Discurriendo sobre el importante papel de las tendencias y de las ideas en el enfrentamiento entre la Revolución y la Contra-Revolución, el Dr. Plinio analiza el poder de la opinión pública y la influencia ejercida en la sociedad por quienes él denomina hombres-clave.
Con respecto a la fuerza de la opinión pública, es factible establecer una verdadera doctrina. Inicialmente, podríamos preguntarnos en qué debería haber consistido en el paraíso, antes del pecado de Adán y Eva. Si ellos no hubieran caído y su descendencia hubiera continuado en el Edén, ¿existiría una opinión pública? ¿Cuál habría sido su valor y su dinamismo?
Para responder a estas preguntas, hemos de hacer algunas consideraciones.
Del máximo grado de verdad al que se podría llegar…
Como punto de partida debemos tener presente que en el paraíso terrenal el hombre no estaba sujeto al error. De ahí se concluye, a primera vista, que todas las opiniones serían iguales. Porque si esto no fuera así, necesariamente una de ellas tenía que estar equivocada. Por lo tanto, era imperativo que hubiera una absoluta uniformidad de pensamiento.
Sin embargo, un análisis más profundo nos muestra que dicha concepción es incorrecta. Puesto que cada hombre discierne en realidad determinados aspectos de una manera más completa que los otros, sin que haya necesidad de decir que el prójimo está equivocado, podemos afirmar que cada hombre está más especialmente dotado para ver una determinada característica de la Creación.
Tres o cuatro artistas que ante un cuadro de un gran pintor comiencen a tejer comentarios, aunque estén reflexionando sobre la misma obra, cada cual, con la sensibilidad artística que le es propia, verá en el lienzo un conjunto de aspectos que los otros no ven y sentirá lo que los otros no sienten.
De modo que, en una conversación que se realizara antes del pecado original, no cabría discusión, ya que nadie estaría errado, sino que cada uno opinaría para completar el pensamiento del otro. La opinión pública sobre un determinado asunto sería, por tanto, el conjunto de las impresiones de todos los hombres con respecto a aquella cuestión. En otras palabras, eso sería el máximo grado de verdad al que los hombres podrían llegar a propósito de cierto tema.
Es evidente que una opinión pública concebida así constituiría una autoridad extraordinaria para los hombres, con una fuerza natural inmensa, y una satisfacción no pequeña. Según este orden de cosas, la sociedad debería dejarse ilustrar y guiar por ella, pues el ser humano, por su propia esencia, ha sido hecho para pensar y actuar en función de una opinión pública.
… a un consenso general sujeto a error
Con el pecado original, los hombres se volvieron susceptibles de errar, aun cuando sigan con la tendencia de dejarse gobernar por la opinión pública. Ésta, por su parte, pasó también a estar sujeta a errores, de forma que la situación del hombre se hizo dolorosa: por un lado, permaneció con una extraordinaria voluntad de concordar con la opinión pública; por otro, se sintió en la obligación de ejercer el control sobre ella.
Discrepar de la opinión pública es una de las actitudes más desagradables a la que el hombre tiene que someterse. Supongamos un corrillo de muchachos donde cada cual se jacta de las inmoralidades que ha practicado. En determinado momento, le preguntan a uno de ellos: «Y tú, ¿qué hiciste anoche?».
Si el joven responde que se fue a dormir, se produce una especie de decepción general: «Este soso se acostó. ¡Qué bobo!». Y el muchacho, que era el único con razón en ese círculo y que bien podría haber llamado a todos los demás de sinvergüenzas, no tiene coraje de hacerlo. Se calla, porque es terrible el peso de la opinión pública.
Semejantes situaciones son difíciles de enfrentar, ya que el pensamiento del prójimo en relación con nosotros se reviste de una importancia desmesurada. Se vuelve penoso romper con el consenso general, porque somos poderosamente influenciables por las opiniones y conductas ajenas.
La contagiosidad humana en las tendencias y en las ideas
De ahí podemos extraer una noción a la cual le daríamos el nombre de principio de contagiosidad humana.
Imaginemos, a modo de ejemplo, que conviviéramos con el cardenal Merry del Val, secretario de Estado de San Pío X, muerto en olor de santidad. Sin duda, la presencia del ilustre y virtuoso purpurado ejercería un gran efecto sobre la casa en la que morásemos. A la hora de la cena, se pondría en la cabecera de la mesa; nosotros, instintivamente, apagaríamos la radio que estuviera retransmitiendo el último noticiario; él empezaría a conversar y, claro, nadie tendría el atrevimiento de hacerle preguntas como: «Eminencia, ¿se ha enterado del nuevo chiste del portugués y el turco?».
¡Ni comprendería algo de ese nivel! Daría una tan gélida sonrisa protocolaria que pronto se entendería el error cometido y se elevaría el tono de la conversación. A este contagio de dignidad que se produciría con la simple presencia del cardenal Merry del Val, podríamos llamarlo contagio en el plano de las tendencias.
Otro ejemplo, en la misma línea, son las paradas militares. ¿Por qué, para estimular el patriotismo, se hacen desfiles? A primera vista podría parecer que un discurso sería más eficiente. En realidad, no es lo que sucede. Los tanques de guerra pasando, la caballería con sus cornetas, las compañías de infantería con sus redobles de tambores, todo esto atrae de modo superlativo. Y cuando retumban los cañones y empieza a sonar el himno nacional, entonces todos quedan electrizados. Se produce el contagio por el mero hecho de contemplar al ejercito marchando, al igual que ocurriría al ver a un fraile caminando o una procesión avanzando. Son impresiones de pocos minutos, pero que marcan profundamente al alma.
También existe el contagio en el plano de las ideas. Si leemos un determinado argumento en un libro, lo memorizaríamos como si se tratara de un tema aprendido en clase. No obstante, si un compañero que ejerce sobre nosotros cierta influencia sustentara esa misma tesis, ésta parecería que cobra vida y empezaríamos a interesarnos por ella. Se volvería tan distinta del argumento leído en el libro como una mariposa volando lo es de otra que se encuentra muerta en un museo de Historia Natural. Adquiriría otra vitalidad y otra capacidad de penetración. Eso es la contagiosidad.
Influencia entre personas y en los ambientes
De ahí se deduce que no hay un hecho en la vida social que esté exento de un efecto de opinión pública en el plano Revolución y Contra-Revolución. Dos personas que charlan tranquilamente, si no tienen cuidado, se contagian mutuamente. Es imposible que dos individuos se vean sin que ejerzan, el uno sobre el otro, influencia alguna, por mínima que sea.
Como corolario de la afirmación anterior, podemos decir que un hombre que se halla en un ambiente concreto, o bien practica una reacción constante para evitar dejarse influenciar, o bien, incluso contra su voluntad, se dejará contaminar por él. Lo recíproco es verdad igualmente: el ambiente sufrirá, por su parte, cierto contagio.
Como ejemplo, citemos la radio. ¿Quién iba a decir, antes de la invención de este aparato, que las ondas emitidas por la torre de la BBC de Londres llegarían hasta nosotros y que sería posible oírlas solamente con apretar un botón? Ahora bien, esto es una imagen de lo que pasa en el mundo de las almas. Toda alma, por más apagada y modesta que sea, es, en mayor o menor proporción, una como que torre de la BBC, con ondas más largas o más cortas, sin embargo, capaces de vencer enormes distancias. La cuestión está en detectarlas.
El principio de los hombres-clave
Esta idea nos conduce a otro principio: el de los hombres-clave.
En la sociedad hay algunos hombres en los cuales la función de irradiar es particularmente intensa. Esto se verifica en tres categorías de personas: hombres que ejercen esa función por vocación divina; hombres que la ejercen por su estado; hombres que la ejercen por capacidad personal.
Entre los primeros tomemos, a título de ejemplo, a San Francisco de Asís. Narran las crónicas un episodio de su vida que, en el terreno de las tendencias, es verdaderamente maravilloso.
En cierta ocasión, San Francisco invitó a uno de sus religiosos, fray León, a ir a predicarle al pueblo. Salieron del convento, recorrieron varias calles de la ciudad y regresaron. Cuando llegaron fray León, algo confuso, le preguntó al santo qué sermón habían hecho; él le respondió: «Andar por la calle ha sido el sermón que hemos predicado».
Es precisamente la aplicación del principio enunciado más arriba. Ver a alguien como San Francisco, tan pobre, tan humilde, tan recogido, tan suave, tan profundo, tan compenetrado de su vocación, tan elevado, tan sobrenatural, equivale a oír una predicación.
Otro ejemplo de hombre-clave por vocación divina es San Juan María Vianney. Era poco inteligente y de personalidad modesta. No obstante, nada más verlo predicar en el púlpito, de lejos, aun siquiera sin conseguir oírlo, muchos se convertían. El Cura de Ars pertenecía a esa categoría de hombres a quien Dios le confirió la misión de, en cierto sentido, hacer translúcido lo sobrenatural, de manera que a su lado la gente sentía lo que los apóstoles experimentaron en el Tabor junto a Nuestro Señor Jesucristo.
Un ejemplo de hombre-clave por su estado
Además de los que por vocación divina tienen esa misión, hay otros que la poseen por su estado. Los hombres de una alta categoría social, por ejemplo, deben ser personas emblemáticas, capaces de irradiar determinadas verdades que conserven la integridad y el orden de la sociedad en la que viven.
Podemos citar el famoso caso del Gran Duque Nicolás Nikolaevich durante la revolución comunista. Era un hombre muy alto, de rostro alargado, nariz picuda y con la característica de tener el mentón rematado por una perilla blanca. Era hercúleo, eslavo vigoroso, que parecía salir del bosque, pero bien peinado y disciplinado.
En su época estalló la revolución bolchevique. El fantasmal, flaco y tibio Nicolás II abdicó. La muchedumbre revolucionaria andaba suelta por San Petersburgo, agitadores corrían de un lado a otro gritando eslóganes y haciendo ondear la bandera roja, obreros saqueaban las tiendas que encontraban por el camino. El Gran Duque Nikolaevich, al enterarse de la situación, decidió salir de su palacio para hablar con el zar y garantizarle su solidaridad. Vistió su uniforme repleto de condecoraciones, entró en una gran limusina con su auxiliar de mando y se puso en marcha. Lo inevitable, ocurrió. A cierta altura los revolucionarios detuvieron el vehículo y empezaron a romper los cristales, con la intención de matar al Gran Duque. Éste se levantó y, con toda su estatura, clavó los ojos en el pueblo, le echó una áspera reprimenda, intimándolo a que se retirara. Todos se apartaron y el automóvil llegó al palacio imperial.
El Gran Duque era un hombre que tenía como deber de estado reflejar la majestad real, y sabía hacerlo. Como militar, debía mantener la disciplina y sabía simbolizarla, tanto que él solo dispersó a una multitud furiosa.
En este sentido, cabe decir que todo hombre debe externamente reflejar su función en la sociedad. Lo que el francés llama le physique du rôle —tener el aspecto físico apropiado al papel que se desempeña— es algo exigible a cada persona. Un magistrado no puede presentar un aire de payaso; si lo hiciera, estaría traicionando su misión. A parte de conocer muy bien las leyes, debe ser un hombre embebido de la dignidad de su cargo. A un militar no le encaja el perfil de petimetre. El sacerdote no puede tener el aspecto de laico; y nada peor que un laico con aspecto de cura. Cada papel social posee una hechura propia y existe una para cada papel.
Hombre-clave por capacidad personal
Hay, finalmente, individuos que manifiestan ese don de irradiación por capacidad personal. Muchas veces, solamente por su silencio, por su mirada, por una media palabra, por su simple presencia, tales hombres crean una serie de estados de espíritu. Otros tienen la misma cualidad en el terreno de la lógica o del sofisma: argumentan tan bien que el adversario queda aplastado por su raciocinio.
Son personas a quienes Dios les otorgó la tarea de guiar a los demás hacia el bien, dentro del propio orden natural. Y si alguien tiene esa capacidad está obligado a ejercerla. ◊
Extraído, con pequeñas adaptaciones, de:
Dr. Plinio. São Paulo. Año II.
N.º 13 (abr, 1999); pp. 11-14.
Un hombre-clave llamado a discernir la perversión de la opinión pública, a no sólo no dejarse contaminar por ella, sino a enfrentarse —¡él solo!— a su generalidad, a desenmascararla, a influenciarla, a sublimarla, rescatando las ruinas de la Civilización Cristiana y fundando el Reino de María. Nos dice el texto de la revista (febrero 2022) que los hombres-clave «por vocación divina», hacen traslúcido lo sobrenatural; aquéllos que lo son «por su estado», son personas emblemáticas que conservan la integridad y el orden de la sociedad; y quienes poseen tal don «por capacidad personal», con su simple presencia guían a los demás hacia el bien… Este hombre-clave total se llama: Plínio Corrêa de Oliveira.
Antonio María Blanco Colao
Asturias – España