Una luz tenue en el interior del recinto sagrado invita a la intimidad con Dios, en el recogimiento y la oración. No me refiero a ninguna gran basílica, sino a la acogedora capilla lateral, donde se puede adorar a Jesús en la hostia consagrada, expuesta en el ostensorio.
Todo el lugar se encuentra en penumbra; sólo el Santísimo Sacramento está iluminado. Llena de reverencia, la Iglesia eleva sus alabanzas en el himno gregoriano Adoro te devote: «Te adoro con devoción, Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas apariencias. A ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al contemplarte».
Los objetos litúrgicos de ese sitio se armonizan con el ambiente, glorificando, cada uno a su modo, al «Pan vivo que da vida al hombre», conforme canta la secular melodía. Analicemos, sin pretender desviar la atención de lo principal, que es Nuestro Señor Jesucristo, uno de ellos.
Concebido únicamente para exponer la sagrada especie durante los momentos de vigilia, el ostensorio actúa como «guardia de honor» de la Eucaristía, custodiándola en un dignísimo entorno mientras los católicos le dedican actos de fe, amor y confianza. Por su importante función, la piedad quiso fabricarlo con metales valiosos: a veces el oro fino o la plata pura son la materia prima de su estructura. Representaciones de ángeles o de los doce Apóstoles pueden adornar la pieza, transformándola en una auténtica obra de arte. Las piedras preciosas, sin duda, adquieren destaque, al celebrar con su belleza al Rey del universo.
También podríamos resaltar los rayos o la lúnula que soporta el viril con la forma consagrada. Sin embargo, me gustaría destacar el vidrio o cristal cilíndrico, cuya transparencia permite que nuestra mirada pose sobre la Sagrada Hostia. Posee cierta dignidad material, pero su simbolismo va más allá de cualquier valor pecuniario.
El cristal permanece muy cerca de Jesús Hostia, lo envuelve y protege. Es indispensable mantenerlo siempre limpio y translúcido para que el adorador venere, bajo el velo de la fe, a aquel mismo Mesías que, durante su vida terrena en Israel, curó a enfermos, consoló a afligidos, afianzó a débiles, resucitó muertos, castigó a los malos, expulsó demonios, enseñó la verdad, derramó su sangre, destruyó a la muerte, redimió a la humanidad.
Nuestra mirada, no obstante, atraviesa el cristal y no siempre lo nota. A lo sumo, el reflejo de la luz nos recuerda su existencia. Está ahí para cumplir un designio, sin preocuparse por ser admirado; no busca atenciones, su objetivo es únicamente proteger y manifestar la Hostia mientras se le dedican actos de culto.
¿Tendrá este hecho alguna aplicación para nuestra vida espiritual?
En una de sus poesías, Santa Teresa del Niño Jesús aseguraba: «Por su presencia, soy una custodia viviente».1 En efecto, el bautizado en estado de gracia tiene a Dios habitando y actuando en su alma. En estas condiciones, al igual que el pulido cristal del ostensorio, se convierte en un modelo para sus demás hermanos en la religión, revelándoles a Nuestro Señor Jesucristo mediante el buen ejemplo de la virtud. Cuando el Altísimo actúa en su interior, será este mismo autor del bien el que los otros verán y glorificarán en él.
Tanto en la Eucaristía como en el alma de los justos, adoramos a Dios oculto. Por eso, el himno eucarístico indicado más arriba concluye con una confiada súplica: «Jesús, a quien ahora veo oculto, te ruego que se cumpla lo que tanto ansío: que al mirar tu rostro cara a cara, sea yo feliz viendo tu gloria. Amén».◊
Notas
1 SANTA TERESA DE LISIEUX. The Poetry of Saint Thérèse of Lisieux. Washington, DC: ICS, 1996, p. 286.