Me gustaría hacer una reflexión acerca de una bienaventuranza: «Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 5, 10).
En cada una de las bienaventuranzas, Nuestro Señor Jesucristo enuncia un principio que está de acuerdo con el propio orden natural o sobrenatural de las cosas; por lo tanto, es conforme a la sabiduría, la justicia, la bondad de Dios que esto sea así.
El hecho de que el divino Salvador lo enuncie no quiere decir que esa bienaventuranza comience a vigorar en ese instante. Al contrario, desde el principio del mundo, desde Abel asesinado por Caín hasta el último mártir que haya de morir antes del fin de los tiempos, todos los perseguidos por causa de la justicia tienen la promesa del Reino de los Cielos.
Los sufrimientos del alma son más horribles que los del cuerpo
Para que entendamos por qué está en la naturaleza de las cosas, debemos analizar qué es ser «perseguido» y «por causa de la justicia».
En cuanto a lo primero, los que tienen más o menos mi edad1 han oído hablar tanto de las persecuciones romanas contra los cristianos que cuando se trata el tema se acuerdan de los que fueron martirizados en el Circo Máximo o en el Coliseo en tiempo del Imperio romano de Occidente. Éstos, que pagaron con la vida su fe, son los perseguidos por excelencia.
Luego, con un pequeño esfuerzo de la razón, concordamos en que, por ejemplo, las víctimas católicas de los campos de concentración nazis fueron igualmente perseguidas. Murieron por ser católicas; luego también son mártires. En esa condición está, por ejemplo, San Maximiliano Kolbe, que era realmente santo y falleció víctima de su fidelidad a la fe católica y de su deseo de ayudar a las personas que iban a morir de una manera terrible, en una cámara de exterminio nazi.
Pero lo que siempre permanece en nuestra mente es la idea de que la verdadera persecución es la cruenta, es decir, la que quita la vida de alguien o al menos lesiona su cuerpo. En cambio, la persecución psicológica, la tortura moral infligida contra una persona porque ama la justicia, rara vez se nos presenta como tal.
Ahora bien, por muy duro que sea el sufrimiento del cuerpo, la parte más noble del hombre es el alma; y los sufrimientos de ésta, cuando son grandes, son más horribles que los grandes sufrimientos físicos.
En el Huerto de los Olivos, el Señor sufrió su crucifixión psicológica y moral
El hombre sufre más en el alma que en el cuerpo. Ésta es la razón por la cual, de todos los episodios de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, yo tengo una veneración más profunda y fácil por la agonía en el Huerto, porque allí, por así decirlo, sufrió su crucifixión psicológica y moral. El Redentor previó todo lo que se haría con Él hasta el final y lo aceptó. Tuvo que someterse incluso al sueño y a la infidelidad de los Apóstoles; y luego vino todo lo demás.
Este sufrimiento fue tan grande que, según los Evangelios, Jesús comenzó a sentir tedio —o sea, aridez— y pavor ante lo que iba a suceder, y hasta llegó a sudar sangre, que es una de las manifestaciones más horribles del sufrimiento moral (cf. Mt 26, 37-38; Mc 14, 33-34; Lc 22, 44).
El sufrimiento moral fue mayor que el sufrimiento físico a lo largo de toda la Pasión. Hasta el punto de que, siendo este último inenarrable, el Señor se quejó desde lo alto de la cruz del primero, la aridez en que la Providencia lo había dejado, el abandono en que quedó su humanidad santísima: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46; Mc 15, 34).
No es una pregunta de rebeldía, ni de descontento, sino que es similar a la indagación llena de sumisión que la Santísima Virgen le hizo a Jesús cuando era niño y desapareció. Ella lo encontró en el Templo y le preguntó: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así?» (Lc 2, 48). Fue un gran sufrimiento de alma.
Por lo tanto, Jesús sufrió en su cuerpo santísimo dolores atrocísimos durante la Pasión; pero los dolores morales fueron mayores.
Por ello, la iconografía de la Iglesia nos presenta a Nuestro Señor con el cuerpo cubierto de heridas, pero traduciéndonos su mirada en un sufrimiento mayor debido a las infidelidades e ingratitudes que recibió, y a la maldad con que fue perseguido.
Es decir, concluimos una vez más que la persecución moral, que hace sufrir al alma, es más cruel que la persecución que daña al cuerpo.
La peor forma de persecución: arrastrar al alma hacia el pecado
Tenemos una contraprueba de esto en la actitud de algunos mártires del tiempo del Imperio romano de Occidente. Cierto número de ellos comparecían en la arena tan alegres que se diría que ya estaban entrando en el Cielo, porque eran librados del sufrimiento del alma por un designio de Dios. En el momento de ser víctimas de un jaguar, un tigre, un león, ellos se encontraban inundados de consolación, resplandecientes de alegría, dejando completamente asombrados a los paganos que asistían a su martirio y no comprendían cómo, en tan terrible lance, podía una persona estar contenta.
¿Por qué esta alegría? El sufrimiento del cuerpo estaba presente, pero el sufrimiento del alma estaba ausente. Luego el principal género de persecución es el del alma, por la cual se busca tentarla y arrastrarla hacia el pecado, haciendo que el alma sufra siempre y cuando no consienta en pecar. Se trata de una forma quintaesenciada de persecución.
«Justicia»: síntesis de todas las virtudes
Otro punto: «perseguidos por causa de la justicia».
¿Qué se entiende por «justicia» en esta bienaventuranza? No es solamente la virtud cardinal de la justicia, por la que se le da a cada uno lo que le corresponde, aquello a lo que tiene derecho. La palabra justicia se usa en el Antiguo Testamento para indicar las virtudes como un bloque: las virtudes teologales, las virtudes cardinales y todas las virtudes derivadas. Por consiguiente, a uno no le odian por sus defectos, sino por sus cualidades.
Pasemos ahora a la razón más profunda de las cosas. El individuo que es perseguido por causa de la justicia sabe perfectamente —y si no fuera un hombre culto, al menos lo intuye, porque cada cual cuando se trata de su interés particular es muy intuitivo— que está siendo perseguido por ese motivo. Y también percibe que si deja de amar la justicia, de practicar la virtud o de promover la virtud de los otros, cesará la persecución.
Por ejemplo, el joven cuyos compañeros se burlan de él porque es casto, sabe muy bien que si practica alguna indecencia, toda la antipatía hacia él desaparecerá. Todo el que es perseguido conoce de un modo más o menos confuso la causa de esa persecución.
El premio para los que aman los bienes eternos por encima de los terrenales
Ahora bien, a pesar de saber por qué es perseguido, prefiere aceptar una vida difícil, llena de oposiciones, de calumnias, de críticas, antes que dejar la virtud. Lo cual quiere decir lo siguiente: por causa de bienes que son eternos, sobrenaturales, sacrifica su felicidad en la tierra.
La castidad, por ejemplo, es una virtud natural. Pero si el individuo la practica para hacer la voluntad de Dios, en la perspectiva de la Revelación, de la observancia de los mandamientos, realiza un acto sobrenatural.
Así pues, cuando prefiere ser perseguido antes que romper con eso que, en una expresión inadecuada, llamaríamos un valor sobrenatural, da una prueba evidente de que ama más lo que es extraterreno y eterno que lo que es terreno.
Entonces, porque en esta vida se apegó de tal manera a lo que es eterno y sobrenatural, hasta el punto de sacrificar la alegría terrena, esa persona tiene como premio aquello que amó: el Reino de los Cielos.
O sea, éste le es dado en recompensa a quien, siendo perseguido, ha perseverado; a quien, para defender los valores eternos, inmoló su vida terrena. Como premio recibe el ósculo de Dios, personificación de las virtudes que practicó y al que contemplará cara a cara por toda la eternidad. Lo sacrificó todo en la tierra y lo tendrá todo en el Reino de los Cielos.
El Reino de los Cielos ya se realiza en esta tierra
Pero el Reino de los Cielos no existe sólo en la otra vida. Ya comienza a llevarse a cabo en esta tierra. Es decir, quien es perseguido por causa de la justicia tiene una paz, una tranquilidad de conciencia, un orden interior que el pecador no posee. En él habita el Reino de los Cielos, por el hecho de practicar los mandamientos y mantenerse en estado de gracia.
Por eso tiene la protección, el amparo de la Santísima Virgen ya en este mundo; puede pasar por arideces y pruebas terribles, pero está continuamente sustentado, conservando en sí una felicidad interior que vale más que todas las alegrías terrenales.
San Pablo, en una de sus epístolas, narra todo lo que había sufrido, incluso episodios en que naufragó, en que tuvo que huir de una ciudad metido en un costal a través de la ventana de una casa y otra serie de otras cosas (cf. 2 Cor 11, 23-27.33). Pues bien, en medio de estas tribulaciones rebosaba de alegría.
No era directamente un gozo de bienestar, de consolación sensible, sino una alegría en el fondo del alma, procedente de la rectitud que poseía.
Las persecuciones son una prueba del amor de Dios
De modo que ser perseguido por causa de la justicia es un motivo de alegría. Es la prueba de que se está del lado del bien, de que se puede tener la conciencia tranquila. Ser perseguidos por los malos es seguir los pasos de Nuestro Señor Jesucristo, pasar por donde Él pasó, cargar su cruz como Simón de Cirene.
Cargamos con la cruz de Cristo en la medida en que aceptamos ser perseguidos con Él. Y al igual que el Cirineo se hizo famoso en la Historia y es considerado un bienaventurado porque llevó la cruz, nos corresponde a nosotros dar gracias a Dios si somos elegidos para ello.
En efecto, no cualquiera sufre persecución por causa de la justicia. Dios da una muestra especial de su amor cuando elige a alguien para ser perseguido, para hacer las veces de Cristo. Es una gloria enorme, que debemos apreciar en su debido valor.
«Pon tus pies donde puse los míos»
Imaginemos a un rey que se acerca a uno de sus súbditos y le dijera lo siguiente:
—Mañana tendría que entrar en una ciudad solemnemente, pero no voy a poder ir. Entonces, tú harás de rey; cuando llegues, da este aviso. Serás bien recibido por todos y montado en un carruaje con magníficos asientos. Pasearás por toda la ciudad y el pueblo te ovacionará.
El súbdito se arrodillría a los pies del rey y le respondería:
—Mi señor, qué honor poder sustituiros en un oficio de este porte. Os lo agradezco.
Más que esto, debemos decirle a Nuestro Señor Jesucristo por medio de Nuestra Señora: «Mi Señor, ¡qué honor hacer las veces de vuestra Persona y cargar vuestra cruz! ¡Qué bondad de vuestra parte el conferirme tal cosa! Acepto, ¡dadme fuerzas! Madre de misericordia, ¡ayudadme!».
A veces es duro tener esta fuerza. Cierta religiosa fue favorecida con una visión de Nuestro Señor Jesucristo llevando la cruz e invitándola a seguirlo. Ella se puso a caminar, pero tropezaba con piedras y otros escollos que le hacían sufrir horriblemente, y apenas conseguía acompañar los pasos del Redentor.
Entonces Jesús se volvió hacia ella y le dijo: «Te voy a enseñar un medio por el cual las fuerzas no te faltarán. Mira al suelo y fíjate por donde voy dejando las huellas de mis pies; en lugar de poner los tuyos en cualquier sitio, ponlos donde puse los míos y así el camino será fácil».
Unámonos a Nuestra Señora y tratemos de sufrir con Ella; de este modo estaremos en el camino fácil y seguro del que habla San Luis María Grignion de Montfort. María Santísima nos ayudará y llegaremos a nuestro término. ◊
Extraído, con adaptaciones, de:
Dr. Plinio. São Paulo. Año XIV.
N.º 159 (jun, 2011); pp. 27-30.
Notas
1 El Dr. Plinio tenía 66 años cuando pronunció la conferencia que aquí se transcribe.