A sus notorias virtudes, Lidia sumó un cuidadoso apagamiento de sí misma. Poco se conoce de su historia, pero su fidelidad al llamado de Dios marcó el florecimiento de la Iglesia en Filipos y en todo el suelo europeo.
A medida que seguimos la narración de la vida pública de Jesús va llamándonos la atención algunas figuras femeninas que aparecen en ella, como la suegra de San Pedro, que nada más fue curada de la fiebre se puso a servir al Salvador (cf. Mt 8, 14-15); o la cananea, que imploró la paz para su hija posesa y cuya profunda fe conmovió al propio Dios humanado (cf. Mt 15, 21-28); o incluso la hemorroísa, la cual confió a tal punto en el poder del divino Maestro que logró verse libre de su enfermedad simplemente con tocarle sus sagradas vestiduras (cf. Mc 5, 25-29). ¿Y qué decir de la samaritana a quien Jesús le ofreció agua viva? No contenta con haber encontrado la salvación para sí, se apresuró en llevar la Buena Nueva a todos los de su ciudad (cf. Jn 4, 7-42).
Tampoco podríamos dejar de considerar a aquellas que acompañaban al Señor más de cerca en su misión evangelizadora para servirle en todo (cf. Lc 8, 1-3). Influenciadas ciertamente por el ejemplo supremo y perfectísimo de la Santísima Virgen, Madre y Sustento de la Iglesia, las Santas Mujeres son un precioso modelo de dedicación y amor abrasado al Cordero Divino. Venciendo su frágil naturaleza, lo acompañaron hasta el Calvario y, más tarde, proclamaron convencidas su victoriosa Resurrección.
En la estela de esas damas que brillaron por su virtud en la Iglesia naciente encontramos, aún en el siglo I, un alma de la cual poco se habla. La liturgia, no obstante, narra en breves trazos su historia durante el Tiempo Pascual, con el fin de resaltar discretamente su vínculo con la predicación de la Palabra.
Para que entendamos mejor el papel que estaba llamada a desempeñar, hagamos un viaje. Subamos con Pablo, Lucas, Timoteo y Silas al barco que en este momento está saliendo del puerto de Tróade.
Viaje a Macedonia
Inicialmente, el Apóstol de las gentes deseaba evangelizar Bitinia; sin embargo, el Espíritu de Jesús se lo impidió. Cierta noche, habiendo bajado a Tróade, un macedonio le suplicó en sueños que fuera en su auxilio. Al reconocer en ese hecho un designio divino superior, San Pablo y sus tres compañeros se pusieron en camino —¡junto con nosotros!
Tras pasar por Samotracia, arribamos a Neápolis y, por fin, llegamos a Filipos, principal urbe de aquella región de Macedonia, donde nuestro grupo permaneció unos días… (cf. Hch 16, 6-12).
La ciudad había sido fundada por los tracios en el siglo IV a. C. Originalmente se llamaba Krénides, vocablo que significa fuente y al parecer muy simbólico, pues de allí —primer territorio europeo evangelizado— brotarían abundantes gracias que impulsarían la vida de la Iglesia en esa región. En el 360 a. C. Filipo II de Macedonia la reconstruyó y la eligió como residencia; a él debe su nombre. En el 31 a. C. Filipos fue elevada a la categoría de colonia romana.1
Pero cualquier hecho notable que esa ciudad hubiera presenciado a lo largo de la Historia pierde su brillo en comparación con lo que ahora está pasando: «[En ella desembarcan] los anunciadores de una nueva libertad, heraldos de otro conquistador del universo, que sin espada harían más por la liberación del mundo que todos los paladines de la libertad juntos».2
Primeros frutos de su apostolado
Un sábado, durante nuestra estancia en Filipos, salimos de la ciudad y nos dirigimos a un sitio junto al histórico río Gangas, adonde nos parecía que había un lugar de oración. Allí se encontraban reunidas unas mujeres (cf. Hch 16, 13), las cuales «no poseían gran ciencia, es verdad, pero las animaba una viva inquietud religiosa y a quien la posee Dios la lleva más lejos. En la presencia de estas buenas mujeres Pablo podía dar libre curso a su corazón».3
Entre esas piadosas almas, una nos llama especialmente la atención: Lidia, una vendedora de púrpura de la ciudad de Tiatira, que escucha atenta. El Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que Pablo decía y por eso le pide que la bautizara con toda su familia (cf. Hch 16, 14-15).
En medio de nuestro apostolado, Lidia se destaca por la impresionante rapidez y profundidad de su conversión. Y, no contenta con eso, nos hace esta petición: «Si estáis convencidos de que creo en el Señor, venid a hospedaros en mi casa» (Hch 16, 15). Ante una oferta tan conmovedora nos vimos empujados, evidentemente, a aceptarla…
Concluyamos aquí nuestro inusual viaje y permanezcamos hospedados con nuestra neófita. Así podremos analizar en profundidad su piadosa figura.
Desapegada de los bienes del mundo
Tiatira estaba situada en el territorio de Lidia, en Asia Menor. Probablemente, nuestro personaje, al ser una extranjera en Filipos, fuera conocida como la «lidia», es decir, el gentilicio del lugar de donde procedía.
Su tierra natal se distinguía desde hacía mucho tiempo por el comercio de la púrpura. Este pigmento era, sin duda, el más caro de la Antigüedad. ¡Y con razón! Para obtenerlo era necesario reunir miles de moluscos del género Murex, que se encontraban en las costas del Mediterráneo. Las glándulas de estos animales segregaban un fluido blanco que al ser expuesto al sol iba adquiriendo poco a poco el color rojo purpureo. Sin embargo, sólo podemos tener una noción clara de cuán arduo resultaba ese trabajo si consideramos ¡que se precisaban de diez mil moluscos para extraer un gramo de pigmento!… Quizá por tal motivo únicamente los emperadores, reyes y altos dignatarios llevaban vestidos teñidos con dicha sustancia, lo cual convertía su venta el algo muy lucrativo.
No obstante, esta rica dama vivía desapegada de las cosas del mundo. La Sagrada Escritura dice de ella que era «temerosa del Señor» —que adoraba al verdadero Dios— (cf. Hch 16, 14). «Lidia poseía una de esas almas tan naturalmente cristianas que, habiendo oído hablar de Jesús, enseguida lo reconoció como el Camino, la Verdad y la Vida».4
Un alma dotada de preciosas cualidades
Igualmente impresiona que Lidia no se guardó la alegría de la conversión nada más que para ella, sino que de inmediato quiso conquistar para Cristo a sus más cercanos. Josef Holzner así describe esa decisión suya: «Era una mujer prudente y reflexiva. Una hábil mujer de negocios sabe examinarlo todo con ponderación. Pero en este caso no dudó ni reflexionó un instante. Con una rapidez extraordinaria decide recibir el Bautismo. […] Mujer de negocios resoluta y firme, dotada de una vigorosa voz de ama de casa, habituada al mando, Lidia pronto llevó el Bautismo a todos los criados de su casa. Más aún, dada su desbordante capacidad de acción, es natural que actuara no solamente en Filipos, sino también en su tierra natal, Tiatira».5
Otra cualidad poco corriente de la que dio muestras nuestra comerciante de púrpura fue su generosidad en tratar de darle lo mejor a los enviados del Señor. Su acomodada residencia sería en adelante el lugar de descanso para los misioneros y la comunidad donde se reunirían los cristianos de la región para la celebración de los santos misterios. De este modo, la casa de Lidia se convertiría en la primera iglesia en Europa.6
San Pablo no solía aceptar fácilmente donaciones (cf. 2 Cor 11, 9; 1 Tes 2, 9; 2 Tes 3, 8), las cuales podrían convertirlo en blanco de calumnias, como la de que «evangelizaba» para lucrarse… Aunque, como narran los Hechos de los Apóstoles, Lidia «los obligó» a que aceptaran su ofrecimiento (cf. Hch 16, 15), lo cual manifiesta su notable personalidad y fuerza de voluntad.
San Juan Crisóstomo expresa su admiración por esta santa mujer con las siguientes palabras: «Ved la prudencia de Lidia, ¡cómo insiste con los Apóstoles! ¡Con qué humildad y sabiduría les habla: “Si estáis convencidos de que creo en el Señor”! Nada podría ser más eficaz para persuadirlos. ¿Quién no se enternecería con esas palabras? Más que suplicarles y dejar al arbitrio de los Apóstoles el ir o no a su casa, los obliga con sus palabras: “Nos obligó”. Ved cómo enseguida ella da fruto y cómo la vocación le parece un bien inapreciable».7
El aprecio de San Pablo a los filipenses
Las Escrituras no especifican cuántos días estuvieron en Filipos. Sin embargo, se sabe que San Pablo conservó un gran aprecio por los fieles de aquella región. A pesar de las persecuciones que allí sufrieron (cf. Hch 16, 16-40), el amor que los filipenses tenían a Dios marcó profundamente el alma del Apóstol, como él mismo lo demuestra en su carta: «Esto que siento por vosotros está plenamente justificado: os llevo en el corazón, porque tanto en la prisión como en mi defensa y prueba del Evangelio, todos compartís mi gracia. Testigo me es Dios del amor entrañable con que os quiero, en Cristo Jesús» (Flp 1, 7-8). Más adelante, todavía les llama «hermanos míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona» (Flp 4, 1).
Tras la marcha de Pablo, los filipenses permanecieron unidos en espíritu a aquel que los había engendrado en Cristo Jesús (cf. 1 Cor 4, 15). Hasta tal punto que, tiempo después, al tomar conocimiento de los apuros que sufría su querido padre espiritual en sus osadías misioneras, le mandaron todo lo necesario e incluso lo superfluo (cf. Flp 4, 16-18). No sería extraño que muchas de esas dádivas provinieran de las manos de su fiel discípula Lidia…
El valor de un «sí» a la voluntad de Dios
En el Cuerpo Místico de Cristo, cuando un miembro es fiel a la gracia, todos los demás son beneficiados con él; cuando, por el contrario, alguien es infiel, todo el conjunto se ve perjudicado. Cada alma tiene un «peso» específico en esa comunión, según los designios que Dios le ha reservado.
¿Cuál habrá sido, pues, el «valor» de Lidia, la primera convertida en suelo europeo? Se trata de un enigma difícil de descifrar… Sobre todo, porque a sus notorias virtudes supo sumar un cuidadoso apagamiento de sí misma.
Poco se conoce de su historia, pero es seguro que, a ejemplo de la Santísima Virgen (cf. Lc 1, 38), dio su pronto y generoso «fiat» a la voluntad de Dios, cooperando así en la difusión del Evangelio. A Lidia bien se le podrían aplicar las palabras dirigidas, en el Apocalipsis, al ángel de la Iglesia de Tiatira: «Conozco tus obras, tu amor, tu fe, tu servicio, tu perseverancia» (2, 19).
Al final de su vida, su alma debe haber subido hasta la presencia de Dios como una oferta de suave olor. Y no parece exagerado pensar que, con su correspondencia, colaboró poderosamente a que la Santa Iglesia se estableciera en todo el continente europeo.
Incluida en el rol de los santos
Aunque nos falten informaciones con respecto a cómo se estableció el culto a Santa Lidia, las señales de su santidad se encuentran bien prenunciadas en su rápida respuesta a la invitación de la gracia. Únicamente se sabe que fue el cardenal César Baronio, encargado por el Papa Gregorio XIII de la revisión del Martirologio Romano en el siglo XVI, quien la introdujo en el catálogo de los santos.8
Considerada patrona de los comerciantes, podemos también invocarla si queremos que el Señor abra nuestros corazones, como hizo con el suyo, y nos vuelva fervorosos receptáculos de sus gracias y de sus designios. ◊
Notas
1 Cf. MARTÍNEZ PUCHE, OP, José A. (Dir.). Nuevo Año Cristiano. 3.ª ed. Madrid: Edibesa, 2002, v. VIII, p. 78.
2 HOLZNER, Josef. Paulo de Tarso. Lisboa: Aster, 1958, p. 200.
3 Ídem, p. 201.
4 Ídem, ibídem.
5 Ídem, p. 202.
6 Cf. SGARBOSSA, Mario; GIOVANNINI, Luigi. Um Santo para cada dia. 13.ª ed. São Paulo: Paulus, 2006, p. 231.
7 SAN JUAN CRISÓSTOMO. In Acta Apostolorum. Homilía XXXV: PG 59, 253.
8 Cf. LEITE, SJ, José (Org.). Santos de cada dia. 3.ª ed. Braga: Apostolado da Oração, 1994, v. II, p. 501.