De entre los escombros del otrora invencible Imperio romano, una luz cintilaba en las brumas del ocaso. En la Nochebuena del 498, Clodoveo, rey de los francos, se preparaba para recibir el Bautismo. Ante la sublimidad del recinto sagrado, el monarca le indagó exultante al obispo Remigio: «Padre, ¿esto ya es el Cielo?». Cuando el agua caía sobre la frente del neófito, no solamente él recibía el Bautismo, sino que también era como que bautizada la propia Francia, la primogénita de las naciones católicas, que guiaría hacia el Redentor, cual nueva estrella de Belén, a una constelación de paganos.

Más tarde, reyes como Carlomagno o San Luis IX demostraron que la esfera espiritual y la temporal pueden —y deben— ser armónicas, lo cual fue sellado por muchos pontífices mediante la invitación a la sacralización de la sociedad. En efecto, conforme señaló el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira en su magistral ensayo Revolución y Contra-Revolución, la civilización cristiana posee un carácter eminentemente sacral, cuyo orden sólo se establece en la observancia de la ley de Dios.

La Iglesia es la maestra de la verdad, del bien y de lo bello. Por eso se esforzó con empeño para que la formación intelectual estuviera siempre fundada en los cimientos de la Suma Verdad, impregnó la vida de las naciones con ejemplos de santidad y reflejó la belleza del divino Artífice en construcciones, gestos, vestiduras, escritos y modos de ser.

Sin embargo, se puede afirmar que ya en la segunda mitad del siglo XX el «Cielo» de Clodoveo parecía estar cubierto de nubes… De hecho, a partir de ese período la marcha de la Revolución se aceleró aún más, con serias consecuencias para la sociedad en general e incluso para la propia Iglesia.

En el campo de las tendencias, se verifican muchas inversiones de valores. Para algunos ideólogos, la Iglesia debería ahora someterse a los vientos del mundo y no al contrario. Según esta concepción, bajo el pretexto de acercarse a los fieles, los clérigos deberían laicizarse y los edificios religiosos amalgamarse con las construcciones profanas. También la cultura, la educación y el protocolo, frutos típicos y benditos de la civilización cristiana, deberían ser sustituidos por la espontaneidad, el desaliño y hasta la vulgaridad.

Concomitantemente, en el campo de las ideas se asiste a una revolución semántica, de nítida mentalidad postmoderna. La descompostura con la liturgia fue disfrazada de pretendido despojamiento; la caridad, llamada «vínculo de la unidad perfecta» (Col 3, 14), se vio reducida a mera filantropía; la magnificencia de un templo o la solemnidad de un ceremonial pasaron a ser reputados como ostentación y fausto inútiles; la paz, en otro tiempo definida por San Agustín como «tranquilidad del orden», se metamorfoseó en apatía pasmosa y omisa ante las más absurdas afrentas al bien, a la verdad y a lo bello.

No obstante, el Apóstol deja claro que debemos realizar todas nuestras acciones para mayor gloria de Dios (cf. 1 Cor 10, 31). De lo contrario, no solamente taparemos el Cielo, sino que también nos dejaremos influenciar por el vaho maloliente del infierno. Por lo tanto, en nuestra peregrinación terrena, es menester aspirar a las cosas de lo alto (cf. Col 3, 1), con el fin de plasmar en nuestras vidas las mismas palabras de Clodoveo en los albores de la civilización cristiana: «Padre, ¿esto ya es el Cielo?». 

 

Comedor de la Casa Lumen Prophetæ, Mairiporã (Brasil)

 

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1 COMENTARIO

  1. Siendo verdad que el «Cielo» que Clodoveo vislumbró –en la sublime noche del bautizo de Francia– parecía estar ya cubierto de nubes a mediados del S. XX, hoy lo está de negros y amenazantes nubarrones, cuando menos… No obstante, al igual que en los tiempos del mismo rey de los francos, una nueva luz cintila hoy, en lo más profundo de la oscuridad de este nuevo ocaso. Allí donde se combate a muerte contra la Revolución tendencial y sofística (con magnífica liturgia, sacrales edificios, seria cultura, exquisitos modales…, celosa santidad), allí nacen en nuestros días los albores de la nueva civilización cristiana: La del Triunfo del Inmaculado y Sapiencial Corazón de María.

    Antonio María Blanco Colao
    Asturias – España

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