Caía la noche en aquel 24 de diciembre de 1795. Un intenso frío invernal azotaba las regiones de Bretaña, trayendo a la memoria de un pobre campesino la noche santa por excelencia en la que el Salvador vino al mundo.
No obstante, la situación en la que se encontraba difería trágicamente de la primera Navidad: el canto de los ángeles no se oía, la estrella de los Reyes Magos no brillaba y la mirada maternal de la Virgen, unida a la benevolencia paternal de San José, era sustituida por el odio de cuatro facinerosos revolucionarios que lo habían atado a un árbol…
El joven formaba parte de los fervientes católicos que vivían en el noroeste de Francia, conocidos como chouans, y que en nombre de la religión y la monarquía resistieron a la violencia de la Revolución francesa.
Tras haber sido brutalmente hostigado, escuchaba angustiado las mofas de sus perseguidores y sentía que la muerte se acercaba, porque, en los tiempos de una guerra como ésa, un hombre capturado era sinónimo de un hombre perdido.
—¡Si pudiera, de un solo disparo, matar a más de mil de tu calaña! —vociferaba uno de los malhechores.
El prisionero, cabizbajo, no decía nada. Tampoco era necesario que lo hiciera; Dios hablaría por él.
Entonces, una melodía cristalina rompió el silencio de aquellas vastas extensiones. Ora graves y solemnes, ora agudas e inocentes, en la lejanía repicaban las campanas. Sobresaltados, pensando que se trataba de una señal de alarma de los resistentes, los republicanos preguntaron al chouan de qué se trataba.
—Es Navidad —respondió— y están tocando para la misa de medianoche.
¡Navidad! Esa palabra resonó en sus corazones empedernidos, despertando un mundo de nostálgicos recuerdos: misas del gallo en familia, encantadores belenes y luminosos árboles de Navidad, música de diáfana candidez, regalos vivamente esperados, suculentos banquetes… en fin, todo lo que puede adornar una verdadera y santa Navidad susurraba a sus almas irresistibles invitaciones a la conversión. La inocencia, ya agonizante en aquellas almas, hacía su último llamamiento… y parecía que estaba siendo atendida.
Después de un elocuente silencio, los revolucionarios le dirigieron la palabra al desafortunado, ya con cierta compasión. Le preguntaron de dónde era y cómo se llamaba.
—Soy de Coglès, y me llaman Branche d’Or —declaró el chouan.
—¿Tu madre todavía está viva? ¿Tienes esposa e hijos?
Un gemido ronco fue su única respuesta y, a la luz de la hoguera, brilló una lágrima en su rostro. Los soldados, avergonzados, se miraron entre sí. Intentaban contener el deseo de soltarlo, en tanto las campanas seguían repicando en los alrededores.
—Puedes irte —le dijo el comandante al contrarrevolucionario, mientras lo desataba.
El bretón levantó la cabeza sin creerse lo que estaba oyendo.
—¡Vete rápido! ¡Huye! Eres libre.
Pensando que se trataba aún de otra injuria, el chouan se levantó y observó por un momento a los revolucionarios. Una luz, milagrosa como la estrella de Belén, parecía titilar en el semblante de aquellos asesinos. Al darse cuenta de que lo que había escuchado era cierto, huyó hacia el bosque en dirección a su aldea. Había sido salvado por la Navidad…
Cuánta ternura, sublimidad y sacrosanta unción acompañan esta fiesta. Sus campanas tañen para todos, incluso para quienes se han apartado de Dios. Para los justos resuena como un himno de consuelo; para los pecadores, como una invitación a abandonar sus vicios más arraigados. Y nosotros, ¿qué haremos con las gracias de esta Navidad? ◊

