La vida del hombre se asemeja a la hierba del campo que por la mañana florece, pero que por la tarde se seca; su recuerdo pasa como un vestido que se muda (cf. Sal 89, 6; 101, 27). Sin embargo, hay excepciones, cuya huella permanece imborrable a lo largo de los siglos: los santos. Y en medio de esta luminosa pléyade destacan los fundadores, que perpetúan su memoria en los hijos espirituales que se mantienen fieles a su carisma originario.
San Juan Bautista de La Salle, fundador de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, refulge en el firmamento de la Historia con esa corona. Su obra, dirigida a la educación de las clases sociales menos favorecidas, evoca constantemente el insigne grado de caridad y humildad que lo caracterizó. De hecho, por los frutos de un árbol podemos vislumbrar la calidad de la semilla de la cual brotó.
No obstante, las condiciones en las que germina están, en general, marcadas por incontables peripecias y grandes sufrimientos. Tomada en un sentido distinto al habitual, la parábola del sembrador puede servir para ejemplificar ese aspecto de la vida de los fundadores: cada uno es la palabra de Dios para su época, lanzada a los hombres por el divino agricultor; pero su germinación requiere luchas, renuncias y sacrificios. A menudo la semilla no cae directamente en tierra buena, sino que pasa por todas las topografías descritas por el divino Maestro.
Así sucedió con San Juan Bautista de La Salle y la obra que fundó.
La pila bautismal de Francia, cuna de Juan Bautista
Entre las numerosas glorias de la ciudad francesa de Reims, se encuentra el hecho de haber asistido al nacimiento de un nuevo Juan Bautista, el 30 de abril de 1651.
Este lugar, que se había convertido en la pila bautismal de Francia cuando Clodoveo recibió allí el primero de los sacramentos, en torno al año 498, y en el sustento de la fe francesa cuando Santa Juana de Arco vio coronado a Carlos VII en 1429, también sirvió de cuna para el varón que bautizaría «en el Espíritu Santo» (Mc 1, 8) a innumerables niños franceses en los turbulentos siglos que siguieron.
Juan Bautista, hijo primogénito de Luis de La Salle y Nicolasa Moët, tuvo una infancia marcada por la cálida vida de familia, por la piedad y por el estudio. Sus principales diversiones consistían en construir oratorios e imitar los ritos sagrados, en un ambiente doméstico caracterizado por la ternura de sus padres y la vivacidad de sus hermanos. Como alumno, se desenvolvió brillantemente.
Canónigo de Reims y estudiante de Teología
La prominencia del joven en el mundo académico le permitió convertirse, desde muy joven, en canónigo de Reims. El domingo de Pascua de 1666 se celebró en su colegio un concurso de literatura y entrega de premios, en el que actuó magistralmente. Su ingenio llamó la atención de Pedro Dozet, secretario y canónigo de Reims, ya anciano, lo que le llevó a cederle su canonjía cuando el santo tenía 15 años y acababa de recibir la tonsura.
Se trataba de un cargo prestigioso, aunque muy oneroso. Al pertenecer al cabildo, se veía obligado a participar en la oración coral: tres largos períodos de oración oficial en nombre de la Iglesia. Su condición de estudiante lo eximía de este deber la mayoría de los días, pero no de asistir a varias reuniones administrativas, estar presente en procesiones y desempeñar otras funciones.
En 1670, con tres años ya de canonjía, ingresó en el seminario parisino de San Sulpicio, empezando a estudiar en la Universidad de la Sorbona. Juan Bautista se dirigía por caminos llanos hacia el sacerdocio, que había anhelado desde su más tierna infancia, y hacia un futuro deslumbrante. Pese a ello, la Divina Providencia tenía otros designios con respecto a él.
Al año siguiente de mudarse a la capital francesa le llegan noticias desalentadoras: en julio de 1671 fallece su madre y nueve meses después su padre. Juan Bautista tuvo que dejar el seminario y trasladar de nuevo sus estudios a Reims, donde su primogenitura le obligaba a cuidar de sus hermanos huérfanos.
Allí, a pesar de la administración del patrimonio que le había sido encomendado, prosiguió sus estudios y recibió la ordenación sacerdotal en 1678, en su ciudad natal.
Un llamamiento visto con nitidez
En aquel período histórico, gran parte del clero se hallaba contaminado de cierta tibieza y relajamiento en el compromiso apostólico, buscando destacar junto a nobles y acaudalados, mientras dejaban de lado a las clases humildes. Como resultado, multitudes de niños carecían de cualquier formación religiosa.
Como contrapartida, en algunas ciudades francesas se inició un movimiento para fundar escuelas de caridad dedicadas a esos pequeños, en particular pobres y huérfanos. El responsable de dicha iniciativa, Adrián Nyel, fue a Reims con el objetivo de organizar allí un establecimiento similar; y al oír los rumores acerca de las virtudes del joven canónigo decidió pedirle su ayuda.
El P. De La Salle, tras unirse a esta tarea, no tardó en darse cuenta del carácter superficial de su compañero, que lo llevaba a vagar por Francia en busca de nuevas fundaciones sin haber cimentado debidamente las ya iniciadas.
Aquella incipiente obra se asemejaba a una semilla que había caído a la vera del camino. Nyel era el pájaro que la cogió, la llevó hasta el terreno que Dios había determinado y siguió su caprichoso recorrido por el aire…
Mientras tanto, el espíritu profundo del santo constató la necesidad de proporcionarles una sólida formación religiosa a los maestros, antes de lanzarse a proyectos que no podrían sustentar. A partir de esa moción de la gracia y después de muchas oraciones, el P. De La Salle comenzó a trazar los primeros esbozos de la osada empresa que percibió ser su vocación: fundar una Orden religiosa.
Aun así, la Providencia todavía no quería depositar el grano en tierra fértil. Antes tenía que desarrollarse en terreno pedregoso…
Constitución de la congregación religiosa
Tras un breve período de vida comunitaria con un incipiente grupo de discípulos, surgieron las primeras desavenencias y discordias. Le cupo al fundador pasar la criba en ese conjunto, pues notó que muchos de los que se habían adherido a su proyecto sólo pretendían pertenecer a un cuerpo docente y nunca se les había pasado por la cabeza abrazar una vocación religiosa.
Así y todo, incluso después de esa purificación, subsistía una reticencia de sus seguidores hacia su persona: los estaba invitando a vivir enteramente confiados en la Providencia, dependientes de limosnas o de los escasos ingresos de las escuelas, mientras que él mismo mantenía una posición social prestigiosa y recibía la renta de la canonjía.
Al percatarse del asunto, el santo no lo dudó: decidió renunciar al cargo y al patrimonio que le correspondía, dándoselo todo a los pobres. Algunos se lo desaconsejaron, fundamentándose en el hecho de que esa renta era uno de los medios de subsistencia de la comunidad, pero la confianza del P. De La Salle en Dios era total.
La purificación interna y la renuncia del fundador marcan una nueva etapa para el establecimiento de una verdadera congregación religiosa. El terreno pedregoso se había vuelto fértil para que la semilla comenzara a germinar.
Expansión y persecuciones
Después de que se instituyera el hábito propio, se definiera el nombre de Hermanos de las Escuelas Cristianas y se establecieran los primeros reglamentos, la obra empezaba claramente a expandirse, conquistada a costa de grandes sufrimientos. De hecho, al salir de la tierra, el retoño aún no vería la luz sino detrás de los espinos. Tendría que hacerles frente para que la savia adquiriera vigor y estabilidad.
Con la fama de las escuelas gratuitas, los maestros laicos se sintieron perjudicados, pues algunas familias que sólo podían permitirse con mucho esfuerzo mantener a sus hijos en establecimientos educativos convencionales preferían trasladarlos a instituciones caritativas, lo cual les hacía perder cada vez más alumnos. El problema llegó a generar varios pleitos contra los Hermanos de las Escuelas Cristianas, a los cuales tuvo que responder el fundador pacientemente.
Mientras tanto, la obra iba desarrollándose: en 1691 se organizaron dos grandes retiros; en 1692 se fundó el noviciado; en 1694 se emitieron los primeros votos perpetuos y se definió la Regla. La institución comenzaba a tener aire de una pujante congregación religiosa, pero esto no agradó a todos…
En 1702, algunos hermanos adoptaron imprudentemente actitudes demasiado severas al castigar a los novicios, gesto que llevó a ciertos clérigos, contrarios a San Juan Bautista de La Salle, a afirmar que los castigos habían sido infligidos por orientación del santo.
Movido por los detractores, el cardenal Louis Antoine de Noailles tomó la deliberación de apartarlo del cargo de superior y sustituirlo por un clérigo ajeno al carisma fundacional. El fundador fue informado de que estaba exiliado y se le ordenó que convocara a todos los hermanos de París a una asamblea, en la que serían puestos al corriente de las nuevas medidas.
El 3 de diciembre se reunieron los hijos espirituales de San Juan Bautista de La Salle, sin saber que estaban allí para oír la terrible noticia de labios de un enviado del cardenal. Cuando escucharon aquella draconiana decisión, de inmediato lanzaron un grito unánime de indignación: «Tenemos ya superior elegido libremente por nosotros; no podemos aceptar otro […]. Si quiere poner un superior, tráigase también a los inferiores; nosotros nos vamos».1
La intransigencia de los hermanos consiguió la victoria. El nuevo superior acabó limitándose a una acción «externa», a la manera de un capellán, completamente imposibilitado de alterar el carisma. El fundador continuaba como superior efectivo.
Sin embargo, en 1709 se avecinaba otro sufrimiento. El crudo invierno convirtió a la clase más modesta de Francia en una turba de mendigos y los hermanos también se vieron afectados: el hambre llegó a casi todas las casas y varios enfermaron gravemente; el gran noviciado, fundado cuatro años antes en Saint-Yon, incapaz de mantener las condiciones mínimas de dignidad, se trasladó a París.
Últimas luchas
En 1717 se convocó el segundo Capítulo General, en el que, a petición del fundador, se nombró oficialmente al primer superior general —el Hno. Bartolomé— y se procedió a la revisión de la Regla inicial. En esa ocasión, la comunidad alcanzaba su madurez: «Tenía hábito singular; afirmaba su laicidad toral; profesaba tres votos perpetuos; disponía de Reglas adecuadas; declaraba su campo de apostolado eclesial la educación integral, mediante la escuela cristiana; consideraba indispensable la gratuidad total; tenía su jerarquía».2
A partir de entonces, el fundador permanecería recluido en Saint-Yon, actuando como confesor de la comunidad y totalmente obediente al superior constituido. A medida que su salud física se marchitaba día a día, su alma lo hacía cada vez más semejante a los ángeles.
La semilla ya se encontraba en tierra fértil, los peñascos habían sido rotos y los espinos, vencidos; no obstante, para que los frutos florecieran, el grano tenía que morir…
A fin de que llegara hasta la cima del calvario, el santo recibió, días antes de su muerte y cuando ya casi no tenía fuerzas, a un enviado del arzobispo del lugar, quien le informó de que estaba suspendido del uso de órdenes y, en consecuencia, prohibido incluso de confesar a los hermanos. No parece descabellado pensar que la medida se debía a viejas o nuevas calumnias… Sin queja alguna, San Juan Bautista de La Salle tragó el cáliz amargo.
El 7 de abril de 1719, habiendo recibido los sacramentos, entregó su alma a Dios, faltándole unos pocos días para cumplir los 68 años. La semilla se había consumido por completo, para que de ella un árbol frondoso pudiera florecer en el huerto sagrado de la Iglesia.
Obra «post mortem»
Comenzaba entonces la glorificación del santo: en 1724 los Hermanos de las Escuelas Cristianas recibieron la sanción civil y al año siguiente la aprobación pontificia, tan deseada por el fundador en vida, de manos del Papa Benedicto XIII; en 1888 León XIII lo beatificó; en 1900 fue canonizado por el mismo pontífice; en 1950 Pío XII lo proclamó Patrón de los Educadores.
El instituto, fundado sobre roca sólida y regado con la sangre del fundador, dio mucho más que el ciento por uno. Después de atravesar las veredas más arduas —lo suprimieron durante la Revolución francesa; en 1904 fue prácticamente expulsado de suelo francés; la persecución religiosa en España se cobró la vida de 165 hermanos—, hoy día cuenta con miles de miembros, repartidos por los cinco continentes.
De hecho, las almas que han encontrado el camino del Cielo gracias a la obra de los lasalianos —verdadero Jordán de la gracia, en cuyas aguas un nuevo Juan Bautista glorificó a Cristo— son incontables. ◊
Notas
1 GALLEGO, Saturnino. Vida y pensamiento de San Juan Bautista de La Salle. Madrid: BAC, 1986, v. I, p. 362.
2 Ídem, p. 552.