Dos viejos amigos charlaban tranquilamente alrededor de una mesa ricamente decorada para la cena. «Viejos amigos», pues la diferencia de edad entre ellos superaba el siglo.
Curioso banquete éste en el que, en lugar de músicos e instrumentos animando el ambiente, reinaba un meditativo silencio esporádicamente interrumpido por el crepitar de los leños que ardían en la chimenea.
¿De qué hablaban los dos amigos? El satisfecho anfitrión, el más joven de la mesa, se despedía lentamente de su invitado. Lentamente porque no se sentía inclinado a abandonar su agradable presencia.
—¡Ah, mi buen Borgoña!, su compañía ha sido para mí deliciosa. Lástima que sólo quede la mitad de la botella… —exclamó Alain, el dueño de la casa.
Sí, su «convidado» era un espectacular vino, cuya fecha de elaboración superaba los cien años. Sin embargo, el corcho se había deteriorado y tendría que degollar la botella al fuego para evitar que cayeran trozos de corcho en el preciado líquido. Pero como lo apreciaba bastante decidió buscar otra botella digna de conservar lo que aún quedaba.
Entonces se dirigió a la bodega en busca de un recipiente merecedor de tan distinguido huésped. Recorrió con la mirada distintas estanterías llenas de botellas de todo tipo, tamaño y forma. Al llegar a las mejores añadas, se dijo:
—Un Saint-Honoré…, es demasiado bueno para tirarlo. Un Sauternes…, no puedo despreciarlo por su joven edad; un día, no muy lejano, me dará un enorme placer.
Mientras Alain continuaba su búsqueda, elogiaba interiormente a su viejo amigo:
—¡Oh, si todos conocieran este Borgoña! Es como si fuera una estrella líquida, un pequeño cielo rubescente.
De repente, su mirada se posó en un recoveco sumido en la oscuridad de un rincón del sótano. Entonces vio una pequeña botella de un Beaujolais avanzado en años. Estaba casi vacía y el líquido que aún contenía no era más que vinagre.
—¡Ésta me hará el favor! —exclamó.
Cogiendo el polvoriento frasco, emprendió su viaje de regreso al piso superior.
Mientras tanto, la botella de Beaujolais no sospechaba siquiera del honroso destino que le esperaba; de hecho, imaginaba que le ocurriría lo peor: «¡Oh! ¡Me han descubierto! Estoy sucia, y no contengo más que ácido. He aquí mi triste final: ¡el cubo de la basura! Si no se hubiera fijado en mí… Si la bodega estuviera más oscura… Si el vino que me quedaba hubiese sido un poquito mejor…».
Entristecida por estos pensamientos, contaba ansiosa los segundos para la llegada del carro que recogería los deshechos y calculaba los minutos de vida antes de desaparecer para siempre.
No obstante, Alain condujo la botella hasta el comedor. Como si de un precioso cristal de Murano se tratara, la lavó del polvo acumulado durante el tiempo pasado en la bodega y la vació del vinagre restante; delicadamente limpió el tosco vidrio, raspó algunas costras de suciedad, desenroscó el corcho que coronaba el gollete y, por último, lo secó con cuidado como si fuera una joya.
Alzándola a la luz de las velas, vertió en su interior a su viejo amigo: ¡el gran Costa de Beaune, el noble Borgoña!
Perpleja, la botellita pensó: «¡¿Yo?! ¡Un simple recipiente de Beaujolais! ¿Por qué yo?». Admirada con el precioso líquido carmesí que sustituía a su horrible vinagre, cautivada por el perfume adquirido a lo largo de los años y extasiada por el hecho de ser elevada a la dignidad de custodiar un Borgoña, ¡sólo podía exclamar de felicidad! Ella, que pensaba que sus días habían terminado, era ennoblecida gratuitamente.
¿Por qué Alain la había elegido? ¿Qué tenía de especial para merecer tan gran favor? ¿Por qué había sido preferida entre otras innumerables opciones? Porque lo único que tenía que ofrecer era un recipiente sucio y feo, pero que, dócil y abandonado, estaba prácticamente vacío y listo para cumplir los planes superiores de su dueño. Fue escogida precisamente por su nada y por su disponibilidad.
Pero la historia no acaba ahí. Alain se alegró tanto de haber encontrado un digno alojamiento para su amigo que, antes de retirarse a descansar, guardó el «Beaujolais-Borgoña» en el armario de su habitación. ¡Pero se había olvidado cerrar la puerta de la bodega!
Por la noche, Renard le Coquin —el gato de la aldea—, encontró abierta una ventana de la casa y se metió en el sótano en busca de algún tesoro. Al no hallar nada a ras de suelo, saltó sobre una silla y, en un nuevo impulso, se lanzó en la oscuridad hacia una de las estanterías superiores, pues en lo alto siempre se esconden las mejores golosinas.
Aterrizó con sus cuatro patas en una superficie que gimió de inmediato. Trató de equilibrarse sobre una madera tambaleante, que cedió, y cayó al suelo, reventándose las botellas que había en ella… La escena se repitió no una, ni dos, ¡sino tres veces! ¡Menos mal que los gatos tienen siete vidas!
Al ver que su epopeya terminaba entre fragmentos de vidrio y en un lago de vino, se marchó rápidamente y huyó muy lejos, a la espera del momento en que la bodega fuera nuevamente abastecida.
A la mañana siguiente, Alain pasó por allí y se dio cuenta de que se había dejado la puerta abierta. Cuando fue a cerrarla… sorpresa: ¡todo perdido!
—¡Ese felino entrometido! Sólo puede haber sido él. ¡No para de entrar en las casas! —murmuró consigo mismo.
Entonces un pensamiento consolador lo sacó del mal humor causado por ese acontecimiento: su extraordinaria y sublime botella de Beaujolais, la alegría de la noche anterior, estaba sana y salva, pues había dormido en su armario. Acercándose a ella y acariciando el vidrio, le anunció la noticia: ¡sólo quedaba ella! Y tomando un pequeño sorbo de aquel celestial Borgoña, exclamó:
—Se salvó mi viejo amigo, ¡y sólo él basta!
Así pues, querido lector, si percibe en usted una carencia similar a la de la botella de Beaujolais, ¡no se desanime! Esté siempre dispuesto a aceptar la invitación que continuamente nos hace la Santísima Virgen a vaciarnos de lo malo que hay en nosotros, de nuestras faltas y defectos, para que Ella pueda llenar nuestras almas de algo infinitamente superior al mejor de los vinos: la gracia divina. Quien así se hace amigo de Dios, no tiene nada que temer de los ataques del demonio y del mundo, porque estará bien guardado, no en un armario de madera, sino en el Inmaculado Corazón de María. ◊