenga de qué reprocharle o la misericordia qué perdonarle?
Así que toda la práctica de la sabiduría cristiana, amadísimos, no consiste ni en la abundancia de palabras, ni en la capacidad de discutir, ni en el apetito de alabanza y gloria, sino en la sincera y voluntaria humildad que Nuestro Señor Jesucristo escogió y enseñó con verdadera fuerza, desde el seno de su Madre hasta el suplicio de la cruz.
Pues un día, cuando sus discípulos disputaban entre sí, como relata el evangelista, «“¿quién es el mayor en el Reino de los Cielos?”, Él llamó a un niño, lo puso en medio y dijo: “En verdad os digo que, si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ese es el más grande en el Reino de los Cielos”» (Mt 18, 1-4).
Cristo ama la infancia, que Él mismo primeramente vivió en su alma y en su cuerpo. Cristo ama la infancia, maestra de humildad, modelo de inocencia, ejemplo de dulzura. Cristo ama la infancia, hacia ella orienta las costumbres de los mayores, hacia ella conduce a la ancianidad. Él atrae a su propio ejemplo a los que eleva al Reino eterno.
Semejantes a niños en la carencia del mal
Pero si queremos ser capaces de comprender perfectamente cómo es posible llegar a una conversión tan admirable y mediante qué transformación hemos de volver al estado de niño, dejemos que San Pablo nos instruya y nos diga: «No seáis niños en vuestros pensamientos, antes bien, comportaos como niños en lo que toca a la maldad» (1 Cor 14, 20).
No se trata, por tanto, de volver a las diversiones de la infancia, ni a los tropiezos de los comienzos, sino tomar una cosa que conviene también a la madurez. A saber, que pasen pronto nuestras agitaciones interiores, que recuperemos rápidamente la paz; que no guardemos rencor por las ofensas recibidas ni codiciemos altos cargos; queramos estar juntos, unidos, y guardemos una igualdad conforme a la naturaleza.
En verdad, es un gran bien no saber causar daño ni tener gusto por el mal, porque inferir y devolver injuria es propio de la astucia de este mundo; por el contrario, no devolver mal por mal (cf. Rom 12, 17) es el espíritu de infancia, todo él lleno de ecuanimidad cristiana.
A esta semejanza con los niños nos invita, amadísimos, el misterio de la fiesta que hoy celebramos; y esta es la forma de humildad que nos enseña el Salvador niño adorado por los Magos. Para mostrar qué gloria prepara a sus imitadores, consagró con el martirio a los niños que vinieron al mundo al mismo tiempo que Él; nacidos en Belén como Cristo, fueron asociados a Él por su edad y su holocausto.
Que los fieles amen, por tanto, la humildad y eviten todo orgullo, que cada cual prefiera a su prójimo a sí mismo y que «nadie busque su propio interés, sino el del otro» (1 Cor 10, 24), de suerte que, cuando todos estén llenos de sentimientos recíprocos de amor, el veneno de la envidia no se hallará en ninguna parte, «porque todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido» (Lc 14, 11). Así lo atestigua Nuestro Señor Jesucristo, que, con el Padre y el Espíritu Santo, vive y reina por los siglos de los siglos. Amén. ◊
SAN LEÓN MAGNO. Sermón VII
sobre la Epifanía del Señor: SC 22, 276-283.
Bellísimo sermón sobre la humildad, virtud tan escasa en los días de hoy, donde el orgullo y la sensualidad campan a sus anchas bajo el comando del demonio, como nos enseña san Ignacio de Loyola en su meditación sobre las dos banderas… Que Nuestra Señora invocada como Abismo de humildad nos obtenga tan valiosa virtud y aplaste con su calcañar purísimo la cabeza orgullosa de la serpiente, como ella misma prometió en Fátima: ¡Por fin mi inmaculado corazón triunfará!