Una vocación peculiar surge en medio de la decadencia de las costumbres del siglo XV: un solitario que reúne a multitudes, un penitente que vive veinticuatro años en las cortes, un profeta y taumaturgo que quiso llamarse «Mínimo».
Un hecho curioso agitaba la ciudad italiana de Paula aquella noche. Sus habitantes, reunidos en torno a la casa de un campesino, observaban asombrados lo que allí estaba sucediendo. Giacomo, el propietario de la vivienda, al percibir el tumulto que se había formado en su puerta, salió para averiguar qué estaba pasando; y estupefacto constató cuál era el objeto de tanta atracción: una misteriosa lengua de fuego, acompañada de angélicas melodías, sobrevolaba su rústica residencia. Nadie sabía su significado, pero apuntaba ser un presagio. Nueve meses más tarde todo quedó claro.
La aurora de una gran vocación
Habían pasado quince años desde que Giacomo D’Alessio y Vienna di Fuscaldo contrajeron matrimonio; no obstante, la Providencia les estaba exigiendo la dura prueba de no tener descendencia. La pareja entonces juzgó que debía hacer violencia al Cielo. Peregrinaron a Asís, donde desde hacía dos siglos el Poverello venía realizando milagros, para implorarle a San Francisco que les diera un hijo. Poco después de regresar a Paula tuvo lugar el enigmático portento narrado antes.
Por fin, el 27 de marzo de 1416 el hogar de Giacomo se convirtió nuevamente en la atracción de la ciudad: hacia allí confluyeron amigos y parientes para conocer al recién nacido, a quien le pusieron el nombre de Francisco, en honor al Santo de Asís. Giacomo y Vienna entendieron, al recordar aquel fenómeno, que Dios les había concedido un heredero inusual.
Para confirmar la predilección que había depositado en el niño, la Providencia quiso marcarlo con la gloria del sufrimiento. Siendo todavía muy joven, fue acometido por un absceso en un ojo que amenazaba con dejarlo ciego. Una vez más, la piadosa madre se puso a los pies del Llagado de Asís y le prometió que ofrecería a su hijo como oblato durante un año, tan pronto como las circunstancias se lo permitieran. Misteriosamente, a su vuelta a Paula se sintió asumida por una gran tranquilidad y una certeza de que había sido escuchada; a partir de entonces el niño se fue curando, quedándole tan sólo una pequeña cicatriz como testimonio del hecho, hasta el final de su vida.
Un peculiar modo de vivir
Cuando Francisco tenía aproximadamente 13 años, Vienna creyó que ya estaba en condiciones de ser entregado al servicio de Dios y lo presentó en el convento franciscano de San Marco Argentano. El muchacho, muy adelantado en la práctica de oraciones y penitencias a causa de la formación recibida de sus piadosos padres, encontraría junto a los frailes menores los primeros destellos de una extraordinaria vocación. Los religiosos imaginaban que sería un excelente miembro de su Orden; sin embargo, Dios lo llamaba a luchar en otros frentes.
Concluido el año como oblato, Francisco regresó al hogar de su infancia, pero poco después se marcharía nuevamente, acompañado por sus padres, para realizar una larga peregrinación cuyo itinerario pasaría por Roma, Asís, Loreto, Monteluco y Montecasino. En ese viaje fue cuando discernió, finalmente, su peculiar misión. Volvería a Paula, pero no a la casa paterna; su morada serían las grutas de los alrededores, donde viviría como ermitaño.
Ataviado con un costal y ceñido con una cuerda basta, el joven anacoreta iniciaba así el período de retiro espiritual en el cual Dios le forjaría su alma para las luchas que le sobrevendrían en el futuro. Su ejemplo no tardó en atraer a otras vocaciones: al cabo de unos cinco años surgieron en las cercanías de Paula numerosas cabañas habitadas por ascetas que se conformaron a la regla de vida establecida por el virtuoso hombre de Dios y seguían sus consejos.
En poco tiempo, los «ermitaños de fray Francisco», como eran llamados por el pueblo, inspiraron la creación de nuevas comunidades en el entonces reino de Nápoles y la fama del eremita empezó a extenderse por toda Europa.
La constitución de la Orden de los Mínimos, sin embargo, no se realizaría sin obstáculos. En 1467, al tomar conocimiento del curioso estilo de vida que llevaban esos religiosos, el Papa Pablo II envió a Mons. Baldassare de Gutrossis a Calabria como legado suyo.
Al llegar al agreste lugar donde habitaba el santo, el prelado le pidió audiencia, la cual fue prontamente concedida. Entonces le comunicó que el modo de vivir que les había impuesto a sus discípulos «no era compatible con la debilidad de nuestra naturaleza» y que, por tanto, «está desaprobado por las personas más prudentes»1 de la época. Concluyó su exposición afirmando que debería modificar el proceder de sus seguidores. Francisco, silencioso, se limitó a acercarse al brasero junto al cual ambos se calentaban y, cogiendo con sus propias manos un puñado de carbones ardientes, le contestó: «Ved, monseñor, ¡para los que aman a Dios todo es posible!».
El prelado se despidió atónito, besándole la túnica al taumaturgo. Antes de retornar a Roma, procuró a algunas personas que conocían de cerca y desde hace mucho tiempo a San Francisco y sus compañeros con el fin de escuchar lo que tuvieran que decirle. Los testimonios dieron en una abundante documentación a favor de los religiosos, lo cual satisfizo al pontífice, despejando así sus preocupaciones. No obstante, como vino a fallecer unos años más tarde, le correspondió a su sucesor, Sixto IV, conceder la aprobación de la congregación, en 1474.
Posteriormente, el santo fundador se esforzó por elaborar una Regla que rigiera su Orden a lo largo de los siglos. La escribió en medio de muchas oraciones y penitencias, dejando bien trazado el estilo de vida de «perpetua Cuaresma» que define el carisma de los Mínimos. Fue definitivamente aprobada en 1506 por el Papa Julio II.
La creciente expansión de la Orden enseguida hizo necesaria la constitución de una rama femenina y otra de terciarios.
Insólito taumaturgo, ejemplo de humildad
Como si la reluciente virtud de Francisco no bastara para atraer a las multitudes, Dios quiso colmarlo con el don de realizar milagros.
En poco tiempo se volvió conocido ese singular carisma, el cual siempre ejercía con pintoresca simplicidad: ora pasaba ileso por las llamas, a fin de arreglar un horno; ora hacía que surgiera fuego cuando necesitaba encender una lámpara. En una ocasión, unos obreros le robaron un cordero de su propiedad para asarlo y no dudó en rescatarlo intacto del horno; en otra, le ofrecieron unos peces y educadamente respondió que no los quería y los lanzó al agua, haciendo que volvieran a la vida…
Naturalmente tan prodigioso poder, aunque usado con humildad, no tardó en suscitar envidias. Un sacerdote de nombre Antonio Scozzetta comenzó a denigrarlo desde el púlpito y, no contento con eso, se dirigió a su celda para encararse con él. Francisco lo acogió serenamente y escuchó su descompostura; después fue hasta el brasero, cogió unas ascuas y se las acercó al visitante diciéndole: «Por caridad, mi buen padre, caliéntate porque debes sentir mucho frío. Por lo demás, nada podrá impedir que se cumpla la voluntad de Dios».2 Aterrorizado por el fuego que subía de las manos del ermitaño, su detractor no tuvo otra respuesta que arrodillarse, besarle los pies y pedirle perdón.
Estos prodigios, sumados a las numerosas curaciones de paralíticos, leprosos, ciegos, sordos y mudos, así como a las resurrecciones y los exorcismos, hicieron que algunos potentados quisieran tenerlo junto a ellos. Fray Francisco debería dirigirse en adelante a la corte para dar continuidad a su apostolado.
La voz de Dios resuena en las cortes
A diferencia de tantos otros, él no se dejaría tiznar en nada por el ambiente mundano de los palacios; al contrario, como un nuevo Juan el Bautista, sería la propia voz de Dios clamando en las conciencias.
Cuando Francisco llegó a la corte del rey Fernando I de Nápoles, en 1482, enseguida el monarca intentó mitigar sus censuras comprándolo con obsequios. Cierto día, le ofreció una bandeja de plata repleta de monedas de oro para que el hombre de Dios edificara un convento, a lo cual le respondió el santo: «Majestad, vuestro pueblo vive oprimido; el descontento es general; la adulación de los cortesanos impide que los gritos de tantas desgracias lleguen a vuestro augusto trono. Acordaos, majestad, que Dios ha puesto el cetro en vuestras manos para procurar la felicidad y bienestar de los vasallos y no para satisfacer vuestras ansias desmesuradas de orgullo y vanidad. ¿O creéis, por ventura, que no existe el Infierno para los que mandan?».3
Y con firmeza le exhortó: «Os suplico, majestad, que enmendéis inmediatamente vuestra conducta y mejoréis vuestro gobierno. Si no restablecéis el orden, la paz y la justicia en vuestro pueblo —debo deciros de parte de Dios— vuestro trono se derrumbará y vuestra estirpe en poco tiempo se extinguirá».4
Para confirmar sus palabras, el santo cogió una de aquellas monedas de oro, la rompió e hizo que de ella brotara sangre. Luego le amonestó: «¡He aquí, majestad, la sangre de vuestros súbditos que clama venganza ante Dios!».5 Al parecer, el hecho no fue suficiente para cambiar el impío corazón del rey, cuyo linaje se extinguió aún en vida de San Francisco.
El milagro que nadie esperaba
Distinta fue la reacción de otro soberano, Luis XI de Francia, el cual, desesperado ante la perspectiva de su muerte, le imploró al santo varón que lo curara. Por mandato del Papa, Francisco se dirigió hacia allí en 1483. Le organizaron un apoteósico cortejo de bienvenida, pero el ermitaño ingresó en el país con la mirada baja y, al llegar al palacio real, eligió de aposento una cabaña que se encontraba allí cerca.
—¡Prolongad mi vida, padre! —le suplicó, emocionado, el rey.
—La vida de los reyes, majestad —le contestó San Francisco—, como la de cualquiera de sus vasallos, está en manos de Dios. Poned en orden vuestra conciencia y vuestro Estado.
Un gran milagro comenzó a obrarse, mayor que una curación, mayor incluso que una resurrección. El monarca, que durante largos años había vivido lejos del temor de Dios, se reconcilió con el Creador y le entregó su espíritu el 30 de agosto de 1483, rogando: «Virgen Santísima, mi buena Madre, ¡ayudadme!». Su expiración tuvo lugar un sábado, como lo había profetizado el santo, garantizándole que estaría, así, protegido por Nuestra Señora.
Sustentáculo de la fidelidad de Santa Juana de Valois
El Ermitaño de Paula permaneció todavía en Francia como influyente consejero durante la regencia de Ana, hija de Luis XI, y en el reinado de Carlos VII. También orientó en algunos asuntos al rey de España, Fernando el Católico, sobre todo en lo concerniente a las guerras de la Reconquista y a la expansión de la fe en el Nuevo Mundo.
No obstante, aún habría de realizar una última y gloriosa obra en las tierras de la Hija primogénita de la Iglesia: sustentar la fidelidad de la princesa Juana de Valois, «la hija no amada de Luis XI y la esposa despreciada de Luis XII, fundadora de la Orden de la Anunciación».6 San Francisco de Paula fue «consejero, iluminado, amigo fiel, ángel del consuelo»7 para esta alma templada desde su infancia por la prueba, cuyos méritos ante Dios se volverían evidentes el domingo de Pentecostés de 1950, al ser proclamada Santa Juana de Francia por Pío XII.
Una profecía divisoria de aguas
La figura de este incomparable varón de Dios no se entendería bien si dejáramos de mencionar, por último, el eminente don de profecía con el que fue agraciado.
Quizá la más famosa de esas profecías sea la contendida en una serie de cartas fechadas entre los años 1482 y 1496, en las que el santo narra a un tal Simón de la Limena, bienhechor de la Orden de los Mínimos, lo que la Providencia le había revelado sobre una misteriosa congregación, la de los Santos Crucíferos de Jesucristo, que surgiría en tiempos futuros. Se trata, dice San Francisco, de «una nueva Orden religiosa, muy necesaria, la cual dará más frutos al mundo que todas las otras juntas».8
Sobre ella exclama el fundador de los Mínimos:
«Oh Santos Crucíferos elegidos por el Altísimo, ¡cuán agradecidos estaréis al gran Dios!, mucho más que lo fue el pueblo de Israel. […] ¡Oh gente santa! ¡Oh gente bendita por la Santísima Trinidad! Vencedor se llamará su fundador, porque vencerá al mundo, a la carne y al demonio».9
«Viva Jesucristo bendito, ya que se ha dignado en darme a mí, indigno y pobre pecador, el espíritu profético, con muy claras profecías y no oscuras como les hizo escribir y decir a otros siervos suyos. Sé que incrédulos y réprobos ridiculizarán mis cartas y las rechazarán, pero serán recibidas por las fieles almas católicas que aspiran al santo Paraíso. […] En estas cartas se conocerá quién es de Jesucristo bendito y quién no lo es, quién está predestinado y quién es réprobo».10
Una estela de luz que el tiempo jamás apagará
La Cuaresma de 1507 vino a anunciarle al santo su encuentro con Dios. Al sentir que ya iba perdiendo las fuerzas, les recomendó a sus hijos la fidelidad a la Regla y les dio aún una última muestra de humildad: hizo hincapié en lavarles los pies el Jueves Santo.
El Viernes Santo, 2 de abril, se encomendó al Redentor y a su Madre Santísima, a los cuales le rindió su alma a la diez de la mañana. Dejaba atrás 91 años de incontables ejemplos de virtud, y treinta y tres conventos fundados en cuatro naciones de Europa.
Tras su muerte, San Francisco continuó haciendo milagros y obtuvo, en cierto modo, algo que había deseado mucho en vida: el martirio. En 1562 cincuenta y cinco años después de su entrada en el Cielo, los hugonotes invadieron el convento de Plessis, donde se encontraba su cuerpo incorrupto, y le prendieron fuego sin piedad. Solamente se pudieron rescatar algunos huesos.
No obstante, el haz de luz que el santo fundador de los Mínimos lanzó sobre el futuro jamás lo conseguirán apagar ni el tiempo ni el odio de los infieles. ◊
Notas
1 CASTIGLIONE, OM, Antonio. San Francesco di Paola: Vita illustrata. 4.ª ed. Paola: Publiepa, 1989, p. 119.
2 Ídem, p. 95.
3 POBLADURA, OFM, Melchor de. San Francisco de Paula. In: ECHEVERRÍA, Lamberto de; LLORCA, SJ, Bernardino; REPETTO BETES, José Luis (Org.). Año Cristiano. Madrid: BAC, 2003, v. IV, p. 19.
4 CASTIGLIONE, op. cit., p. 159.
5 Ídem, ibídem.
6 POBLADURA, op. cit., p. 21.
7 Ídem, ibídem.
8 SAN FRANCISCO DE PAULA. Carta a Simón de la Limena, 13/1/1489.
9 SAN FRANCISCO DE PAULA. Carta a Simón de la Limena, 7/3/1495.
10 SAN FRANCISCO DE PAULA. Carta a Simón de la Limena, 13/8/1496.
Buenas tardes,
Muchas gracias por este escrito, les rogaría, si son tan amables, que me facilitaran la fuente en la cual están escritas las cartas de San Francisco de Paula a Simón de Limena,
Muchas gracias,
Andrés