Una característica muy destacada de la sociedad moderna es la de reducir a un degradante anonimato a ciudadanos supuestamente libres, que no son más que piezas o meros números de un Estado inflacionista. Desde el despertar de la razón nos sentimos únicamente como un elemento desconocido más en medio de millones de otros iguales a nosotros, de entre los cuales, si queremos sobresalir, necesitamos emplear arduos y perseverantes esfuerzos.
Ahora bien, ante la corte de los príncipes y gobernantes de Dios, que son los ángeles, ¡sucede lo contrario! Incomparablemente superiores en nobleza y en poder a cualquier potestad terrena, no obstante, a cada uno de nosotros, nos consideran y nos aman en particular y se interesan por todos nuestros actos, a semejanza de aquel que «desde su morada observa a todos los habitantes de la tierra […], y comprende todas sus acciones» (Sal 32, 14-15). Y no sólo nos estiman, sino que también se apresuran en socorrernos y auxiliarnos durante nuestras luchas en esta tierra, ansiosos de vernos alcanzar el final del camino de la santidad y gozar, en su compañía, de la eterna bienaventuranza.
Uno de los ejemplos más conmovedores de ese celo de la sociedad angélica por los hombres nos lo dio, ya en el Antiguo Testamento, el gran arcángel San Rafael, arquetipo de pureza, consejero lleno de prudencia y protector benevolente de la familia de Tobit, así como de todos aquellos que, peregrinando en este valle de lágrimas, a él recurren con confianza.
Ardientes plegarias dirigidas a Dios
Las historias de Tobit y de su futura nuera Sara son narradas con gran riqueza de detalles en el Libro de Tobías. Ambos eran muy virtuosos y brillaban en la presencia de Dios en medio de la oscuridad pecaminosa del pueblo elegido, por entonces cautivo en Asiria. Sin embargo, en determinado momento el Señor decidió ponerlos a prueba «con el fin de que su paciencia sirviera de ejemplo a la posteridad» (2, 12 Vulg). A Tobit le envió una completa ceguera y a Sara, un espíritu maligno con la capacidad de matar a todos los varones que se casaban con ella.
Si bien que la vida de los justos está repleta de pruebas, Dios mismo es quien los sustenta: «El Señor vela por los días de los buenos, y su herencia durará siempre; no se agostarán en tiempo de sequía, en tiempo de hambre se saciarán» (Sal 36, 18-19). Por eso, tan pronto como las lágrimas y los gemidos de esas almas se elevaron en fervorosas súplicas, fueron oídas, a un mismo tiempo, en la gloria del Altísimo (cf. Tob 3, 24 Vulg). Y así comienza nuestra crónica.
Y fue enviado el ángel del Señor
Creyendo que ya no vería la luz y que en breve la muerte se lo llevaría, Tobit enseguida se preocupó por el sustento de su familia. Se acordó de un préstamo de diez talentos de plata que le había hecho hacía años a Gabael, habitante de Ragués, en Media, y decidió pedirle cuentas de ese favor. Llamó a su hijo, Tobías, y le rogó que emprendiera el arriesgado pero necesario viaje; no obstante, buscara primeramente a un hombre de confianza que pudiera acompañarlo.
Aunque de lo alto de los Cielos ya había alguien que velaba por él. Revestido con aspecto humano, a pocos pasos de distancia y ya equipado para viajar, le estaba esperando «un ángel de serenidad sobrenatural, lleno de misericordia, de una dulce y pronta respuesta a cualquier petición, comprensible y de gran discernimiento».1 Rafael, uno de los siete espíritus que asisten en la presencia del Señor (cf. Tob 12, 15 Vulg), bajo la apariencia de Azarías, hijo de Ananías, había descendido de la visión y del servicio de Dios para solucionar las angustias de Tobit y enjugar las lágrimas de Sara.
Sacralidad y desvelo materno
Este sublime embajador celestial se encargó de guiar y custodiar a Tobías hasta Media. ¡Qué misteriosas lecciones no debe haber aprendido el virtuoso joven durante el largo recorrido que hicieron juntos! La presencia del arcángel, aunque no dañaran en nada la normalidad de las apariencias humanas, poseía algo de indefinible. Su estado de espíritu era siempre de una continua contemplación. Al tratar con Tobías los asuntos del viaje, lo hacía como si estuvieran conversando dentro de un santuario, con mucho respeto, nobleza y sacralidad.
Igualmente, la benignidad brillaba en San Rafael. No se contentó con proteger a Tobías, sino que se ocupó incluso de sus necesidades materiales. Se diría que a una criatura tan santa y de naturaleza tan superior no le importarían esos pequeños detalles de la vida humana; pero el arcángel llevó su cuidado hasta el extremo de proporcionarle comida y alojamiento: le enseñó a coger por las agallas a un pez, al principio amenazante, cuya carne podría servirle de alimento y el corazón, la hiel y el hígado como «medicinas muy eficaces» (cf. Tob 6, 5 Vulg), y luego lo mandó a descansar a casa de Ragüel, padre de Sara.
San Rafael se reveló, en esas circunstancias, un dignísimo representante de la majestuosa maternidad y providencia divinas.
Patrón de la castidad
Al llegar a la casa de Ragüel, principiaron la atención a las plegarias de Sara y la intervención de Dios en sus aflicciones. Aquella estancia aparentemente fortuita había sido propiciada por la Providencia: San Rafael haría valer ante la joven su acción llena de afecto y sabiduría.
Antes de presentarse a la familia, el arcángel le había explicado a Tobías quiénes eran estos parientes suyos y el motivo del calvario de Sara, del cual ya había oído hablar. A continuación, lo instó a que aceptara casarse con ella, pues a eso los había destinado Dios, y agregó que el diablo pudo matar a sus siete maridos porque se acercaron a ella desterrando a Dios de sus corazones y entregándose a la pasión. Finalmente, le indicó: «Mas tú cuando la hubieres tomado por esposa, entrado en el aposento, no llegarás a ella en tres días, y no te ocuparás en otra cosa sino en hacer oración en compañía de ella. En aquella misma noche, quemando el hígado del pez, será ahuyentado el demonio. En la segunda noche serás admitido en la unión de los santos patriarcas. En la tercera, alcanzarás la bendición para que nazcan de vosotros hijos sanos. Pasada la tercera noche, te juntarás con la doncella en el temor del Señor, llevado más bien del deseo de tener hijos que de la concupiscencia; a fin de conseguir en los hijos la bendición propia del linaje de Abrahán» (Tob 6, 18-22 Vulg).
Diciendo estas palabras, rebosantes de castidad, el santo arcángel denotaba, sin disminuir en benevolencia, su vigilante intransigencia contra el vicio de la impureza, del cual es sin duda un combatiente ardoroso. Después de todo, había sido enviado por Dios a la tierra para promover el casamiento legítimo entre Tobías y Sara y librarla de Asmodeo, el demonio de la lujuria y asesino de sus siete primeros maridos.
Tobías, que era justo, se sintió reconfortado al ver en su compañero tal amor a la pureza; lo obedeció y pidió a Sara en matrimonio. Una vez oficializada la unión conyugal, con profunda emoción de toda la familia, y cumplidas por Tobías todas las instrucciones relativas al hígado del pez, San Rafael pudo finalmente retener en el desierto al espíritu impuro. El terrible callejón sin salida de Sara había quedado resuelto; su dolor dio paso a la alegría y su perplejidad, a la comprensión de la gran predilección con que el Señor la amaba.
Sanación y consuelo de los justos
Por su parte, Tobit aún sufría bajo el peso de la ceguera, agravada por la incertidumbre sobre el paradero de su único hijo. Su ilimitada paciencia y confianza inquebrantable, no obstante, encantaban a Dios y serían premiadas pronto con sorprendente prodigalidad, por intercesión del arcángel.
Con varios días de retraso, a pesar de haberse adelantado a la lenta comitiva de su esposa en el camino de vuelta, Tobías llegó a casa de sus padres acompañado por su extremoso compañero. Éste, deseoso de aliviar cuanto antes el padecimiento de Tobit, le recomendó: «Al punto que entrares en tu casa, adora en seguida al Señor Dios tuyo; y después de haberle dado gracias, acércate a tu padre, y bésale; e inmediatamente unge sus ojos con esta hiel del pez, que traes contigo; porque has de saber que luego se le abrirán, y verá tu padre la luz del cielo, y se llenará de júbilo con tu vista» (Tob 11, 7-8). Un conmovedor desvelo más de San Rafael, que bien puede ser invocado como el arcángel del consuelo y de la sanación en cualquier enfermedad, corporal o espiritual.
Concretadas aquellas orientaciones, Tobit volvió a ver y, al igual que le ocurrió a Sara, su doloroso llanto mudó a lágrimas de júbilo. Poco después, su alegría superó los límites de lo inimaginable al enterarse de que su querido hijo, además de haber recuperado el importe del préstamo de Gabael, también se había casado con una virgen de su tribu y que llegaría en unos días, acompañada de sirvientes y una rica dote.
A Tobit y a Tobías les faltaba solamente contemplar una última sorpresa, quizá la más alentadora: la verdadera identidad de aquel inigualable guía, promotor de tanta felicidad. Con sencillez y discreción, se reveló antes de marchar: «Soy el ángel Rafael, uno de los siete que asistimos en la presencia del Señor» (Tob 12, 15 Vulg). Padre e hijo comprendieron, pues, que el auxilio divino en sus vidas tenía un nombre: San Rafael. Y durante tres horas permanecieron postrados en tierra, bendiciendo y alabando a Dios.
¡Él quiere convivir con nosotros!
En el seno de la modesta familia de Tobit, pequeño baluarte de fidelidad en medio de la corrupción del mundo, sucedió un acontecimiento magnífico: ¡uno de los más elevados ángeles del Cielo intimó con los hombres! Ahora bien, no pensemos que este es un caso excepcional. Al contrario, veamos en esta encantadora historia una garantía de que la protección de San Rafael está a nuestro alcance, constantemente, y de que él desea convivir con nosotros. ¡Basta con que lo invoquemos con fe!
Bajo su amparo, por muy graves que sean las crisis y las molestias, podemos estar seguros de que existirá una solución; siempre habrá de su parte la disposición de acogernos y resolver nuestros problemas. En suma, su existencia debe alentarnos en la confianza de que la intervención divina se anticipa a nuestras iniciativas e invariablemente supera nuestras expectativas.
Recurramos, por tanto, al afectuoso socorro del arcángel San Rafael a cada paso de nuestro caminar hacia el Paraíso celestial. Como a Tobías, nos acompañará y será, junto a nosotros, un reflejo de la infinita bondad del Sagrado Corazón de Jesús, firme en la dulzura y dulce en la firmeza hasta el final. ◊
Notas
1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Charla. São Paulo, 16/1/1981.
Tengo que decir que el Libro de Tobias es uno de los relatos bíblicos que más me conmueven. Quizá es porque puedo comprobar de que forma la Providencia actúa siempre y sobre todo en los momentos en que mas lo necesitamos. Aunque no nos podemos olvidar de que es muy importante tener fé y una confianza totalmente incondicional; y con la humildad suficiente para darnos cuenta de que nosotros no valemos nada y que sin esa ayuda extraordinaria de la Divina Providencia nada podremos hacer. / Nuestro Señor y Padre Misericordioso puso a nuestro lado esos Seres maravillosos, que son los Ángeles y Arcángeles y especialmente nuestro Ángel Custodio los cuales están siempre a nuestro lado para ayudarnos y guiarnos por el camino que nos lleve a la Vida Eterna. Así que no nos olvidemos de que están a nuestro lado y pidámosles siempre ayuda en todos los momentos de nuestra vida.