Si San Pablo afirma que hay un «único mediador entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús», ¿para qué recurrir a la intercesión de la Virgen María? ¿No sería más adecuado recurrir directamente al Señor?
A lo largo de los siglos, mucho se ha discutido respecto al culto prestado a la Virgen, lo que ha concurrido no sólo a establecer sus bases doctrinarias, sino también para enfervorizar a los verdaderos hijos de María. Sin embargo, aunque la devoción a la Reina celestial esté sellada por el Espíritu Paráclito en los dogmas y enseñanzas de la Iglesia, todavía en nuestros días surgen dudas relativas a su necesidad y origen.
Al final, ¿Cristo no es el único Mediador?
En efecto, ¿cuántos de nosotros sabrían responder con seguridad si alguien nos preguntara quién es el «autor» de esa devoción?
¿Habría sido San Pedro, como primer Papa, el que se empeñara en glorificarla por conocer su papel como Madre de la Iglesia? ¿O acaso ocurrió, quizá, que San Juan, tomado de arrobamientos de amor filial, decidió propagar por el mundo las grandezas de su Inmaculado Corazón?
No hay, con todo, indicio alguno de que los Apóstoles fueran grandes impulsores de la devoción a María Santísima. A eso se suma que el dirigirse directamente al Señor pareciera ser más conforme a las Escrituras. Al final, si San Pablo afirma que hay un «único mediador entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús» (1 Tim 2, 5), ¿para qué recurrir a la intercesión de la Virgen María?
De Ella recibió la naturaleza humana
Ante esto, cabe observar que muchas de las declaraciones hechas por Jesús sobre sí, las atribuyó igualmente a otros. Por ejemplo, dice ser «la luz del mundo» (Jn 8, 12), pero concede a sus discípulos idéntico título (cf. Mt 5, 14); se presenta como «el buen pastor» (Jn 10, 11), pero confía el cuidado de su rebaño a Pedro (cf. Jn 21, 15-17).
Algo análogo pasa con respecto a su mediación: se puede atribuir a otros —eminentemente a la Santísima Virgen— de modo derivado y secundario lo que compete de modo principal y perfecto al Redentor. En ese sentido, el Apóstol alega que en su carne completa lo que falta a la Pasión del Señor (cf. Col 1, 24), sin que el mérito de ésta haya sido, de ninguna manera, deficiente.
Aparte de eso, San Pablo no afirma simplemente que el Verbo eterno del Padre, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, sea el Mediador entre Dios y la humanidad, sino el «hombre Cristo Jesús». Fue en virtud de la Encarnación en el seno virginal de María que el Hijo asumió este papel y, por tanto, en la propia mediación de Jesús está presente la colaboración de Nuestra Señora, pues de Ella recibió su naturaleza humana.
«Ha hecho obras grandes en mí…»
Permanece, empero, la pregunta: ¿Quién es el «autor» de la devoción a la Santísima Virgen?
Recorriendo la Sagrada Escritura encontramos una sintética cronología de la Historia de la salvación, que puede aclararnos algo al respecto: «En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas» (Heb 1, 1), «mas cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Gál 4, 4).
Al entrar en el mundo, recibió un cuerpo (cf. Heb 10, 5): «El Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14), haciéndose en todo semejante a nosotros, «menos en el pecado» (Heb 4, 15). Esa obra se inició cuando «el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David» (Lc 1, 26-27a).
«El nombre de la virgen era María» (Lc 1, 27b), y de Ella dio testimonio su prima Isabel, al exclamar llena del Espíritu Santo: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!» (Lc 1, 42).
Está bien… Pero ¿quién es, finalmente, el «autor» de la devoción a esa Virgen bendita? Si aún nos queda duda, preguntémosle a Ella misma y nos responderá como en la Visitación: «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí» (Lc 1, 48-49). El sublime e inefable papel que Dios le otorgó en el Cielo y en la tierra es a causa de la gran devoción de los cristianos a la Madre de Dios.
Hemos sido puestos en el regazo de María
Si continuamos recorriendo el Nuevo Testamento encontraremos a Jesús realizando su primer milagro, antes incluso de que llegara su hora (cf. Jn 2, 4-5), a fin de atender una petición de su Madre. Y, como por Ella había comenzado su vida pública, también por medio de Ella quiso cerrar su comunicación con los hombres. Estando crucificado en el madero, al labrar su testamento de amor el Señor nos dejó a María como su mayor legado: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 27).
Tras haber sido bajado de la cruz, el mismo cuerpo que años antes la Santísima Virgen había recostado en un pesebre (cf. Lc 2, 7) reposó ya sin vida en sus brazos. El espíritu fue entregado en las manos del Padre (cf. Lc 23, 46) y el cuerpo depositado en el regazo de su Madre. ¿Qué cuerpo? El Cuerpo de Cristo, la Iglesia (cf. Col 1, 18), que somos nosotros (cf. 1 Cor 12, 27).
Cada uno de nosotros ha sido puesto en el regazo de la Virgen y engendrado como hijo suyo por obra del Espíritu Santo, a tal punto que San Bernardo de Claraval afirma: «Dios no quiso que tuviéramos nada sin que pasara por manos de María»1. De hecho, si Cristo Señor es la fuente de agua viva (cf. Jn 4, 14), la Santísima Virgen es el acueducto a través del cual llegan hasta nosotros todos los bienes que emanan de ese manantial sagrado.
Perseveremos con Ella en la oración
Después de estas consideraciones, aún cabe preguntar ¿de dónde procede la devoción a Nuestra Señora? ¡Dios es el Autor, con «A» mayúscula, de esa grande e indispensable devoción!
Así pues, no tengamos recelo de perseverar en la oración con «María, la Madre de Jesús» (Hch 1, 1), como hicieron los Apóstoles después de la Ascensión. Imitemos a los cristianos de los primeros siglos que, como hijos amorosos, rogaban el auxilio de Nuestra Señor en sus dificultades: «Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios. No desoigas las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades, antes bien, líbranos de todos los peligros, Virgen gloriosa y bendita»2. ◊