Para ser un buen católico y mantenerse en estado de gracia, el hombre necesita admirar cada una de las virtudes ensalzadas en las letanías del Sagrado Corazón de Jesús, pues son esenciales para la vida espiritual. En su existencia terrena, el Señor dio ejemplos destacadísimos, flagrantísimos y bellísimos de estas virtudes; ejemplos indelebles que iluminarán al mundo durante toda la historia de la humanidad en la tierra, y de los bienaventurados en el Cielo por toda la eternidad.
Hay, no obstante, una invocación especialmente digna de mención y poco comentada: Corazón de Jesús, Rey y centro de todos los corazones.
Señor de nuestra voluntad
¿Cuál es la diferencia entre ser Rey y ser el centro de todos los corazones?
Al ser el Señor verdadero Dios y verdadero hombre, es Rey de toda la creación y, en consecuencia, de los hombres. Pero hay diferencias entre reinar sobre los hombres y reinar en los corazones.
Un monarca es capaz de ejercer efectivamente el poder por derecho; sin embargo, si no manifiesta las virtudes y cualidades propias de la realeza, podrá ser malquisto e incluso detestado por su pueblo. De donde reinar en los corazones sea muy superior a imperar tan sólo sobre las personas.
Verdadero Dios y verdadero hombre, Jesús es Rey de toda la creación; pero hay diferencias entre reinar sobre los hombres y reinar en los corazones
Según una antigua simbología, el corazón representa la afectividad del hombre. De este modo, la mencionada invocación significa que Jesús tiene el derecho y, de hecho, el poder de atraer el afecto y el cariño de todos los hombres.
No obstante, tales sentimientos son elementos de un todo, la voluntad humana, mayor que las partes, de la que el Señor es, por tanto, el Rey y el centro. Así, le cabe a esa voluntad reconocer el deber de amarlo, y a nosotros nos corresponde practicar el acto volitivo ordenado a ese amor, aunque a veces nos encontremos en la aridez y en una completa falta de sensibilidad de cariño y afección —una prueba, por cierto, frecuente en la vida espiritual.
Es importante que tengamos una voluntad firme, de temple, que sepa lo que debe querer y quiera lo que debe, la cual esté convencida de que el Sagrado Corazón de Jesús es el Rey y centro de todas las voluntades y, por tanto, tiene derecho a que todos los hombres tiendan seriamente hacia él con el elemento capital del amor que es la voluntad.
Una realeza a menudo no reconocida
En el huerto de los olivos, Jesús se quejó a los Apóstoles porque no pudieron velar con Él durante una hora. En dos ocasiones salió a su encuentro bañado en sangre, que había trasudado a causa de su estado de aflicción y que debería haberles infundido compasión. Pero la sensibilidad de los discípulos no se movió. Se despertaron, lo vieron y siguieron durmiendo…
Sin embargo, el peor mal consistió en que no tenían la firme voluntad y resolución de hacerle compañía, de consolarlo y luego de seguirlo hasta lo alto del Calvario. Los episodios posteriores lo demuestran claramente.
Ahora bien, el Señor tenía derecho a ser Rey de aquellos corazones. Pero no lo era en realidad, porque no reconocían su realeza, no lo querían como debían.
La total falta de responsabilidad demostrada por los Apóstoles en los acontecimientos culminantes de la Pasión evidencia de qué es capaz el hombre cuando sólo muestra un cariño sensible para con el Redentor, y no la fuerza de voluntad que, en la aridez e incluso en la desolación, lo hace fiel.
Reino de María, Reino del Corazón de Jesús
Entonces, ¿cuándo se materializará el reinado del Sagrado Corazón de Jesús en la tierra? Evidentemente, en el Reino de María. Un Reino lleva al otro. En efecto, Nuestra Señora está completamente centrada en Cristo. Establecer su Reino es establecer el del Sagrado Corazón de Jesús.
Por las insistentes oraciones de la Santísima Virgen, que ya ahora, y sobre todo en su Reino, se volverán extraordinariamente poderosas, se les concederá a los hombres, no sólo los mayores grados de sensibilidad para con el Corazón de Jesús, sino una extraordinaria firmeza de voluntad en relación con sus regios diseños. Es decir, siendo Cristo nuestro Rey por derecho, tomaremos delante de Él la actitud de súbditos ante su monarca, aunque para defender su reinado tengamos que dar la vida luchando en los peldaños del trono.
El papel de las firmes convicciones
Es necesario añadir que nadie tendrá una voluntad firme si no tiene convicciones firmes. Quien no tenga una fe inquebrantable en la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo y en la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana será incapaz de grandes resoluciones. Cuando llegue la hora del sacrificio y del holocausto, existirá un choque. De hecho, si le sobreviene una amenaza al instinto de conservación de la vida o de los bienes que le convienen —como la riqueza, la reputación, la posición social, la salud—, la tendencia será salvarlos en beneficio del interesado. El egoísmo es la hipertrofia de este instinto.
En ese momento surgirá una pregunta soplada por el propio instinto: «¿El motivo por el que voy a sacrificarme por Él se resistirá realmente al raciocinio?». Es un subterfugio que la cobardía humana encuentra para eludir el deber, sin tener la sensación de violarlo.
Entendemos, entonces, cómo la persuasión es un elemento fundamental de este conjunto de factores por los cuales Nuestro Señor Jesucristo es reconocido como Rey de los corazones.
Siendo Cristo nuestro Rey por derecho, lo será de hecho si estamos convencidos de las verdades de nuestra fe y dispuestos a entregarnos a Él por entero
Por lo tanto, nuestras certezas han de ser tan firmes o más que nuestras resoluciones. El católico debe decirse a sí mismo: «Tengo una fe inquebrantable, la cual excluye cualquier duda de que Jesucristo es mi Dios y Redentor, estuvo en la tierra, realizó todas las acciones narradas en el Evangelio, entre otras la de fundar la Iglesia, enseñó la doctrina e hizo los milagros allí descritos; demostró mediante su Resurrección la veracidad de todo lo que Él es y dijo, y subió a los Cielos. Convencido de estas razones, estoy dispuesto a morir por Nuestro Señor».
Esos son los corazones hechos según el Corazón de Jesús. Él nos dio todas las pruebas posibles de ser nuestro archimodelo, habiendo hecho su sacrificio hasta el punto de gritar desde lo alto de la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46) y, a continuación, exhalar. La frase del Señor al buen ladrón —«Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43)— manifiesta su certeza y determinación de llegar hasta el final, a través de los peores obstáculos y las mayores dificultades.
Manantial de gracias y misericordias
Aún más. El Sagrado Corazón de Jesús es la fuente de donde irradian las gracias por las cuales somos capaces de adquirir esa certeza y esa fuerza de voluntad que el hombre, por sí mismo, es incapaz de poseer cuando tiene en vista fines sobrenaturales; únicamente lo logra con el auxilio de la gracia.
A ello concurre el aspecto sensible del símbolo: el Corazón de Jesús es el receptáculo lleno de misericordia y de afecto para quien le suplique esas gracias. Desea concederlas y está a la espera, en la infinidad de sus riquezas, de que alguien le pida una parte o la plenitud de ellas —según la capacidad de quien las recibe— para responder de inmediato.
Entonces el Señor, Rey por derecho, se convierte en Rey de hecho. Si los hombres fueran así —y no importa que sean todos numéricamente hablando, sino la parte de mayor influencia e irradiación en la sociedad, aquella capaz de dirigir las voluntades—, el Reino de María estará implantado.
Eje del que todo se acerca o se aleja
Cumple analizar ahora el otro término de la invocación, que dice: centro de todos los corazones. La palabra centro —no el geométrico, pues se trata de una metáfora— sugiere la idea de una multitud de corazones con un punto de atracción en función del cual todos se mueven para aceptar o rechazar algo. Aunque no nos demos cuenta, los movimientos de la vida privada de cada uno, así como los de la Historia, se desarrollan en torno al Sagrado Corazón de Jesús.
Imaginemos un imán gigantesco alrededor del cual se disponen una inmensa cantidad de limaduras de hierro y un viento soplando sobre ellas. El viento tiende a dispersar las limaduras, mientras que el imán busca atraerlas.
Supongamos que cada una de las limaduras estuviera dotada de inteligencia y libre albedrío, y en todo momento, a causa del viento y de la atracción, se sintiera obligada a elegir entre acercarse o alejarse del imán. Esta es una imagen del significado de las palabras Rey y centro de todos los corazones. Así, a cada instante de nuestra vida, estamos acercándonos o alejándonos del Sagrado Corazón de Jesús. Es el sentido de todo acto que realizamos.
A cada instante de nuestra vida, en todo acto que realizamos, estamos acercándonos o alejándonos del Sagrado Corazón de Jesús
¿Quién sopla ese viento que dispersa y trata de alejarnos del Señor? Evidentemente, es Satanás. Debemos estar continuamente caminando hacia el centro, es decir, hacia Dios, oponiéndonos a la atracción ejercida por el diablo. Por derecho, el Señor es el imán.
Y Él también lo es en el sentido de que ejerce un poder de atracción sobre todos los corazones. Pero le da al hombre el libre albedrío. Si éste lo rechaza, pecará y, si no se arrepiente, puede ir al infierno.
Estas consideraciones se aplican igualmente a los países que tienen como que una inteligencia y una voluntad colectivas, que constituyen la opinión pública. Ésta se mueve como las opiniones individuales, ya que es la síntesis o la suma de ellas. Así, cada uno de nosotros ejerce un pequeño o gran peso en la inclinación de la opinión pública, y tiene responsabilidad sobre su orientación hacia un lado u otro. De manera especial lo tienen los que pertenecen a un movimiento como el nuestro, cuyo objetivo específico es actuar en el consenso general para combatir el mal «viento» que sopla sobre la frágil limadura de la opinión individual, es decir, contrarrestar la acción del demonio sobre las almas, y crear condiciones favorables para que la atracción de Nuestro Señor Jesucristo se ejerza por completo.
En favor del Rey y de la Reina, su madre
En este sentido, somos soldados del Rey que tratan de conquistar para Él limadura por limadura, o partícula por partícula de la limadura, cuyo conjunto constituye la opinión pública, y llevarlas hacia ese divino centro de todos los corazones. Y, como destacábamos antes, el reinado de María se establecerá cuando la parte más poderosa, más ponderable y decisiva de la opinión pública haya conducido al género humano a pertenecer efectivamente al Corazón de Jesús.
En una palabra, el Reino de María es un medio necesario para que exista el Reino de Jesús, el cual representará una inmensa gracia para la humanidad, una insondable misericordia para los hombres que poco o muy poco han hecho para merecerlo. Esta dádiva sólo nos será alcanzada por la Virgen, Mediadora de todas las gracias.
No hay nada imposible para quien confía
Finalmente, si tenemos en cuenta que la victoria por la que tanto nos empeñamos depende primordialmente de la gracia —sin la gracia no pasa, sin mucha gracia no pasa, sin torrentes de gracia no pasa…
[En ese preciso momento de su exposición, el Dr. Plinio, al hacer un gesto con su brazo izquierdo, sin querer derribó la copa en la que se le servía agua, colocada sobre una mesita a su lado. La copa, de fino cristal, golpeó el borde de la pequeña mesa y se proyectó hacia el suelo, cayendo boca abajo. Después de tocar la alfombra, saltó en el aire, se enderezó y finalmente aterrizó de pie. No sufrió el mínimo rasguño, como si hubiera sido puesta allí por una mano cuidadosa. El insólito hecho produjo una natural reacción, mezcla de sorpresa y encanto, en todos los que lo vieron. El Dr. Plinio aprovechó la circunstancia para sacar de ella una enseñanza más.]
Hablábamos de la necesidad de torrentes de gracias que dependen de la intercesión de Nuestra Señora, quien elige las ocasiones adecuadas para dispensarlas. A veces, cuando el alma, compenetrada de su miseria, se encuentra más tocada y orientada hacia la receptividad; a veces, en las peores horas de su vida espiritual, cuando la gracia actúa y vence nuestra maldad.
Insisto, por tanto, en la idea de que el papel soberano de la gracia y el de Nuestra Señora al obtenerla del Corazón infinitamente misericordioso de su Hijo, son decisivos en la historia. En estas condiciones, no deberíamos preocuparnos, de manera crucial, por los factores y circunstancias humanos. Lo importante es que Dios, en su clemencia, nos sea propicio, lo cual podemos lograr rezándole a la Virgen.
La historia de la gota de agua en la copa nos lo demuestra: ¡no hay nada difícil, no hay nada imposible para quien confía en Jesús y María!
Imaginemos que en el fondo de esta copa hubiera una gota de agua dotada de pensamiento. Estaría contenta de vivir dentro de un cristal, con sus destellos propios. No consideraría que el recipiente pudiera volcarse y diría: «¡Estoy en el fondo de esta copa y no me pasará nada!».
De repente, el cristal recibe un codazo de un orador poco cauteloso… La gota se asusta, siente un escalofrío y, al darse cuenta de que la copa se inclina peligrosamente, exclama: «No será nada. ¡Ten confianza en Nuestra Señora!». Cuando el cristal da una voltereta, se pregunta: «¿Qué será de mí ahora? Me voy a caer…». Pero continúa afirmando: «No será nada. ¡Ten confianza en Nuestra Señora!». Y la copa cae de pie.
Es decir, la virtud de la confianza es, al mismo tiempo, fruto y condición de la perfecta devoción a los Sagrados Corazones de Jesús y de María. Por mayores que sean los embates que suframos, por más que parezca que estamos en una sucesión de desastres, confiemos en la Virgen. Y si los hechos desacreditan nuestra confianza, y Ella permite que demos volteretas, recordemos la metáfora de la gota de agua: se aferró con todas sus fuerzas a la superficie lisa de un cristal fascinante y, finalmente, notó que la copa cayó de pie.
Cuando nos dirijamos, pues, al Sagrado Corazón de Jesús, tengamos presente que Él es el Rey y centro de todos los corazones, Rey y centro de la historia, y consideremos la necesidad de poseer una mente y una voluntad firmes, una sensibilidad varonil y fuerte, que resista hasta los mayores eclipses de los sentidos y, en la peor de las arideces, permanezca con el inquebrantable deseo de ofrecerlo todo al Señor por medio de María, para que venga el Reino del Sagrado Corazón de Jesús, a través del Reino del Corazón Inmaculado de la Madre de Dios.
Alguien podrá decir: «¡Qué difícil es esto!».
Le respondo: «La historia de la gota de agua en la copa nos lo demuestra: ¡no hay nada difícil, no hay nada imposible para quien confía en Jesús y María!». ◊
Fragmentos de: Conferencia.
São Paulo, 7/6/1991.