Desde la eternidad, Santa Juana de Chantal continúa la misión iniciada en esta tierra junto con San Francisco de Sales: impedir que se deshagan los lazos de amor que unen a las almas elegidas con el Cielo.
En la iglesia del monasterio de Annecy entra la antigua baronesa de Chantal, pero no revestida ya de los adornos de otrora, sino adornada de las virtudes que la distinguen en el gobierno de la Orden de la Visitación. Y se acerca al féretro donde se encuentra San Francisco de Sales.
Lamentablemente —o quizá, providencialmente— esta fiel discípula no había tenido la oportunidad de verlo en el momento de su muerte, de oír un consejo que pudiera transmitir a sus hijas espirituales, de recibir una última mirada del guía que la dejaba para siempre… Estos dos grandes santos que, juntos, marcaron la Historia con su piadosa confraternidad, se separaron sin despedidas. ¿Por qué? Para purificar su afecto en el fuego de la confianza y hacerlo semejante al sublime amor que envuelve a la Trinidad Beatísima.
Arrodillada ante el cuerpo inerte del obispo de Ginebra, Santa Juana suspira en su interior por un postrer gesto de paternidad. En determinado momento, le coge reverentemente la mano y la pone sobre su cabeza y, para sorpresa y asombro de las religiosas que asisten a la escena, él restituye inmediatamente esa manifestación de estima con la dulzura que tanto lo había caracterizado en vida, ¡acariciándola durante prolongados instantes!
Este hecho milagroso —que algunos afirman que ocurrió antes del entierro de San Francisco de Sales, en enero de 1623, y otros lo sitúan en agosto de 1632, cuando fueron exhumados los restos del santo prelado y lo encontraron incorrupto—, ilustra la intensidad del amor que unió a los dos santos en la tierra, hasta el punto de sobrepasar los límites de la eternidad.
Una niña de espíritu fuerte y vivaz
Jeanne-Françoise Frémyot de Chantal nació en Dijon, el 23 de enero de 1572, durante el pontificado de San Pío V. Su padre era el magistrado Bénigne Frémyot y su madre Marguerite de Berbisey, la cual falleció cuando la niña tan sólo tenía dieciocho meses de edad, dejando a sus tres hijos bajo la tutela de su esposo.
Pocas horas después de venir al mundo, la pequeña recibió el Bautismo con el nombre de Juana, en honor del bienaventurado conmemorado aquel día, San Juan el Limosnero. Años más tarde, al ser ungida con el santo óleo del Crisma, le fue dado el nombre de Francisca, en homenaje al dulce Poverello de Asís.
A diferencia de su hermana Margarita, dos años mayor que ella, Juana era una niña muy vivaz. Cuando su padre creía que estaba atareada en los quehaceres cotidianos en compañía de su institutriz, se la podía sorprender corriendo por el establo tras las gallinas, mientras Andrés, su hermanito de 3 años, lloraba asustado, al sentirse indefenso ante las travesuras de Juana.
A la primogénita le gustaba la costura, el bordado, la música; a Andrés la lectura. Juana prefería montar a caballo y hacerle preguntas a su padre, atrapándolo en filiales discusiones. Sus parientes llegaban a comentar la falta de femineidad que notaban en ella, pensando que eso era debido a la ausencia de su madre. Sin embargo, su padre intuía algo más profundo en esa manera de ser de su hija y por eso la defendía y resaltaba la fortaleza de espíritu que dejaba traslucir en los pequeños gestos del día a día.
Su modestia, por ejemplo, destacaba cuando estaba entre las niñas de su edad. A su humildad se unían una pureza y una vigilancia combativas, que le provocan horror a todo lo que pudiera distanciarla de Dios, sobre todo la gente de índole malvada. Tenía tal aversión a los herejes que, al cogerla en brazos para llevarla, ¡empezaba a gritar hasta que la soltaban!
«Así se quemarán en el Infierno…»
Entre los episodios que marcaron su infancia, hay uno que llama especialmente la atención por revelar cómo sus actitudes exteriores eran reflejo de una inocencia que no condescendía para nada con el mal.
Cierto día, cuando tenía 5 años, su padre se encontraba en casa discutiendo con un pastor calvinista, el cual negaba explícitamente la presencia real de Jesús en la Eucaristía. Al oír eso, la niña —que escuchaba la conversación a distancia— le contestó al hereje sin ningún respeto humano y con la determinación de un predicador: «El Señor Jesucristo está presente en el Santísimo Sacramento, porque Él mismo lo dijo. Si pretendéis no aceptar lo que Él ha hablado, hacéis de Él un mentiroso».
Tratando de ganarse la confianza de la pequeña, el calvinista le dio unas peladillas. Pero Juana los tiró inmediatamente a la lumbre afirmando: «Así se quemarán en el Infierno los herejes que no crean lo que Jesucristo ha dicho»1.
«Virtus vulnere virescit»
Durante los años de la adolescencia, la áurea inocencia de Juana recibió la coloración rubra de la prueba, cuando presenció la devastación resultante de las guerras de religión en su patria. Iglesias destruidas, cruces tiradas por las calles. No pocas veces la joven dejó trasparecer lo mucho que sufría al contemplar ese escenario, y derramaba discretas lágrimas.
Cuando Bénigne percibió que ya había llegado el momento de que su hija formara una familia, le propuso a Christophe de Rabutin, barón de Chantal, pues pensaba que sería un buen partido para ella. La joven asintió con serenidad porque confiaba en el discernimiento paterno.
«Virtus vulnere virescit», la virtud reverdece con las heridas. Este lema, divisa del escudo de armas del barón de Chantal, alcanzaría quizá su máxima expresividad cuando los lazos del matrimonio unieron a Juana a esa noble familia.
El matrimonio tuvo cuatro hijos, pero, cuando aún eran pequeños, concluyó con una dolorosa experiencia: un tiro le alcanzó accidentalmente a Christophe durante una cacería y falleció unos días después. Juana enfrentó con virilidad y paz de alma esta dura adversidad, que la dejó viuda con 28 años.
Afecto materno y castidad de corazón
No tardó mucho en decidirse por no casarse nuevamente, a semejanza de la fuerte Judit, elogiada así en la Sagrada Escritura: «A su valor juntaba la castidad; de suerte que después que falleció su marido Manases, no conoció otro varón en toda su vida» (Jdt 16, 22 [26, Vulg.]). Entonces hizo voto de castidad, tomando a Nuestro Señor Jesucristo como Esposo.
Juana se deshizo de numerosas pertenencias y donó gran parte de su fortuna a los pobres, comenzando a vivir dentro de su castillo casi como una religiosa. En lugar de participar en las fiestas sociales que su noble condición le ofrecía, ocupaba el tiempo cuidando de sus hijos y deshaciéndose en atenciones para con sus criados y los campesinos. Todos los placeres que ocupaban lo cotidiano de una dama francesa de principios del siglo XVII fueron rechazados por ella y sustituidos por la oración y la práctica de la caridad.
La belleza física de la joven viuda ya no era resaltada con ornatos y joyas, sino con el afecto materno unido a la castidad de corazón. Su semblante se había convertido en un espejo límpido de su interior. No obstante, para prueba suya, eso movió el celo paterno en busca de otro pretendiente.
Desde toda la eternidad, sin embargo, la Providencia le había reservado a Juana de Chantal un par muy diferente al imaginado por Bénigne. No era en la corte donde lo encontraría, sino en el púlpito… Su padre no supo entender los anhelos de su hija, que fielmente se dejaba guiar por el soplo del Espíritu Santo.
Unidos por un vínculo sobrenatural
En cierta ocasión, cuando regresaba de casa de una amiga, Juana tuvo una visión mística. Se le apareció la figura de un clérigo que vestía sotana negra, sobrepelliz blanca y en la cabeza una birreta, como si fuera a subir al púlpito para predicar. La escena permaneció en su mente hasta que llegó al castillo, mientras en su interior escuchaba: «Este es el hombre amado por Dios y, entre los hombres, aquel en cuyas manos debes depositar tu conciencia»2. A continuación, la visión se deshizo, pero fue suficiente como para llenarle el alma con una suave alegría.
Poco tiempo después se confirmaba la premonición: aquel mismo eclesiástico contemplado por ella aparecía en el púlpito de Dijon. Se trataba del obispo de Ginebra, Francisco de Sales, que había ido a predicar durante la Cuaresma. La baronesa estaba en primera fila, bien delante del santo. Sus palabras resonaban en lo más hondo de su alma, mientras una certeza la llevaba a repetir interiormente: «¡Es él, es él!».
Unos días más tarde, San Francisco fue al encuentro de Andrés Frémyot, arzobispo de Bourges y hermano de Juana, para preguntarle sobre la distinguida señora vestida de luto que escuchaba el sermón con tanta atención, siempre en el mismo sitio. El prelado le respondió que era su hermana, quien estaba ansiosa por conocer de cerca al insigne predicador. Así se iniciaba la purísima convivencia entre Juana de Chantal y Francisco de Sales, y que condujo a esas dos almas tan distintas, pero tan unidas en el plano sobrenatural, a fundar juntas la Orden de las Hijas de la Visitación de Santa María.
Nueva forma de convivencia entre los hijos de la luz
La santa amistad que entonces se estableció entre ambos nos remite a las sublimidades de la unión existente entre los santos del Cielo, toda ella hecha de afecto purísimo y caluroso. Así escribía San Francisco de Sales a Santa Juana, en una nota: «Al parecer, ha sido Dios quien me ha dado a vos. Cada vez estoy más convencido de ello. De momento, todo lo que os puedo decir es: encomendadme a vuestro ángel de la guarda»3.
Más adelante, ponderó en otra misiva los preciosos quilates de esa relación espiritual: «Esta amistad es más blanca que la nieve, más pura que el sol; por eso no le llevé las riendas… sino que la dejé correr a voluntad»4.
San Francisco de Sales «se sentía de tal forma unido a su correspondiente que hizo desaparecer de su lengua todas las palabras que indicaran cualquier distinción. Llegaba a hablar de “nuestro corazón”, que él veía y percibía como “siendo único”. Sólo “aquel que es la unidad por esencia” puede “fundir tan perfectamente dos espíritus, de tal forma que ya no eran sino un solo espíritu, indivisible, inseparable”. El tono de su correspondencia corría a menudo el riesgo de causar sorpresa. Por ejemplo, las afectuosas buenas noches que le deseaba: “Buenas noches, mi queridísima hija, pero un millón de buenas noches. Conservaos así, siempre dulce, y tomad el descanso requerido por nuestro cuerpo”»5.
Más que un noble sentimiento, el amor entre ambos reflejaba una nueva forma de convivencia entre los hijos de la luz, por la cual la gracia que habita en el alma de uno se comunica al alma del otro y conduce a un amor a Dios que jamás cada cual alcanzaría por sí solo.
Cartas sublimes destruidas por prudencia
Por parte de Santa Juana existía una incondicional entrega a su padre espiritual: recibía sus misivas con tamaña veneración que, a veces, se ponía de rodillas para leerlas… En cierta ocasión, le escribió: «¡Oh, padre mío!, ¿cuándo tendré el consuelo de hablar con Vuestra Señoría Ilustrísima?, pues en comparación de esto todo lo demás es para mí nada»6. Y si el afecto rebosaba del alma de San Francisco era porque la santa madre se había convertido en un receptáculo fiel, que estaba en entera consonancia con él, como se desprende de otra de sus misivas: «Ved, pues, padre mío, mi débil corazón, que pongo en vuestras manos, para que le apliquéis el remedio conveniente»7.
El purísimo amor entre los dos se fue intensificando hasta el día en que la Providencia llamó a San Francisco de Sales para gozar de la visión beatífica. Después de su muerte, las cartas de Juana que estaban con el santo obispo de Ginebra se las enviaron a ella y la prudencia de la madre De Chantal la llevó a tomar una decisión totalmente inesperada: ¡quemarlas!
Tan pronto como sus hijas espirituales supieron de dicha determinación intentaron convencerla para que desistiera, pues las misivas contribuirían para la formación de otras almas que anhelaban la santidad. Todo esfuerzo fue en vano.
Sabiendo de las malas lenguas de los que envidiaban la relación sobrenatural existente entre ambos, Juana juzgó conveniente destruirlas, porque en ellas había expresiones que, sacadas de contexto, podrían ser mal interpretadas por corazones empedernidos… Solamente algunas de esas cartas pasaron a la Historia.
Su misión continúa en el Cielo
La madre De Chantal no se dejó abatir por la ausencia física de San Francisco. Al contrario, continuó con energía el apostolado iniciado a su lado, llegando a funda en poco tiempo once monasterios en el reino de Francia y en el ducado de Saboya. La mayoría de las vocaciones que los poblaban provenían de familias nobles, que, a semejanza de su fundadora, abandonaron las regalías del mundo para entregarse al servicio de la Iglesia.
En 1641, cuando la madre Juana de Chantal cumplía 69 años, la Orden de la Visitación ya poseía ochenta y siete conventos, habiéndose extendido también por Suiza, Polonia e Italia. Ese año, después del Capítulo general de la Orden, se despidió de la comunidad de Annecy y se marchó a la casa que las Visitandinas (o Salesas) tenían en Moulins.
De camino pasó por París, donde había concertado un encuentro con la reina Ana de Austria, la cual deseaba bastante conversar con ella. Después hizo una confesión general con San Vicente de Paúl, que en esa época asumió su dirección espiritual.
Al parar en Nevers sintió que su salud, ya debilitada, empezaba a empeorar, y al llegar a Moulins presintió que estaba cercana su entrada en la eternidad. Tras recibir los últimos Sacramentos, pidió que le fueran leídos fragmentos de la vida de algunos santos. En su mano derecha sujeta un crucifijo y en la izquierda una vela encendida, en recuerdo del día de su profesión religiosa.
Después de repetir tres veces el nombre de Jesús, entregaba su alma a Dios. Era el 13 de diciembre de 1641. Sus hijas espirituales lamentaron la pérdida de aquella madre que para ellas representaba a la Santísima Virgen y, movidas de admiración y veneración, besaron el pecho donde se hallaba escrito el nombre de Jesús, símbolo de su entrega definitiva a Dios.
Desde la eternidad el corazón apasionado de la santa baronesa continuaría su misión. Se puede decir que hasta hoy permanece bombeando caridad en el Cuerpo Místico de Cristo, impidiendo que se deshagan los lazos de amor que, en esta tierra, unen a las almas elegidas con el Cielo. ◊
Notas
1 CONTI, IMC, Servilio. O Santo do dia. 8.ª ed. Petrópolis: Vozes, 2001, p. 549.
2 FERRER HORTET, Eusebio. Santa Juana de Chantal. Madre y fundadora de las Salesas. Madrid: Palabra, 2009, p. 90.
3 SAN FRANCISCO DE SALES, apud CHAMPAGNE, René. Francisco de Sales: a paixão pelo outro. São Paulo: Paulinas, 2003, p. 101.
4 Ídem, p. 106.
5 CHAMPAGNE, René. Francisco de Sales: a paixão pelo outro. São Paulo: Paulinas, 2003, pp. 107-108.
6 SANTA JUANA DE CHANTAL. Carta VI. In: Cartas. Madrid: Ibarra, 1828, v. I, p. 11.
7 SANTA JUANA DE CHANTAL. Carta XI. In: Cartas, op. cit., p. 15.