Santa Walburga – Un alma siempre fiel a la voluntad divina

Walburga dejó su patria para dedicarse a la expansión de la Iglesia en otras tierras, y aún hoy continúa reluciendo por sus virtudes y milagros.

No sin razón se le ha llamado con frecuencia a Inglaterra con el apelativo Isla de los santos. De hecho, desde los primeros tiempos de su evangelización, numerosos han sido los santos que nacieron en aquellas regiones septentrionales.

A menudo se destacaron por su ardor misionero, el cual no se limitó a las islas británicas. El Espíritu Santo los condujo a otros rincones de Europa, continente donde la Iglesia echaría profundas raíces.

Santa Waldburgis —más conocida como Walburga— fue una de estas almas: por amor a Cristo, abandonó su país natal y se dedicó a la conversión de los paganos en tierras germánicas.

Nacida en noble y santa cuna

Hija más joven de San Ricardo, rey de Sajonia, y de Winna, hermana de San Bonifacio, nació en el 710, en Inglaterra. Tuvo dos hermanos: Willibaldo y Winebaldo, ambos también canonizados por la Iglesia.

Vitrales con escenas de la vida de la santa: sus familiares marchan de peregrinación – Monasterio de Santa Emma, Greensburg (Estados Unidos)

Su infancia transcurrió en la próspera casa paterna, donde recibió una esmerada educación, hasta el momento en que su familia marchó de peregrinación a Italia y a Tierra Santa. Walburga fue confiada al cuidado de las monjas de la abadía de Winburn, de Dorsetshire.

El viaje de sus padres tan sólo fue un pretexto de la Providencia para que la niña abriera sus ojos a la vocación religiosa ya desde temprana edad. Habiendo vivido varios años en Winburn, aprendió allí diversos oficios manuales y recibió clases de latín, idioma que usó más tarde para escribir la historia de sus santos hermanos. Sin embargo, su principal ocupación en la vida comunitaria consistía en cantar las glorias de Dios y dedicarse a la oración, para lo cual contribuía mucho su agudo espíritu contemplativo.

Formada en la escuela de la santidad

Walburga había heredado de sus padres el temperamento propio a una noble doncella. Su corazón afectuoso, rebosante de simpatía y bondad, hacía agradable estar cerca de ella. Era inclinada a compadecerse de las debilidades ajenas y se valía de la amabilidad como medio para auxiliar al prójimo.

Entrada en el monasterio de Winburn

No obstante, tales cualidades podrían fácilmente distorsionarse en el contacto con el mundo, transformándose en capricho e indulgencia hacia el mal, al ignorar sus peligros y asechanzas. Almas así, si no son corregidas, se impacientan con las reprensiones y se afligen con las pequeñas cruces y adversidades del día a día.

La vida conventual, sin embargo, le proporcionaba todos los elementos necesarios para la recta formación de su carácter, dándole fuerza y consistencia, y supo aprovecharlos durante los veintiocho años que estuvo bajo la disciplina monástica. Las correcciones y las pruebas interiores, la oración y el silencio, el peso de la rutina y la estabilidad a la que se había acostumbrado en esos largos años forjaron su espíritu para la misión a la que sería convocada en tierras lejanas.

Su profesión religiosa

Los vientos y las aguas oyeron su voz

Por esa época, San Bonifacio, su tío, trabajaba incansablemente en la evangelización de la actual Alemania. Se había dado cuenta él de cuán preciosos frutos podría dar esta tierra a la Santa Iglesia y decidió pedirle a la superiora del monasterio de Winburn que enviara algunas religiosas para ayudarlo en el apostolado. Fueron designadas Walburga, Leoba, Tecla y otras treinta monjas más.

Cuenta la Historia que nada más salir del puerto se desató una terrible tormenta. Se presagiaba sin duda el naufragio y el pánico se apoderó de todos, e incluso los más experimentados marineros creían que no lograrían escapar con vida.

Durante la tormenta en el mar

Walburga, no obstante, se puso a rezar e inmediatamente después ordenó a los elementos de la naturaleza que se calmaran. «Los vientos y las aguas oyeron la voz de Dios, que hablaba por medio de su sierva, y obedecieron; y sobrevino una milagrosa quietud, como si la paz y la mansedumbre que moraban en su interior hubiesen sido derramadas como aceite sobre el mar».1 Gracias a este milagro, consiguieron llegar al continente en poco tiempo.

Abadesa en Heidenheim

Las religiosas fueron recibidas con alegría por el arzobispo San Bonifacio y por San Willibaldo, hermano de Walburga y obispo de Eichstätt, que escucharon con admiración el prodigio acontecido durante el viaje.

Cumplía que se iniciara la misión a la cual habían sido llamadas. A Santa Tecla y a Santa Leoba les cupo el gobierno de monasterios en otras partes de Alemania, mientras que Walburga permaneció en la comunidad recién fundada en Heidenheim, donde existían casas separadas para las ramas masculina y femenina. Allí su otro hermano, San Winebaldo, era el abad de los monjes, y ella sería la superiora de las religiosas. Era el año 752.

Siendo recibida por sus hermanos

La evangelización de Heidenheim supuso mucho trabajo. Los nativos veían con desconfianza a ese nuevo ejército de hombres que, con hacha en mano, talaban árboles a los que consideraban sagrados. No obstante, tan pronto como percibieron los beneficios que aportaban las enseñanzas y las técnicas agrícolas de los religiosos, acabaron teniéndoles verdadera admiración. Poco a poco, los monasterios se fueron llenando de germanos convertidos, y los nobles de la región, en apoyo a la labor de estos siervos de Dios, les proporcionaron más y más tierras.

En torno al año 761, Winebaldo, ya debilitado por la edad y por la enfermedad, entregó su alma a Dios. Con su fallecimiento, los monjes se quedaron sin abad. Así pues, el obispo Willibaldo nombró a Walburga superiora también de los religiosos.

Bondad materna y maestra eximia

Walburga vivió aún dieciséis años después de la muerte de su amado hermano. Si el cuidado de las religiosas ya le había hecho digna del afecto de sus subalternas por la dedicación, la ternura y el espíritu de sacrificio que mostraba, la dirección de los religiosos no hizo más que acrisolar su santidad. Era considerada una madre por todos.

Cuidando a un enfermo

Pocos datos bibliográficos nos han llegado de esos años, pero algunos milagros que realizó datan de esa época.

En una ocasión, ya avanzada la noche, se dirigió a la casa de un importante noble de la región, cuya hija pequeña agonizaba. La abadesa permaneció a distancia de la entrada de la residencia, envuelta en sombras, sin identificarse. El noble era cazador y tenía feroces perros que, hambrientos, amenazaban a la misteriosa visitante. Temiendo que le ocurriera algo, le preguntó en voz alta quién era y qué quería. Recibió como respuesta que no debía tener miedo, porque los perros no tocarían a Walburga. Aquel que la había traído sana y salva hasta allí, la llevaría de vuelta a casa.

Al escuchar el nombre de la abadesa, el noble sintió reavivarse su esperanza con respecto a su hija y la invitó a entrar. Walburga se arrodilló y permaneció en oración junto al lecho de la niña en agonía durante toda la noche. A la mañana siguiente, la muchacha despertó enteramente bien dispuesta. Dios le había devuelto la salud, gracias a la intercesión de la religiosa. Llena de gratitud y asombrada por ese gran milagro, la familia le ofreció valiosos regalos, los cuales rechazó, y regresó a pie al monasterio.

Finalmente, habiendo sido una madre y una hermana en la fe para todos sus subordinados, sobre los que ejerció suave autoridad, entró en la morada celestial alrededor del año 777. San Willibaldo enterró su cuerpo en el propio monasterio, junto al de Winebaldo.

Sorpresa al trasladar sus reliquias

San Willibaldo y Santa Walburga, de Lucas Cranach el Viejo – Neue Residenz, Bamberg (Alemania)

Aproximadamente sesenta años después de su muerte, el monasterio de Heidenheim estaba muy deteriorado y necesitaba reparaciones. Otgar, por entonces obispo de Eichstätt, decidió emprender una reforma. Durante los trabajos, no obstante, la sepultura donde yacía el cuerpo de la abadesa fue pisoteada y profanada, por falta de cuidado de los obreros.

Esa misma noche, se le apareció en una visión al prelado y le preguntó severamente por qué había sido deshonrada su tumba. «Ten por seguro que recibirás una señal de que no has actuado bien conmigo, ni con la casa de Dios»,2 le advirtió.

Al amanecer, un monje de Heidenheim llevó la noticia de que una parte del techo restaurado se había derrumbado. Al ver que la amenaza se había cumplido, el obispo reunió al clero local, se dirigió a la sepultura de la santa y allí realizó una ceremonia de reparación. Después trasladó en solemne procesión, al toque de campanas y el son de cantos, las reliquias de Walburga a Eichstätt, ciudad de Baviera donde reposan hasta hoy.

Al tratar los huesos de la preclara abadesa, se llevaron una enorme sorpresa: estaban humedecidos por un perfumado y purísimo aceite. Los sacerdotes recogieron una pequeña porción del precioso líquido y decidieron llevarlo en procesión hasta la ciudad de Monheim, donde había un monasterio. A partir de entonces, los milagros se sucedieron. Ya durante el trayecto, un niño epiléptico se acercó a las andas que llevaban el aceite y se curó. Un dulce y agradabilísimo olor emanó inmediatamente, demostrando la autenticidad sobrenatural de lo sucedido.

En Eichstätt, el monasterio que recibió sus reliquias pasó a llamarse abadía de Santa Walburga, convirtiéndose en un lugar de frecuentes peregrinaciones. En el 870, el papa Adriano II la canonizó solemnemente.

El aceite de Santa Walburga

Desde el día en que los restos mortales de la abadesa fueron trasladados al monasterio de Eichstätt, el denominado aceite de Santa Walburga exuda de ellos en períodos regulares, normalmente en la fiesta de San Marcos y en la conmemoración del traslado de su cuerpo, el 25 de febrero. Pequeñas gotas del milagroso líquido brotan de un orificio hecho en la tumba para canalizar su destilación, que se recogen en un frasco de plata y después se distribuyen entre los fieles.

También hay relatos de que si es usado por alguien con irreverencia o tratado irrespetuosamente, el aceite se evapora. Además, cuando no se coloca ningún recipiente de inmediato a fin de recoger el líquido, las gotas permanecen colgando, como las uvas en un racimo o la miel en un panal, negándose a escurrir.

Sepulcro de Santa Walburga en el monasterio de Heidenheim (Alemania)

Pero los prodigios no se restringieron a los años posteriores a la muerte de Santa Walburga y al traslado de su cuerpo. Se cuenta que en el siglo XIX, después de haber usado con fe y devoción el santo aceite, un habitante de Eichstätt, llamado Müller, recuperó la vista que había estado a punto de perder. Lleno de gratitud, tras su curación el hombre no permitía que ningún ciego pasara por su puerta sin que fuera favorecido con alguna limosna.

Todavía hoy reluce por el brillo de sus virtudes

Tal vez uno de los más bellos aspectos de la Iglesia sea la variedad de santos, como afirma San Pablo: «Él ha constituido a unos, apóstoles, a otros, profetas, a otros, evangelistas, a otros, pastores y doctores, para el perfeccionamiento de los santos, en función de su ministerio, y para la edificación del cuerpo de Cristo» (Ef 4, 11-12).

Desde la clausura de un monasterio, Santa Walburga fue capaz de marcar la Historia de la Iglesia, adornando con nobles virtudes la vida religiosa, atrayendo a las almas a la santidad y contribuyendo a arrancar del paganismo y de la barbarie al pueblo germánico. Su vida, transcurrida quizá en aparente normalidad, fue ciertamente seguida con atención por María Santísima y por los ángeles. Cada acto de correspondencia a la gracia significaba un avance de la Iglesia en la victoria contra el mal en aquellas tierras y un nuevo esplendor para la civilización que allí germinaría. Y aún hoy, la santa abadesa continúa asistiendo, auxiliando y curando a quien a ella recurre con fe y devoción.

De esta forma, Santa Walburga nos enseña que para alcanzar la santidad no son necesarias grandes hazañas, sino una entera conformidad con la voluntad divina. Pidámosle que interceda por nosotros ante la Virgen y el trono de la Santísima Trinidad para que cumplamos plenamente la vocación a la cual hemos sido llamados. 

 

Notas


1 SAN JOHN HENRY NEWMAN. The Family of St. Richard, the Saxon. London: Gilbert and Rivington, 1844, p. 82.

2 Ídem, pp. 90-91.

 

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