Preguntan los lectores

¿Puedo rezar mientras conduzco? ¿Puedo, por ejemplo, acceder al canal de los Heraldos y rezar el rosario durante el tráfico?

João Carlos Alvim – São Paulo

Para responder adecuadamente a esta pregunta, debemos recordar qué es la oración. El Catecismo de la Iglesia Católica adopta la definición clásica: «La elevación del espíritu hacia Dios» (CCE 2098). Pero ¿cuándo podemos elevar nuestra mente a Dios? «Es necesario orar siempre, sin desfallecer» (Lc 18, 1), nos responde el Evangelio. Por lo tanto, nunca se rezará demasiado, siempre que no se abandonen los deberes del propio estado.

El papa Benedicto XVI afirmó en una audiencia el 11 de mayo de 2011: «El hombre sabe, de algún modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle. Santo Tomás de Aquino, uno de los más grandes teólogos de la historia, define la oración como “expresión del deseo que el hombre tiene de Dios”».

Entonces, concretamente, ¿podemos rezar mientras conducimos? Sin ninguna duda. ¿Podemos rezar el rosario durante el tráfico, siguiéndolo, por ejemplo, a través del canal de los Heraldos? ¡Claro que sí! Pero ¡cuidado! La oración es un acto muy importante. Rezar en medio del tráfico no exime del deber de reservar un tiempo especialmente para Dios.

La oración que es hecha mientras se realiza una actividad ha de ser la expresión de un corazón deseoso de santificar cada momento del día. También puede derivarse de la contingencia en la que se encuentre alguien demasiado ocupado con el trabajo, pero no quiere dejar de rezar el rosario. Ahí, perfecto.

Aunque la oración hecha en la iglesia tendrá, normalmente, mucho más valor. Así lo afirma San Juan Crisóstomo, cuyas palabras pueden aplicarse también a las oraciones rezadas fuera de casa, por ejemplo, en el coche: «Si bien puedes rezar en casa, no sabrás hacerlo allí de la misma manera que en la iglesia […]. Cuando invocas al Señor en privado, no eres escuchado tan bien como cuando lo haces en compañía de tus hermanos. Aquí [en el templo] hay algo más, a saber, la unión de los espíritus y de las voces, el vínculo de la caridad y las oraciones de los sacerdotes» (Sur l’incompréhensibilité de Dieu. Homilía 3: SC 28bis, 219).

 

Cuando pecamos, concretamente por carnalidad, ¿entra un ángel malo en la tentación, que nos incita pensamientos para ello?

Héctor Caro Nieto – Vía correo electrónico

Esta pregunta se la hicieron una vez, casi con las mismas palabras, a Mons. João durante una de sus clases de catecismo. Y nuestro fundador respondió lo siguiente: en principio, una tentación puede provenir exclusivamente de la concupiscencia de la carne, es decir, de la naturaleza humana caída por el pecado. Pero añadió, manifestando su acuerdo con esta tesis, que muchos maestros de la vida espiritual afirman que en todas las tentaciones entra la acción del demonio.

Ahora bien, esta postura está perfectamente respaldada por la doctrina católica, como podemos ver en el Catecismo: «Por el pecado de los primeros padres, el diablo adquirió un cierto dominio sobre el hombre, aunque éste permanezca libre. El pecado original entraña “la servidumbre bajo el poder del que poseía el imperio de la muerte, es decir, del diablo”» (CCE 407).

Por lo tanto, la lucha contra la tentación será siempre un enfrentamiento con el demonio: «A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas […]. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien» (Concilio Vaticano II. Gaudium et spes, n.º 37).

Pero no debemos olvidar que sin el auxilio de la gracia de Dios es imposible practicar la castidad. Para ello, es necesario rezar y frecuentar los sacramentos. Con palabras incomparables, San Agustín lo expresó así: «Creía que la continencia se conseguía con las propias fuerzas, las cuales echaba de menos en mí. […] Ciertamente tú me lo darías si llamase a tus oídos con gemidos interiores y con toda confianza arrojase en ti mi cuidado» (Confesiones. L. VI, c. 11, n.º 20).

 

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