¿Qué es el Libro de la Vida?

«El vencedor será vestido de blancas vestiduras, no borraré su nombre del Libro de la Vida y confesaré su nombre delante de mi Padre y delante de sus ángeles» (Ap 3, 5). Cuando leemos este pasaje del Apocalipsis, casi inevitablemente pensamos: «Sea lo que sea ese libro, espero que mi nombre esté allí…».

A fin de cuentas, ¿qué es exactamente ese Libro de la Vida? ¿Un registro de pasaportes del «consulado celestial»? ¿La lista de invitados para la vida eterna? ¿O, quién sabe, la simple —o no tan simple…— acta biográfica de la humanidad? Santo Tomás nos lo explica.

Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento emplean metafóricamente la expresión Libro de la Vida. De hecho, es algo parecido a una lista de invitados o un alistamiento militar, pues, «los hombres acostumbran a escribir en un libro a los elegidos para algo, como soldados o consejeros» (Suma Teológica. I, q. 24, a. 1). Y así como los convidados a un banquete están, por así decirlo, predestinados a él, los predestinados a la vida, es decir, a la salvación eterna, tienen sus nombres inscritos en este volumen.

Sin embargo, esto no quiere decir que se trate de un libro físico, sino de una referencia figurativa al conocimiento de Dios mismo, en el que «firmemente se retiene que algunos están predestinados para la vida eterna» (a. 1).

Además de ser la «inscripción de los que han sido elegidos para la vida», ese libro puede significar también la «inscripción de lo que conduce a la vida» (a. 1, ad 1), bien se trate de lo que debe ser hecho, que se encuentra registrado en la Sagrada Escritura, bien de las acciones ya realizadas en la tierra, que Dios un día traerá a la memoria de los hombres.

Volviendo al primer significado enunciado, nos preguntamos: si éste es un libro de los «elegidos», ¿qué pasa con aquellos que están excluidos de él?

Dios no condena a nadie de antemano. Todos están predestinados a la gloria, pero no todos la alcanzan, debido exclusivamente a su propia conducta. El Altísimo tiene presciencia de todas las cosas: conoce todos los destinos y todas las elecciones; pero eso no significa que condicione por la fuerza las voluntades. Al emplear un lenguaje humano y cronológico, la Sagrada Escritura afirma que algunos son «borrados del libro de los vivos» (Sal 68, 29), mientras que, en otros lugares, los «borrados» parecen no haber sido escritos desde el principio, por la presciencia de Dios. En resumen, quien se excluye del número de los elegidos es el propio hombre, y únicamente él.

A estas alturas, el lector seguramente ya se estará preguntando: «¿Constará mi nombre en ese libro?». El hecho de que exista un Libro de la Vida no debe angustiarnos. Al contrario, debe servirnos de estímulo para alcanzar la salvación eterna. En efecto, así como alguien puede ser borrado del Libro de la Vida, también puede ser inscrito de nuevo en él, siempre que empiece, «por la gracia, a estar ordenado a la vida eterna» (a. 3, ad 3).

Existe también una manera de inscribir nuestro nombre en esa acta de salvación. Se trata de un secreto revelado por San Luis Grignion de Montfort, quien refiere al Doctor Angélico para corroborar dicha afirmación: «Es un signo infalible de predestinación el serle entera y verdaderamente entregado o devoto [de la Santísima Virgen]».1 Quien profesa devoción a Nuestra Señora tiene su nombre escrito en el Libro de la Vida con letras de oro y, aunque una mano justiciera amenazara con borrarlo de ahí, el brazo luminoso de aquella que es la omnipotencia suplicante lo impediría prontamente. Sólo debemos aceptar su maternal misericordia y no dejar de rezar: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén». ◊

 

Notas


1 San Luis María Grignion de Montfort. «Traité de la vraie dévotion à la Sainte Vierge», n.º 40. In: Œuvres Complètes. Paris: Du Seuil, 1966, p. 509.

 

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