Durante los tres días en los que Nuestro Señor estuvo muerto, a los ojos de los que lo conocieron, con excepción de María Santísima, todo parecía irremediablemente perdido. «¡Murió!», pensaron. «Rodaron la piedra a la entrada del sepulcro y la oscuridad envolvió su cuerpo. Se acabó, ya no queda nada».
Ahora bien, quedaba todo. La historia de la salvación de los hombres no había hecho más que comenzar.
Indescriptible alegría de las almas de los justos
Tan pronto como el alma santísima de Nuestro Señor se separó de su cuerpo sagrado, se les apareció a las almas de los justos que esperaban — algunas desde hacía milenios— la Redención y la apertura de las puertas del Cielo.
Imaginemos, si pudiéramos, la felicidad inefable del alma de Adán y la de Eva, constatando que, finalmente, el pecado por ellos cometido, el pecado que había provocado la decadencia del género humano, estaba perdonado y su culpa redimida. Y de igual modo, el júbilo impar del alma de tantos otros justos, patriarcas y profetas del Antiguo Testamento allí reunidos, que aclamaron la aparición de quien los liberaba de aquella larga espera.
Este encuentro fue, sin duda, un espectáculo extraordinario.
En el peor de los momentos, refugio junto a María Santísima
No obstante, para los Apóstoles y los discípulos que habían huido durante la Pasión, esa realidad espiritual y gloriosa les era completamente desconocida. Por el contrario, se encontraban abatidos, prostrados, horrorizados, sin vislumbrar salida alguna para la dramática situación en la que se hallaban. Cada cual se escondió como pudo, esperando que la efervescencia de los acontecimientos se extinguiera y la normalidad de la vida de todos los días hiciera que se olvidaran de ellos.
Otros eran, sin embargo, los designios de la Providencia. Se puede conjeturar que hubo un trabajo misterioso de la gracia en el sentido de sugerirle en el espíritu de cada uno de ellos el deseo de buscar a Nuestra Señora y de refugiarse bajo su manto materno. Junto a Ella —siempre nos es dado suponerlo— se encontraron, llorosos y contritos, aún inciertos en cuanto al futuro. Tan sólo la Madre de Dios confiaba y rezaba, segura del triunfo de su divino Hijo sobre la muerte.
De alguna manera, también propia a lo sobrenatural, la fidelidad de María Santísima empezó a contagiar la tibieza de los Apóstoles y a despertar en el alma de cada uno de ellos sensaciones, esperanzas, percepciones de la maravillosa gracia que les estaba reservada. En el interior de aquellos hombres, en medio de la tormenta de la prueba, se fueron cimentando una convicción nueva y un nuevo ánimo.
Es decir, en el peor de los momentos, porque se refugiaron a los pies de Nuestra Señora, recibieron gracias inestimables que los prepararon para todo lo que luego les sucedería. Unidos en torno a la Virgen fiel, estaban en condiciones de creer en la Resurrección y de predisponerse a la grandiosa misión para la cual habían sido llamados.
Se confirman las más audaces esperanzas
La mañana del tercer día, resurge glorioso el Redentor divino y —como sugiere la creencia de piadosos autores, aunque no lo narren los Evangelios— se le aparece en primer lugar a Nuestra Señora, inundándola de consolación y felicidad. ¡Todo Él era un esplendor único, esparciendo luminosidad celestial a su alrededor como el brillo de mil soles!
Luego se le aparece a María Magdalena y a los demás discípulos. La Resurrección era ya un hecho incontestable. Los Apóstoles creen y exultan. Todo lo que había sido un callejón sin salida se hacía viable y todas las esperanzas, las más audaces, se confirmaron en el triunfo de Cristo resurrecto. Victoria que representaba, al mismo tiempo, la afirmación de toda su vida y un inmenso perdón para sus discípulos.
A partir de entonces pasaron por una auténtica conversión. Transcurridos algunos días más, recibirían la infusión del Espíritu Santo, convirtiéndolos a cada cual en un pilar de amor y fidelidad sobre el cual se erguiría el edificio de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana.
El hombre fiel no se deja abatir por los reveses
De la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo y de los aspectos a ella vinculados —sean los precedentes, sean los que le siguieron— se desprenden algunas enseñanzas.
El hombre modelado según el espíritu del divino Maestro, el hombre que corresponde a las gracias obtenidas a ruegos de María, el hombre fiel que obedece enteramente a la voluntad de Dios y tiene su alma labrada por la doctrina de la Iglesia, ese hombre posee un temple tal que no hay desastre, ruina o tristeza, no hay persecución ni miseria que lo sacudan y lo desvíen de su trayectoria apostólica.
Al contrario, cuanto más grandes son los reveses, mayor es su coraje; cuanto más inesperadas y repentinas son las derrotas, mayor es su voluntad de reaccionar; cuanto más terribles son los golpes que recibe, mayor es su determinación de seguir luchando.
Y si sucediera que cae postrado durante la lid, Dios —que vela por él y por su descendencia espiritual— hará que, de sus ejemplos y de su lección, nazcan discípulos que continúen su obra. Y así, de gloria en gloria, de paso en paso, pero de dolor en dolor, de sufrimiento en sufrimiento, es posible levantar obras de una grandeza y de una belleza inimaginables.
Aunque esas obras nacidas del dolor, de la fidelidad, de la constancia y de la entrega completa de sí mismo para que Dios ejecute su voluntad sobre los hombres, nacen también de la devoción a Nuestra Señora y de la unión con Ella, que nos obtiene gracias indeciblemente fuertes, profundas y tonificantes.
Júbilo que nos prepara para las nuevas pruebas
Otra lección que nos es dada por el triunfo de Nuestro Señor sobre la muerte viene de las jubilosas celebraciones que nos lo recuerdan.
Las pompas de la espléndida y brillante liturgia de la Vigilia Pascual y del Domingo de Resurrección nos hablan de todas las alegría legítimas e incluso gloriosas que el hombre fiel puede disfrutar en su vida.
Con todo, la misión y la tarea de los Apóstoles convertidos nos enseñan que no hay alegría que desvía al hombre fiel del camino del dolor; no hay felicidad que lo ablande, que lo sustraiga de la austeridad con la que recorre el camino del Cielo. Por el contrario, como esa alegría es fruto del Espíritu Santo, el hombre sale de ese día de fiesta y de gloria más dispuesto a soportar todas las humillaciones, todos los dolores y todos los sacrificios necesarios para la gran batalla de la salvación que tendrá por delante.
Por eso, cuando celebremos la Pascua de la Resurrección, debemos pedirle a Jesús resucitado, por intercesión de Nuestra Señora, la fuerza de espíritu por la cual no exista ninguna prueba que nos lleve a la desesperación, ni gloria que nos lleve a la molicie.
Así pues, a través de ese camino de sufrimientos sin desánimos y de triunfos sin relajamientos, al final llegaremos a la imperecedera gloria del Cielo, por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, nuestro Redentor, y por los ruegos de María Santísima, nuestra Madre, a cuyas oraciones tanto le debemos. ◊
Extraído, con pequeñas adaptaciones, de:
Dr. Plinio. São Paulo. Año XI.
N.º 120 (mar, 2008); pp. 18-21.
La victoria de la Iglesia inmortal
La regularidad con que se suceden en el calendario de la Iglesia los varios ciclos del Año litúrgico, imperturbables en su sucesión, por mucho que los acontecimientos de la Historia humana varíen a su alrededor y los altibajos de la política y de las finanzas continúen su carrera desordenada, es una afirmación exacta de la celestial majestad de la Iglesia, que se presenta altanera en el vaivén caprichoso de las pasiones humanas.
Altanera, pero no indiferente. Cuando los días dolorosos de la Semana Santa transcurren en períodos históricos tranquilos y felices, la Iglesia, como madre solícita, se sirve de ellos para reavivar en sus hijos la abnegación, el sentido del sufrimiento heroico, el espíritu de renuncia a la trivialidad cotidiana y la completa entrega a ideales dignos de darle un sentido más elevado a la vida humana. «Un sentido más elevado» no estaría bien decirlo: es el único sentido que la vida tiene, el sentido cristiano.
Pero la Iglesia no es solamente madre cuando nos enseña la gran misión austera del sufrimiento. También lo es cuando, en el extremo del dolor y la aniquilación, hace que ante nuestros ojos brille la luz de la esperanza cristiana, abriéndonos horizontes serenos que la virtud de la confianza pone a los ojos de todos los verdaderos hijos de Dios.
Por lo tanto, la Santa Iglesia se sirve de las alegrías vibrantes y castísimas de la Pascua para que brillen ante nuestros ojos, incluso en las tristezas de la situación contemporánea, la certeza triunfal de que Dios es el supremo Señor de todas las cosas, de que su Cristo es el Rey de la gloria, que venció a la muerte y aplastó al demonio, de que su Iglesia es la reina de inmensa majestad, capaz de levantarse de entre los escombros, de disipar todas las tinieblas y de brillar con un triunfo más lúcido, en el momento preciso en que parecía que le esperaba la más terrible, la más irremediable de las derrotas.
La alegría y el dolor del alma resultan necesariamente del amor. El hombre se alegra cuando tiene lo que ama y se entristece cuando le falta los que ama.
El hombre contemporáneo pone todo su amor en cosas superficiales y, por eso, sólo los acontecimientos superficiales —de lo superficial más cercano a su minúscula persona— lo emocionan. Así pues, sobre todo le impresionan sus desgracias personales y superficiales: su salud delicada, su vacilante situación económica, sus ingratas amistades, los ascensos tardíos, etc. Sin embargo, todo esto, para el verdadero católico que vela ante todo por la mayor gloria de Dios y, por consiguiente, de la salvación de su propia alma y de la exaltación de la Iglesia es, de hecho, secundario.
Por eso el sufrimiento más grande de un católico debe consistir en la condición presente de la Santa Iglesia.
Sin duda, esta situación presenta algo muy consolador. No obstante, sería un error negar que la apostasía general de las naciones continúa en un crescendo asustador; que la tendencia al paganismo se desarrolla vertiginosamente en las naciones heréticas o cismáticas que conservaban aún algunos resquicios de sustancia cristiana. En las propias filas católicas, a la par de un renacimiento prometedor, se puede observar la marcha progresiva del neopaganismo: se depravan las costumbres, se limitan las familias, pululan las sectas protestantes y espíritas.
A despecho de tantos motivos de tristezas, de motivos que presagian, quizá, para el mundo entero, una catástrofe no lejana, continúa la esperanza cristiana. Y la razón de ello nos la enseña la propia fiesta de la Pascua.
Cuando Nuestro Señor Jesucristo murió, los judíos sellaron su sepultura, la guarnecieron con soldados, juzgaron que todo había terminado.
En su impiedad, negaban que Nuestro Señor fuera Hijo de Dios, que fuera capaz de destruir la prisión sepulcral en que yacía, que, sobre todo, fuera capaz de pasar de la muerte a la vida. Ahora bien, todo eso ocurrió. Nuestro Señor resucitó sin ninguna clase de ayuda humana y bajo su imperio la pesada piedra de la sepultura rodó leve y rápidamente, como una nube. Y Él resurgió.
Del mismo modo, la Iglesia inmortal puede ser aparentemente abandonada, injuriada, perseguida. Puede yacer, derrotada en apariencia bajo el peso sepulcral de las más pesadas pruebas. Tiene en sí misma una fuerza interior y sobrenatural, que le viene de Dios, y que le asegura una victoria tanto más espléndida como inesperada y completa.
Esta es la gran lección del día de hoy, el gran consuelo para los hombres rectos que aman por encima de todo a la Iglesia de Dios:
Cristo murió y resucitó.
La Iglesia inmortal resurge de entre la prueba, gloriosa como Cristo, en la radiante aurora de su Resurrección. ◊
Extraído de: «Pascoa».
In: Legionário. São Paulo. Año XVIII.
N.º 660 (1 abr, 1945); p. 2.
PRECIOSAS ENSEÑANZAS DE LA RESURRECCION (Dr. Plinio Correa de Oliveira)
Decía S. Pablo en la Carta a los Corintios, capítulo cinco: «si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe». La Resurrección es el centro de nuestra fe. El S.D.Plinio hablaba de ella a sus hijos.
En el artículo del mes de abril «Preciosas enseñanzas de la Resurrección», S.D.P. resalta cinco enseñanzas que se pueden extraer acerca de la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo:
1- la alegría que sintieron las almas de los justos cuando Cristo, ya resucitado, fue a su encuentro; 2- cómo se refugiaron los Apóstoles en María Santísima porque se sentían abatidos tras la muerte de Jesús; 3- la recuperación de la esperanza por parte de los Apóstoles cuando descubrieron que Jesús había resucitado; 4-a nosotros nos dice que ante las adversidades que suframos en la vida, debemos tener siempre la confianza de que Dios nos da la fuerza necesaria para afrontarlo; 5- y que esas adversidades las afrontemos con el ánimo que nos dará el Espíritu Santo, sabiendo que junto a Jesús y con la intercesión de María alcanzaremos la Gloria.
Mayte Huerta Heredero. Valencia. España