Fue un lucero en los comienzos de la vida ascético-monacal y, por su constancia y fidelidad, se convirtió en una sólida roca sobre la cual la Iglesia se apoyó para disipar los pérfidos embates de la herejía.

 

En lo alto de las montañas o en la vastedad de los desiertos, varones llenos de fervor descubrieron formas heroicas de vivir la soledad como medio de unirse más a Dios. Tal estilo de vida fue elegido por muchos cristianos de los primeros siglos de la Iglesia y se desarrolló hasta dar origen a las diversas formas de vida religiosa que hoy conocemos.

Es en este primigenio contexto de aislamiento y rigor ascético donde encontramos la figura de San Antón.

Abandono completo en manos de la Providencia

La historia de este santo comienza en torno al año 251, en Egipto.

Los pocos datos que nos llegaron sobre su infancia indican que ésta fue muy tranquila y piadosa. Se sabe que sus padres eran cristianos, disponían de buenas condiciones financieras y educaron a sus hijos en el camino de la santidad.

Tras la muerte de sus padres, Antón, que tenía unos 20 años, quedó encargado del cuidado de su hermana más pequeña y de la casa. Fue en esa época cuando tomó la decisión que cambiaría el rumbo de su existencia.

Cierto día en el que se dirigía hacia la iglesia, pensaba especialmente en el modo de vida de los Apóstoles, que lo abandonaron todo a fin de seguir a Nuestro Señor Jesucristo. Al llegar al templo, entró en el exacto momento en que se estaba leyendo un pasaje del Evangelio de San Mateo: «Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes, da el dinero a los pobres —así tendrás un tesoro en el Cielo— y luego ven y sígueme» (19, 21).

Movido por una gracia, Antón comprendió que tales palabras dichas otrora por el Señor al joven rico eran, en aquel instante, dirigidas a él. Resuelto y arrebatado de entusiasmo, inmediatamente distribuyó la herencia dejada por sus padres y vendió sus bienes. Parte de la cantidad recibida la destinó a los pobres y el resto lo reservó para su hermana, haciéndose así un eximio ejecutor del consejo dado por el divino Maestro.

Un tiempo después, oyó durante la Misa el siguiente pasaje del Evangelio: «No os agobiéis por el mañana» (Mt 6, 34). Entonces distribuyó decididamente lo que le quedaba de la fortuna y dejó a su hermana al cuidado de unas vírgenes cristianas para que fuera educada por ellas.

De este modo, siguiendo con fidelidad la voz de la gracia, empezó a seguir el camino que el Espíritu Santo le había destinado y abrazó exteriormente la vida ascética que de cierta forma ya habitaba en su corazón.

San Antón distribuyendo sus bienes entre los pobres – Galería Nacional de Arte, Washington (EE. UU.)

En busca de la perfección

Después de renunciar al mundo, Antón buscó los medios necesarios para poner en práctica su ideal. Primero se aconsejó con un anciano que vivía cerca de su aldea natal, el cual llevaba vida solitaria y tenía fama de ser muy piadoso. Siguiendo su ejemplo, el santo procuró un lugar aislado donde vivir, fuera del pueblo.

En ese período trataba de visitar a hombres de fervor, a fin de espejarse en sus obras y emular las virtudes que en ellos discernía. Por ese motivo era conocido como el «amigo de Dios». Su amor por el Creador le hacía ver en cada acto bueno practicado por los demás una revelación del Señor.

Antón avanzaba decididamente en la vida ascética: renuncias, sacrificios y oraciones llenaban su día, a parte del tiempo que dedicaba al trabajo manual, confeccionando esteras. Sin embargo, grandes luchas aún le esperaban en la vía de penitencia que había abrazado.

Primeras batallas contra el demonio

El ángel de las tinieblas, al ver sus prácticas virtuosas, empezó a tentarlo de forma cada vez más explícita. Con el fin de llevarlo a abandonar la vida solitaria, le recordaba los bienes que había dejado, del cuidado de su hermana y de los placeres del mundo.

Por otra parte, le mostraba las dificultades que hay en la práctica de la virtud, la flaqueza del cuerpo y las frecuentes adversidades que el hombre debe enfrentar debido a sus malas tendencias, fruto del pecado original. A esos asaltos del enemigo infernal se resistió enérgicamente, con el auxilio de la gracia, a través de la oración.

También sufrió numerosas tentaciones contra la virtud angélica de la pureza. El combate era ininterrumpido: valiéndose de artificios maléficos, el padre de la mentira lo perturbaba día y noche con pensamientos e imaginaciones lascivas.

Para vencer tales batallas, Antón elevaba sus cogitaciones al Señor y la nobleza del alma humana creada por Dios. Además, redoblaba su fe, oraciones, ayunos y mortificaciones, convencido de que se trataba de una lucha sin fin, que debería librar mientras estuviera en la tierra.

Aislado en una tumba

Siempre deseoso de acercarse más a Dios y de nuevos embates contra el Maligno, Antón decidió aislarse en dos lugares insólitos.

San Antón atormentado por los demonios – Museo Episcopal de Vic (España)

Primero tomó la resolución de vivir en un sepulcro situado en la orla del desierto. Ciertos autores dicen que se trataba de una tumba egipcia, haciendo destacar que tales lugares eran tenidos como habitación de los malos espíritus: «Reino de los muertos, reino de los espíritus malignos. Antón fue a ese sitio a causa de las tumbas. Porque ahí los poderes demoníacos soplan más violentamente que las tempestades de arena, y son más los demonios que las momias escondidas en los sepulcros. […] El asceta cristiano se encuentra en un terreno capaz de ofrecerle la lucha que desea».1

Habiéndole encargado a un amigo que le trajera alimento periódicamente, entró en la tumba y la cerró. El enemigo, no obstante, «temiendo que en poco tiempo el desierto se convirtiera en una ciudad de ascetas, una noche entró en el sepulcro con una multitud de demonios y le golpeó hasta tal punto que lo dejó tendido en el suelo».2 Al día siguiente su amigo lo encontró desfallecido y, pensando que estaba muerto, lo llevó a la iglesia de la aldea.

Pero cuando recobró el sentido Antón le rogó que lo condujera de vuelta a la tumba, donde se quedó a solas. Redoblando el ataque, los espíritus malignos se le aparecieron en forma de animales feroces: leones, osos, leopardos, toros, lobos, escorpiones y serpientes lo atormentaban por medio de ruidos horribles y agresiones, con permiso divino.

Antón «gemía por el sufrimiento físico, pero permanecía con el alma vigilante»3 y se burlaba de sus verdugos. Levantando los ojos vio el techo abrirse y una luz que penetraba en el ambiente. Los demonios huyeron y el santo se sintió reconfortado en sus penas al reconocer la presencia del Señor. Le preguntó entonces por qué no había ido a socorrerlo antes y Él le respondió: «¡Antón, estaba allí! Pero esperaba para verte combatir; puesto que resististe y no te dejaste vencer, seré siempre tu ayuda y haré que tu nombre se recuerde en todas partes»4.

Tales enfrentamientos, lejos de abatirlo, hacían que aumentaran en él su deseo de progresar cada vez más en las vías de la perfección. Con ese objetivo decidió adentrarse en el desierto, ambiente que remite a diversos simbolismos. Se tiene por un lugar de encuentro con Dios, donde se contemplan las manifestaciones de sus prodigios, pero también como un sitio de pruebas, tentaciones y luchas. Era lo que el santo buscaba.

Aparición del Señor – Museo Nacional de Arte de Cataluña, Barcelona

Vida eremítica en el desierto

Nada más emprender la marcha el enemigo quiso tentarlo, presentándole oro y plata en el suelo desértico. Sin dejarse engañar por tal embuste, Antón proclamó en alta voz que nada sería capaz de desviarlo de su propósito y siguió su camino, lleno de desprecio por Satanás y confianza en Dios.

En determinado momento avistó las ruinas de un fuerte abandonado localizado cerca del río Nilo, en lo alto del monte Pispir, actualmente conocido como Dayr al-Maymun. Tras establecer allí su morada, cerró la entrada. Llevaba consigo algunos panes típicos de la región, hechos para durar largos meses, dos veces al año recibía nuevas provisiones que le lanzaban por encima del muro. No permitía que nadie entrara.

Antón pasó cerca de veinte años en ese lugar, sin salir nunca. Del lado de fuera se podían oír los gritos que los demonios daban para atormentarlo; no obstante, él no se amedrantaba y continuaba rezando y practicando sus penitencias.

Maestro de los monjes y consuelo de los afligidos

La vida de Antón, célebre por sus sacrificios y renuncias, se hizo conocida por muchos que, cautivados por su fama de santidad, fueron a estar con él en el desierto.

A partir de entonces, el camino del aislamiento se convirtió en el ideal de muchos corazones cristianos. Los más fervorosos encontraron en el ascetismo el camino hacia la perfección: rechazo del mundo, despojo de riquezas y purificación del alma.

En torno de Antón empezó a formarse una pequeña colonia de ascetas. Aunque habitaban separadamente, buscaban la santificación bajo las orientaciones del santo ermitaño que, abandonando la soledad, se convirtió en su maestro y padre espiritual.

Otros muchos lo buscaban para recibir de él consejo y pedirle auxilio en sus dificultades. «De un día para otro, se ve lanzado para la vida pública, se ve saludado como maestro por una multitud de todas las edades que procura darle y recibir el ósculo de la paz, tocarle como a un segundo Cristo, cortarle en secreto un trozo de su túnica. […] La multitud ruidosamente alegre reconoce en Antón a su jefe y guía».5

El propio emperador Constantino el Grande llegó a enviarle una carta donde le preguntaba cómo debía proceder para gobernar en el verdadero Espíritu del Señor. El monje del desierto, tras oír la solemne lectura de la misiva, dictó una breve respuesta: “Practicad la humildad y despreciad el mundo; y recordad que el día del Juicio tendréis que rendir cuentas de todos vuestros actos».6

Entre los prodigios que le son atribuidos, se cuenta que en un viaje hecho con algunos discípulos Antón hizo surgir agua en medio del desierto para saciar la sed de todos, que estaban ya por desfallecer. Además, curaba a los enfermos, consolaba a los afligidos, reconciliaba a los enemigos y exorcizaba demonios. Quien en el aislamiento había vencido los ataques diabólicos, ahora liberaba a muchas almas del poder del tentador.

Pasaron algunos años y Antón anhelaba retomar su vida de soledad… Sin embargo, los antiguos lugares habitados por él se habían convertido en pequeñas comunidades de discípulos. Mientras buscaba una solución, oyó una voz que le dijo: «Ve al interior del desierto».

Dios le inspiró entonces que siguiera a una caravana de sarracenos que partía hacia allí. Después de tres días de viaje, avistó una alta montaña y la reconoció como siendo el lugar deseado por el Señor: se trataba del monte Colzim, donde vivió hasta el final de sus días.

Llamado a defender la verdadera fe

Hay aún otro aspecto que llama la atención en la vida de San Antón: el notable papel que realizó para defender y fortalecer la Iglesia en su época.

San Antón – Museo Episcopal de Vic (España)

Durante la persecución de Maximino, el santo se dirigió a Alejandría con el objetivo de fortalecer con su presencia y palabras a todos los que eran llamados a entregar sus vidas por el nombre de Cristo. También deseaba sufrir el martirio, pero jamás nadie osó hacerle daño, incluso cuando comparecía a los tribunales para exhortar a los cristianos a permanecer fieles, pues «el Señor lo custodiaba por nuestro bien y el de los demás».7

Años más tarde, a petición del Patriarca San Atanasio, Antón fue a Alejandría nuevamente, pero esta vez para defender la verdadera Iglesia contra el veneno de la herejía. Se trataba del arrianismo, falsa doctrina ya condenada por el Concilio de Nicea, que negaba la divinidad del Verbo y amenazaba propagarse por todo el orbe cristiano. El monje del desierto, que en sus comunicaciones místicas había contemplado la divinidad del Señor, era el testigo que en ese momento la Santa Iglesia tanto necesitaba.

Tan pronto como llegó, cristianos y herejes se reunieron en la basílica de la ciudad para escucharlo. Así que el Santo Patriarca inició su discurso en alabanza de la naturaleza divina de la segunda Persona de la Santísima Trinidad, un rebelde rudamente lo interrumpió con protestas, afirmando que el Señor era solamente un hombre creado por Dios. Cuando Antón oyó lo que decía se irguió y gritó en voz alta: «¡Yo lo vi!».

Tal testimonio, dotado del timbre de la verdad, arrebató a los presentes. «Más que la bella y lógica doctrina expuesta en el Concilio, la imponente voz de ese hombre, para quien la verdad de la naturaleza divina de Cristo se había convertido casi en una evidencia, gracias a una visión sobrenatural, fue el golpe más terrible que la herejía recibió».8

Últimos años

Después de exhortar al pueblo de Dios a ser fiel a la verdadera religión y a combatir las herejías y sus fautores, el monje del desierto regresó a su morada en el monte Colzim.

Sus últimos años transcurrieron en la meditación y la ascesis. Cultivaba trigo y preparaba su propio pan. De vez en cuando lo visitaban algunos discípulos, que también cuidaban de llevarle víveres. Permaneció constante en la vida de austeridad, entre penitencias y oraciones, y en una creciente convivencia mística con Dios. En uno de esos contactos sobrenaturales, el Salvador le reveló las dificultades que la Santa Iglesia tendría que padecer y su futuro triunfo.9

Ya cerca de la muerte y con más de 100 años, Antón era auxiliado por dos discípulos. Según la tradición, entregó su alma a Dios el 17 de enero, fecha en que la Iglesia celebra su memoria.

Roca de constancia y ortodoxia

¡Cuán bello es contemplar el amanecer de la historia de la cristiandad! En él relucen damas y varones llenos de fe que, suscitados por la Providencia, supieron glorificar a Dios cumpliendo sus designios.

En este sentido, San Antón se constituye en un lucero de la vida ascético-monacal, abriendo camino para una miríada de almas que eligieron abandonar el mundo para encontrarse con su Creador a través de una vía de penitencia. Por su constancia y fidelidad, el Señor hizo de él la roca sobre la cual la Iglesia pudo apoyarse para disipar los pérfidos embates de la herejía.

Que su ejemplo pueda sustentar a todos aquellos que, en los días actuales, libran combates quizá mayores contra los enemigos de Dios y su Iglesia, recordándoles la promesa infalible del Salvador: «Las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16, 18).

 

Notas

1 QUEFFÉLEC, Henri. Santo Antão do deserto. Lisboa: Aster, 1961, pp. 63-64.
2 SAN ATANASIO DE ALEJANDRÍA. Vita di Antonio, 8, 2. 3.ª ed. Milano: Paoline, 2011, p. 95.
3 Ídem, 9, 8, pp. 96-97.
4 Ídem, 10, 3, p. 98.
5 QUEFFÉLEC, op. cit., pp. 90-91.
6 FÜLÖP-MILLER, René. Os Santos que abalaram o mundo. 7.ª ed. Rio de Janeiro: José Olympio, 1968, p. 32.
7 SAN ATANASIO DE ALEJANDRÍA, op. cit., 46, 6, p. 134.
8 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. El don de la sabidua en la mente, vida y obra de Plinio Corrêa de Oliveira. Città del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2016, v. I, p. 16.
9 Cf. SAN ATANASIO DE ALEJANDRÍA, op. cit., 82, pp. 166-168.

 

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