¿Qué hora es?

Desde la salida del sol hasta su ocaso, el cielo nos presenta aspectos de la acción divina en las almas: una sucesión de fulgores y penumbras, que exigen del hombre perseverancia.

La naturaleza siempre ha sido un medio para comunicarse con el Creador; cual espejo, le permite al hombre vislumbrar algo de la belleza increada. Tomando como ejemplo el firmamento, con la variedad de tonalidades que contemplamos desde la aurora hasta el ocaso, notamos que nos ofrece un cuadro encantador: la seriedad de la alborada, llena de fuerza y majestad en su colorido, alcanza una gloriosa plenitud en el fulgor del mediodía y, luego, se oscurece lentamente en las tristezas del crepúsculo.

Hay así, a lo largo del día, una armoniosa sucesión de aspectos, del preludio al apogeo y desde éste hasta el declive, en un proceso de desarrollo y retroceso. Se trata de un espectáculo que nos es concedido diariamente por la bondad de aquel que nos ama con dilección infinita: ¡Dios!

Para un espíritu católico —admirativo y reparador—, este ciclo de múltiples configuraciones que el cielo recorre se asemeja a un reloj, el cual ofrece elementos para que comprendamos el alma humana en sus varias disposiciones. En efecto, ésta presenta matices particulares cuando es analizada bajo el prisma de su relación para con Dios.

Al mediodía, ¡el amor domina!

Existe un «horario» en la vida espiritual en que todo está claro, análogo a lo que sucede en el firmamento cuando el sol alcanza su cenit. La inocencia se presenta con esplendor, y el individuo irradia a los demás el amor divino que ha degustado, en la recta intención de hacer el bien, como conviene al inocente. Las luces divinas fulguran de tal manera que «el alma más parece Dios que alma, y aun es Dios por participación»…1

Al encontrarse con almas «ensombrecidas» por los efectos del pecado, su caridad las ilumina y su calor les infunde nuevo vigor, recordándoles que por culpa de la contingencia humana no se consigue admirar el «día» sin un auxilio externo. En esa hora dominada por el amor, «podemos decir que la luz de Dios y del alma toda es una»,2 llevándola a realizar prodigios de virtud y santidad: ¡es el «mediodía» de la vida interior!

Pero el sol no se queda eternamente en lo alto… El día sigue su curso, las manecillas recorren los minutos del reloj, y el tiempo pasa. El interior del hombre también tiene ocasos, cuya belleza no puede pasarnos desapercibida.

Por la tarde, la hora de la nostalgia…

Se acerca el final de la tarde. Imaginemos que son las seis. El astro rey se va despidiendo con una espectacular presentación, donde el color, la luz y el movimiento de la bóveda celeste le permiten al hombre recordar, con nostalgia, la «infancia querida que ya los años no nos traerán»…3 La añoranza de una convivencia marcada por la alegría primaveral de la vida espiritual que, maravillado, todo hombre tuvo un día la felicidad de disfrutar, a semejanza de Adán en el jardín del Edén antes de manchar su alma con el pecado.

Es muy probable que, en este «horario» de la existencia, el dorado de la inocencia haya cedido al brillo plateado de la restauración, dejando que el sol se oculte entre espesas nubes… Aunque no le sea posible contemplarlo en el horizonte, el alma debe creer que el amor divino permanece inmutable: «Dios está como por detrás de las nubes, mirando y, por así decirlo, dosificando con misericordia el temor que esa alma debe tener para restaurarse».4 Entonces, para que vea nuevamente su luz, a veces es necesario que se reconcilie con Él mediante el sacramento del perdón.

Al atardecer suena el momento de las confidencias entre el Creador y la criatura, de la dulce tristeza que el recuerdo de la mañana trae al alma. Es el horario del mudo agrado, de la despedida envuelta en la suavidad del ocaso. Lejos de hacer que el alma abandone la lucha, el crepúsculo la prepara para los combates que están por venir, pues quien aspira a la unión con Dios «no se ha de echar a dormir».5 El corazón pide, por tanto, ser probado por aquel de quien lo ha recibido todo… ¡Es justo!

En la oscuridad de la noche, la prueba de la fidelidad

Así pues, el noble colorido del atardecer da paso al esplendor regio de la noche que, cuidadosamente, cubre el firmamento con su velo negro repleto de brillantes. En este gesto de respetuosa sumisión, el sol nos revela hasta qué punto las renuncias y dificultades acrisolan el amor, invitando a la inocencia al sacrificio, a fin de conservar en el alma los encantos de la infancia espiritual. Dios sumerge en la noche oscura a quienes «quiere purificar de todas estas imperfecciones para llevarlos adelante».6 Retira su luz admirable, mientras alumbra al alma «no sólo dándole conocimiento de su bajeza y miseria, sino también de la grandeza y excelencia de Dios».7

Sin otra luz y guía, sino la que arde en el corazón,8 el alma madura y adquiere una relación estable en la convivencia con Dios, porque la prueba la prepara para el reencuentro que vendrá: «Es poco todo lo que pudiéremos servir y padecer y hacer para disponernos a tan grandes mercedes».9 Por eso, San Juan de la Cruz exclama, lleno de fervor: «Para gran luz [es] el padecer tinieblas».10

El alma busca a su Señor, pero no lo encuentra y, rechazando todo consuelo, su recuerdo la lleva a gemir (cf. Sal 76, 4)… Desde su interior, se dirige a Él, lo busca allí donde están guardadas las esperanzas de la aurora y distingue sus pasos en el centelleo de las estrellas, pues también es indispensable admirar la acción de la gracia divina en los demás.

A veces el hombre cae en la desesperación y se siente abandonado en medio de las densas tinieblas de la prueba, característica de esta etapa espiritual. Sin embargo, no ha de olvidar que cuanto más «oscura» sea la noche, ¡más cerca estará el amanecer!

Al despuntar la aurora, el premio de la perseverancia

Después de las duras luchas de la desolación interior, la luz del alma fiel se levantará en la oscuridad y su noche resplandecerá como el mediodía (cf. Is 58, 10). Desapegada de las afecciones terrenas, está apta para recibir una vez más la luz de la unión divina,11 que llegará al alba. Entonces comprobará que si perseveró ha sido porque Dios la amó primero (cf. 1 Jn 4, 19).

Pidámosle, pues, a María Santísima, Madre del Amor Hermoso, que nos enseñe a restituir ese amor que hemos recibido, aun cuando nuestros sentimientos clamen lo contrario… Y aguardemos con esperanza el despuntar de una gloriosa aurora, inicio de la era histórica en la cual Ella será enteramente conocida y amada «de la salida del sol hasta su ocaso» (Sal 112, 3): ¡el Reino de María! 

 

Notas


1 SAN JUAN DE LA CRUZ. «Subida del Monte Carmelo». L. II, c. 5, n.º 7. In: Vida y obras. 4.ª ed. Madrid: BAC, 2002, p. 461.

2 SAN JUAN DE LA CRUZ. «Llama de amor viva». Canción III, n.º 71. In: Vida y obras, op. cit., p. 1076.

3 ABREU, Casimiro de. «Meus oito anos». In: As primaveras. 2.ª ed. São Paulo: Martin Claret, 2018, p. 44.

4 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. «Salva-me, Senhor, pela tua misericórdia». In: Dr. Plinio. São Paulo. Año VIII. N.º 88 (jul, 2005); p. 13.

5 SANTA TERESA DE JESÚS. «Las moradas del castillo interior». Moradas quintas, c. 4, n.º 10. In: Obras Completas. Madrid: BAC, 1954, p. 412.

6 SAN JUAN DE LA CRUZ. «Noche oscura». L. I, c. 2, n.º 8. In: Vida y obras, op. cit., p. 639.

7 Ídem, c. 12, n.º 4, p. 659.

8 Cf. Ídem, L. II, c. 25, p. 727.

9 SANTA TERESA DE JESÚS, op. cit., p. 412.

10 SAN JUAN DE LA CRUZ. «Epistolario. A la Madre Catalina de Jesús, 6/7/1581». In: Vida y obras, op. cit., p. 1140.

11 Cf. SAN JUAN DE LA CRUZ. «Subida del Monte Carmelo». L. I, c. 4, n.º 2, op. cit., p.423.

 

1 COMENTARIO

  1. Un artículo muy apropiado para reposar en la paz de alma y el silencio interior, nos hace salir del día a día tan lleno de vaivenes de trabajo, estudio y preocupaciones. Me encanta cómo la Hna. Luciana resalta la belleza de la inocencia en cada una de sus etapas, me hace recordar a una Hermana de los Heraldos que conocí hace unos años, que testimonió la fe con su gran ejemplo de virtud y guió mis primeros pasos en la vida espiritual, Dios la tenga en su gloria. Que Dios nos sostenga en las noches oscuras por las cuales aún tengamos que pasar, sabiendo que pronto despuntará el amanecer.

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