En cierta ciudad del antiguo Egipto se observaba una escena espeluznante. Era el comienzo de la primavera, cerca de la medianoche. En varias casas humildes repartidas por la urbe, las jambas de las puertas goteaban sangre fresca.
Afortunadamente, ésta no procedía de sacrificios humanos, sino de la inmolación de corderos, consumada al atardecer con vistas a celebrar una nueva fiesta solemne que más adelante se llamaría Pascua. Este signo distinguía las viviendas de las familias hebreas, oprimidas por los egipcios durante cuatrocientos treinta años.
Quizá alguna persona se sobresaltaría al ver las puertas ensangrentadas, pero ¿qué importaba? Nadie las había pintado para que fueran vistas por los mortales. La singular marca había sido encargada por Dios mismo, quien, a través de Moisés, su profeta, había prometido que esa noche su ángel exterminador haría una pasada —la pascua— por el pueblo, revisando meticulosamente casa por casa. En aquellas en las que no encontrara la señal de la sangre, sembraría la muerte: exterminaría a todos los primogénitos, incluso los de los animales.
La casa de Elisamá
Osemos anticiparnos unos minutos a la llegada del azote destructor y adentrémonos en una de las viviendas que protagonizan nuestra escena. Pertenece a la parentela de Elisamá, conspicuo líder de la tribu de Efraín.
A la luz de una antorcha, la familia consume apresuradamente un cordero preparado según las instrucciones divinas, y como si estuviera lista para una huida inminente. Una rara celebración ésa en donde los participantes no hablan ni ríen, sino que rezan, meditan, esperan.
De repente, a cierta distancia, un clamor desgarrador corta el aire: es un egipcio que acaba de constatar la muerte de su primogénito. En casa de Elisamá, una madre angustiada estrecha instintivamente a su hijo entre sus brazos. En cuanto a éste, su actitud manifiesta tranquilidad, no porque sea un joven inconsecuente y de espíritu vacío, como buena parte de los adolescentes, sino porque posee una profunda confianza en Moisés. ¡Aquel anciano lleno de fuego le había fascinado! Para él, la palabra del profeta se había convertido en ley y sus promesas equivalían a certezas.
¿Cómo se llama ese joven? Oseas. Es nieto de Elisamá (cf. 1 Crón 7, 26-27; Núm 13, 16). Nos ocuparemos de él en breve. Por ahora, volvamos a la secuencia de los acontecimientos.
«De Egipto llamé a mi hijo»
En unos instantes, los gritos se multiplican, los gemidos se vuelven más atroces (cf. Éx 11, 6; 12, 30-33). He ahí la señal anunciada. Ha llegado la hora de la partida.
Los comensales salen de la casa a toda prisa. Allí se encuentran con otras familias hebreas en la misma situación y todos empiezan a formar una caravana, que poco a poco va adquiriendo un aspecto desconcertante…
Escena memorable: la multitud avanza de noche hacia lo desconocido, iluminada por una milagrosa columna de fuego, dejando atrás la ciudad entre lágrimas. Delante de todos camina Moisés, como un ángel más del Señor, fundiendo su figura con aquella luz a la vez salvaje y majestuosa y llevando consigo los restos mortales de José de Egipto. Un pueblo renace de las brumas de la esclavitud, mientras que el otro se hunde en el luto. Finalmente, se cumple la profecía: de la tierra de Cam, Dios llama a Israel, su hijo (cf. Os 11, 1), y comienza el éxodo.
Oseas, por su parte, se encuentra cerca del gran profeta y procura servirle en todo lo que necesite (cf. Núm 11, 28). El vínculo entre ambos es notorio. Tal vez algún hebreo, al verlos, se pregunte qué llegará a ser ese estimable joven. Sin embargo, nadie, ni siquiera el propio Oseas, puede imaginar realmente el fabuloso futuro que le espera…
¿Y quién era ese joven?
Los hechos narrados hasta ahora tuvieron lugar en la ciudad de Ramsés, probablemente situada en la parte oriental del delta del río Nilo. Era el día 14 del primer mes de los hebreos, Nisán —entre marzo y abril en nuestro calendario. ¿De qué año? Quizá en la primera mitad del siglo xiii a. C., como muchos suponen…1 pero nadie lo sabe a ciencia cierta.
¿Y el joven Oseas? Simplifiquemos un poco los esfuerzos de identificación anticipando un episodio de su vida. Cuando, años después, sea elegido por Moisés para integrar la expedición de reconocimiento de la tierra prometida, recibirá el nombre de Josué, que significa «el Señor salva»2 (cf. Núm 13, 16).
Dicho esto, ruego al lector me disculpe el anacronismo, pero en adelante nos referiremos a este joven usando este nuevo nombre, con el que quedará inmortalizado.
La batalla de Rafidín
En realidad, la primera mención a Josué en las Escrituras se encuentra en el décimo séptimo capítulo del Éxodo. Allí, su figura es presentada como perteneciente al grupo de mayor confianza de Moisés. Y, de hecho, el sabio profeta le asignó desde muy joven misiones de gran responsabilidad.
Una de estas misiones tuvo lugar cuando todo Israel, estando cerca de Horeb, fue atacado por los beduinos amalecitas. Contra todo pronóstico, Moisés le ordenó, no a uno de los grandes del pueblo, sino al jovencísimo e inexperto nieto de Elisamá —también conocido como hijo de Nun— que tomara algunos hombres y saliera a combatirlos.
Mientras Josué se lanzaba a la lucha, su padre espiritual subía a una colina para rezar con los brazos en alto, una posición incómoda de mantener durante todo el intervalo de una batalla. Y el tiempo pasaba implacablemente…
Poco a poco Moisés iba perdiendo las fuerzas. Cuando sus brazos bajaban, Amalec empezaba a coger ventaja; cuando permanecían elevados, Josué tomaba la delantera. Al darse cuenta de esto, Aarón y Hur se pusieron a cada lado para sustentarlo en la posición de oración. Así, los hebreos lograron su primera victoria militar.
Se suele comparar la travesía del mar Rojo con el bautismo del pueblo elegido. Pues bien, ése había sido otro bautismo… el de fuego. Y no sólo de Israel, sino sobre todo de Josué.
Podemos imaginar un poco qué impresiones le habrían causado todos estos hechos. Hasta entonces, Moisés se configuraba el único e indiscutible guía de Israel; él naturalmente se pondría al frente del pueblo y lo comandaría bajo cualquier circunstancia. En esta última batalla, sin embargo, esto no sucedió… El discípulo se vio por primera vez «solo», teniendo que deliberar por sí mismo.
De vez en cuando, Josué miraría hacia lo alto de la colina. Entonces le venía algo de consuelo: Moisés estaba allí, de pie, rezando por él. No obstante, la presencia de los dos auxiliares que lo sujetaban indicaba una dura realidad: el profeta podía cansarse y, por tanto, era un hombre. Ahora bien, la vida biológica de todo ser humano tiene un curso inexorable, y él ya era anciano… La pregunta se le presentaba, finalmente, implacable: ¿quién introduciría a los hebreos en la tierra prometida?
Más que un líder, el fundador de una estirpe
Tales reflexiones le causaban una perplejidad muy comprensible. Después de todo, la admiración de Josué por su maestro se había vuelto ilimitada. Los prodigios realizados por él se habían sucedido a un ritmo vertiginoso: la división de las aguas del mar Rojo, el envío del maná, la «lluvia» de codornices, el brotar de agua de una roca… Todo esto no hizo más que consolidar en su alma la convicción de que Moisés era el hombre suscitado por Dios para cambiar el curso de la historia y fundar, en las tierras a las que se dirigían, una nueva civilización. Aquel varón le parecía insustituible, y de hecho lo era, pero no de la forma que imaginaba.
El Libro de los Números narra que, en cierta ocasión difícil de precisar en el tiempo,3 Moisés se quejó a Dios de que no tenía fuerzas para conducir él solo a la multitud hebrea al desierto. En respuesta, el Señor ordenó que setenta ancianos del pueblo se reunieran en la Tienda del Encuentro e hizo reposar sobre ellos una porción del espíritu del profeta. Tan pronto como lo recibieron, empezaron a profetizar, pero no continuaron. Sin embargo, sucedió que dos de los setenta hombres designados no se presentaron en torno de la tienda. Al enterarse de que estos dos estaban haciendo oráculos en el campamento, Josué se indignó: «Señor mío, Moisés, prohíbeselo» (11, 28). A lo que le respondió: «¿Es que estás tú celoso por mí? ¡Ojalá todo el pueblo del Señor recibiera el espíritu del Señor y profetizara!» (11, 29).
Mucho más que una lección de humildad, aquellas palabras fueron una apertura de horizontes para el hijo de Nun. Moisés no era sólo un líder, sino el fundador de una estirpe. Los hombres mueren, pero los fundadores suscitados por la Providencia se vuelven inmortales en aquellos que participan de su espíritu.
Otro Moisés
Un mes y medio después de salir de Egipto, caminando hacia el sur, los israelitas llegaron a la falda del Sinaí, el monte de Dios, donde serían testimonios de grandes manifestaciones divinas, acompañadas, ora de tormentas eléctricas, ora de eventos telúricos similares a erupciones volcánicas.
Josué, aún joven, fue el único autorizado a acompañar a Moisés hasta la cima del monte, durante la misteriosa estancia de cuarenta días en presencia de Yahvé. Y después de esto, tuvo libre acceso a la Tienda del Encuentro, el lugar donde Dios bajaba para hablar con Moisés, «como habla un hombre con su amigo» (Éx 33, 11).
Tales privilegios, no concedidos a ningún anciano del pueblo, ni siquiera al propio sacerdote Aarón, no tenían otro propósito sino el de que Josué «debía empaparse del espíritu»4 del gran profeta. De hecho, la transmisión de una mentalidad se produce principalmente a través de la convivencia. El joven elegido fue introducido en esta intimidad sagrada, para vivirla con toda su intensidad y convertirse así en otro Moisés.
La revuelta, el castigo y el premio
Cuando sólo quedaban diez días para que se cumpliera un año de campamento en el Sinaí, Israel reanudó su peregrinación hacia el norte, hasta detenerse en la región del gran oasis de Cadés.
Allí ocurrió el episodio ya mencionado en este artículo, cuando Moisés envió una expedición de reconocimiento a la tierra de Canaán. En esta ocasión fue cuando la revuelta de los judíos compró el famoso castigo: aquella generación, salvo los fieles Caleb y Josué, no entraría en la tierra prometida (cf. Núm 14, 20-31). Tendrían que pasar aproximadamente treinta y ocho años en Cadés (cf. Núm 33, 36; Dt 1, 46; 2, 14).5
Después de un tiempo más de caminata, los hebreos llegarían a otro monte histórico: Nebo.
El monte de la despedida
El gusto de Dios por las alturas despierta curiosidad. Del Moriah al Tabor, pasando por el Horeb, el Carmelo y el Sion, las elevaciones de tierra son escogidas a menudo por Él como escenario de sus manifestaciones. ¿Cuál es la razón de esto?
En nuestra opinión, existe un misterioso paralelo entre los montes y las almas de los justos. La montaña parece ser un trozo de tierra tan amante del sol que se eleva por encima de la mediana geográfica para unirse a él… Y, a cambio, el astro rey como que la envuelve por completo, convirtiéndola en un privilegiado receptáculo de su luz. Un fenómeno similar ocurre entre los santos: al elevarse hacia el Altísimo por el amor, ¡se convierten en verdaderos nuncios de Dios!
Sin embargo, a diferencia de la dorada radiación solar, el fulgor con el que el Señor colma a sus elegidos es de color escarlata, pues a través del sufrimiento es como los glorifica. En virtud del sacrificio, que sigue a la manifestación divina, se establece una alianza. Añadámosle entonces una cruz al Tabor y tendremos el Gólgota; agreguémosle el holocausto al profeta y tendremos un redentor.
El monte Nebo sería testigo de la consumación del calvario del varón de Dios, el lugar desde donde vería el cumplimiento de la promesa, no obstante, sin poder vivirla. Las Escrituras afirman que se trataba de un castigo divino por su rebeldía (cf. Núm 27, 12-14). Pero ¿no se le aplicaba esto más exactamente al pueblo, cuya revuelta no lo condujo a la aniquilación total gracias a la intercesión del propio Moisés (cf. Éx 32, 10-14)?
De hecho, mucho más que la víctima de una punición por su propio pecado, en ese momento el profeta tomaba sobre sí las culpas de Israel, convirtiéndose, otro título más, en prefigura de Jesucristo, que «soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; […] fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes» (Is 53, 4-5).
Ahora bien, el momento del supremo sacrificio es también el de la mediación suprema. Cuando Dios le anunció a Moisés que se reuniría con los suyos, éste no pensó en otra cosa que garantizar la entrada de Israel en la tierra prometida. Para ello, era indispensable un guía. Entonces rezó: «Que el Señor, Dios de los espíritus de todo viviente, ponga un hombre al frente de esta comunidad, uno que salga y entre al frente de ellos y que los conduzca en sus entradas y salidas, para que no quede la comunidad del Señor como rebaño sin pastor» (Núm 27, 16-17). Y Yahvé le respondió: «Toma a Josué, hijo de Nun, hombre en quien está el Espíritu, imponle tu mano. […] Comunícale parte de tu autoridad, para que le obedezca toda la comunidad de los hijos de Israel» (Núm 27, 18.20). Estaba todo dicho: sobre Josué descansaría el cumplimiento de la promesa.
«Sé fuerte y valiente»
Entonces Moisés reunió al pueblo y lo animó a que tuviera valor y confianza. Luego llamó a Josué para bendecirlo delante de todos. Llegaba el momento de la despedida y no tenía sentido ocultar su afecto. Las palabras del gran líder destilaban emoción: «Sé fuerte y valiente, porque tú has de introducir a este pueblo en la tierra que el Señor, tu Dios, juró dar a tus padres y tú se la repartirás en heredad. El Señor irá delante de ti. Él estará contigo, no te dejará ni te abandonará. No temas ni te acobardes» (Dt 31, 7-8). A continuación, Moisés subió al Nebo, donde falleció y el propio Dios le hizo sepultar (cf. Dt 34, 5-6).
Yahvé prometió estar con Josué como lo había estado con su padre espiritual (cf. Jos 1, 5), voto que cumplió con exactitud. En todos los acontecimientos que siguieron —desde la travesía del Jordán y el triunfo sobre treinta y un reyes, hasta el reparto de la tierra entre las tribus— el hijo de Nun se mostró de una sabiduría eximia, de una tenacidad implacable y, sobre todo de una fe profunda.
Siguió a Yahvé «de manera íntegra» (cf. Núm 32, 12), nos dicen las Escrituras. Sin duda, esta inmaculada conducta le valió la gracia de un sublime intercambio de corazones con el profeta. Josué era Moisés luchando en la tierra, mientras que Moisés era Josué venciendo en el Cielo. ◊
Notas
1 Para una breve explicación acerca del momento histórico en el que probablemente ocurrió el éxodo, véase: BRIGHT, John. História de Israel. 3.ª ed. São Paulo: Paulinas, 1985, pp. 157-158.
2 ORIVE, Julián Cantera. «San Josué». In: ECHEVERRÍA, Lamberto de; LLORCA, SJ, Bernardino; REPETTO BETES, José Luis (Org.). Año Cristiano. Madrid: BAC, 2005, t. IX, p. 4.
3 La dificultad para establecer el momento de este hecho se debe a una divergencia entre las fuentes. Mientras el Libro del Éxodo parece situarlo justo después de salir de Egipto (cf. Éx 18), el Libro de los Números lo narra más adelante, en el camino a Cadés (cf. Núm 10, 11-12; 11, 10-30).
4 COLUNGA, OP, Alberto; GARCÍA CORDERO, OP, Maximiliano. Biblia Comentada. Pentateuco. Madrid: BAC, 1960, t. I, p. 550.
5 Contrariamente a la creencia popular, los hebreos no se perdieron en el desierto, caminando sin rumbo durante cuarenta años. El castigo de Israel se debió, más inmediatamente, a la retirada del auxilio de Yahvé en las batallas contra los pueblos fronterizos, lo que obligó al pueblo a permanecer largo tiempo en Cadés y a desviarse por Trans-jordania (cf. Núm 14, 41-45; Dt 1, 41-46; BRIGHT, John, op. cit., p. 164).