Nuestra Señora de Guadalupe – Emperatriz de las Américas

En medio de las tinieblas de un paganismo brutal, surge un manto milagroso. En él se dibuja una Madre y una Reina «vestida de sol, y la luna bajo sus pies»; en la Reina destaca una mirada; la mirada encierra un continente.

Para los doce primeros apóstoles franciscanos que, a petición de Hernán Cortés, llegaron desde España a tierras mexicanas en el siglo xvi, no fue tarea fácil difundir la luz de la fe en las densas tinieblas idolátricas que allí imperaban.

En lo alto de las pirámides aztecas se arrancaban diariamente los corazones aún latentes de víctimas humanas. Sólo en la dedicación del templo de Huichilobos, por ejemplo, fueron sacrificados 80.400 hombres: entregados a la deidad, su sangre untó las paredes y los escalones de la pirámide, y su carne sirvió de festín al pueblo caníbal.1

Y los corazones que no fueron inmolados en los altares de la idolatría, ni consagrados a las mesas antropofágicas, estaban destinados ya en aras de la guerra: «Tu oficio y facultad es la guerra», se le decía al recién nacido, «tu oficio es dar a beber al sol con sangre de los enemigos».2 El continente americano parecía dedicado a permanecer para siempre bajo el dominio de los infiernos.

Parecía… hasta el 9 de diciembre de 1531.

Una música, una voz, una Señora

Aquel día, en el cerro del Tepeyac, cerca de la actual Ciudad de México, recomenzaba una conquista: este sitio había sido elegido por Cortés como punto estratégico desde el que marchó para someter al imperio azteca; en ese mismo lugar empezaría la conquista espiritual del continente.

De madrugada pasaba por allí el indio Juan Diego, nacido cincuenta y siete años antes a la vida humana y sólo siete años a la vida divina por el Bautismo. Se apresuraba para la catequesis —primer gran fruto de la esforzada labor misionera en el Nuevo Mundo—, cuando, mientras amanecía, escuchó un canto suave y melodioso que se apagaba poco a poco y daba paso a una voz aún más bella y atrayente que, en su lengua nativa, lo llamaba por su nombre: «¡Juanito, Juan Dieguito!».3

Buscando el origen de la música, se encontró con una Señora de espléndida belleza que le habló con palabras llenas de maternal bondad. Era «la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios», tal como Ella misma se presentó. Y tan eminente Reina había ido a encomendarle a su Juanito una importante misión: quería que se construyera allí un templo dedicado a Ella. Le ordenó que acudiera al palacio del obispo de México y le comunicara su petición.

Embajador de la Reina celestial

El vidente corrió con enorme entusiasmo hacia la residencia de fray Juan de Zumárraga. Sin embargo, el prelado no dio crédito al relato del indio: «Otro día vendrás, hijo mío, y te oiré más despacio».

Desanimado por tal respuesta, el indio regresó a la colina de la aparición con un pesar proporcional al ánimo con el que de ésta había salido. Aún estaba allí la venerable Soberana, la tierna amiga a la que no temía invocar bajo estos dos aspectos: «Señora, la más pequeña de mis hijas, Niña mía, fui a donde me enviaste». Y entonces deploró su fracaso. La Madre extremosa lo consoló con toda su bondad, pero no lo dispensó de su importante tarea: servir de intermediario entre la Mediadora universal y fray de Zumárraga.

Al día siguiente, otro intento y un nuevo revés. El obispo, por razones de prudencia —la idolatría aún inundaba la región, las supersticiones abundaban, etc.—, le exigió una prueba. Nuevamente ante la Virgen, Juan Diego expresó la petición del eclesiástico. La Madre de Dios se dispuso a atenderlo, sin la menor dificultad. Lo único que le pidió al indio fue que regresara al cerro de Tepeyac al día siguiente.

Dos noches, dos sorpresas

Decidido a volver, regresa a su casa y —¡oh, amarga sorpresa!— encuentra a su tío Bernardino gravemente enfermo. Entonces pasó la noche y el día siguiente cuidando a su pariente.

No obstante, para la salud corporal de su tío sólo hallaba el desahucio de los médicos, así que esa noche salió en busca de un sacerdote que curara su alma. En ese momento fue abordado por la Señora de las apariciones, cuya petición de regresar al cerro de Tepeyac aún no había atendido: «¿Qué hay, hijo mío el más pequeño? ¿Adónde vas?». Juan Diego respondió con la sencillez del hijo que, a pesar de no haber cumplido las órdenes, se sabe amado: «¿Estás bien de salud, Señora e Hija mía? Voy a causarte una aflicción: está muy malo un pobre tu siervo, mi tío».

A continuación, pidió perdón por desobedecer la solicitud del día anterior, explicando que había perdido todo el día ayudando a su pariente. «Mañana vendré a toda prisa», prometió.

Una gran señal apareció en la tierra

Pero cuando la Madre del Cielo llama a una gran misión, no existe el día de mañana ni las preocupaciones terrenas, por muy santas que sean. De eso se ocupa Ella: «¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? —le preguntó—. No te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella; está seguro de que ya sanó».

De hecho, en ese mismo momento la Virgen se hizo visible al enfermo y le devolvió la salud. La señal prometida, sin embargo, no sería ésa. Y, precisamente, había venido para concedérsela. Le ordenó al vidente que subiera al cerro de Tepeyac y cortara allí unas flores.

Sencillo, ¿verdad? Pues no, porque era invierno. Pero Juan Diego no lo había dudado. Subió a la colina y encontró las más bellas y variadas rosas de Castilla. Después de recogerlas, se las presentó a la Virgen, que las tocó, añadiendo: «Hijo mío el más pequeño, esta diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al obispo. Le dirás en mi nombre que vea en ella mi voluntad».

Y Juan Diego así lo hizo. Se presentó ante el eclesiástico y, cuando abrió su manto, se esparcieron por el suelo las preciosas y fragantes flores. Es más: en ese mismo instante se estampó en el tejido la imagen de la Rosa de las rosas, aquella que es llamada Rosa Mystica, la Santísima Madre de Dios. Ante tal portento, se desmoronaron, por supuesto, todas las barreras de desconfianza sobre la veracidad de las apariciones.

Se desmoronaron y aún se desmoronan…

Un códice lleno de símbolos

Si el 12 de octubre de 1492 Colón podía afirmar que había descubierto la ruta a América, aquel 12 de diciembre de 1531 un nativo descubría, en América, el camino más rápido y seguro hacia el Cielo: María Santísima. En efecto, Ella quiso dejar su firma y la prueba de la autenticidad de las apariciones en la tilma4 de Juan Diego.

El manto de la Señora allí retratada se asemeja al de una reina. Es el color del cielo y está adornado con cuarenta y seis estrellas doradas, que sorprendentemente coinciden con las constelaciones visibles en el cielo la noche del 12 de diciembre de 1531.

Su cintura está ceñida por un cinturón lila. He aquí un detalle sumamente expresivo para los amerindios: era el fajín de las mujeres a punto de dar a luz. La Virgen de Guadalupe deseó, por tanto, ser reconocida no sólo como Reina, sino también como Madre, tal como se le había presentado la primera vez a Juan Diego.

Estos son los mensajes que la imagen transmite a simple vista, pero investigaciones más profundas contribuyeron a la apreciación del tesoro allí escondido.

Tomando como trono el centro del Nuevo Continente, a la Virgen le plugo permanecer allí para sostener y enfervorizar a un pueblo que Ella quiso tener reflejado para siempre en su mirada
Imagen original de Nuestra Señora de Guadalupe – Basílica dedicada a Ella en Ciudad de México

Artistas atónitos

El 13 de marzo de 1666 se llevaba a cabo en México el primer examen científico de la imagen. Después de una misa solemne, en la que imploraron gracias para los estudios que emprenderían, grandes artistas de la ciudad inspeccionaron la estampa, delante de testigos.

Llegaron unánimes a la misma conclusión: «Es imposible que humanamente pueda ningún artífice pintar ni obrar cosa tan primorosa, ni tan limpia y bien formada en un lienzo tan tosco como es la tilma»5 en que está puesta. Puesta y no pintada, ya que «no existen colorantes de tipo mineral ni vegetal ni animal; podríamos decir que es una pintura sin pintura».6

Para subrayar aún más el milagro, se sabe que el material con el que se hizo la tilma se deteriora en veinte años. Pero permanece intacta durante casi cinco siglos. ¿Casualidad? Para responder a esta pregunta, basta considerar que reproducciones de la imagen realizadas en tejidos similares se corrompieron en menos de una década.

Milagro confirmado por la ciencia

Más recientemente, la imagen guadalupana ha sido sometida al escrutinio de la ciencia, mediante grandes ampliaciones fotográficas. Una comisión de oftalmólogos, químicos, optometristas y diseñadores llegó, después de ocho años, a la siguiente conclusión: los ojos de la imagen de la Virgen de Guadalupe reflejan la fisonomía de San Juan Diego. De hecho, se aprecia el busto de un hombre simétricamente situado en cada retina, correspondiente al reflejo de la córnea según las leyes de la óptica.

Además de la figura de Juan Diego, en la niña de los ojos de María se encuentran trece personas que estaban presentes en el momento del milagro, formando una especie de «instantánea» de lo ocurrido entonces.7

La Reina tomó posesión de su Reino

Tras las apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe, México entró en una etapa enteramente nueva, en la que se produjeron conversiones en masa. María había bajado a la tierra para destruir el imperio milenario de la idolatría y establecer el Reino de su Corazón.

Su nombramiento oficial como patrona de México tuvo lugar en 1737, en medio de una gran aflicción para el pueblo mexicano. Una terrible epidemia asolaba el país por entonces. Cuando las autoridades eclesiásticas y civiles se pusieron a deliberar sobre el nombramiento de Nuestra Señora de Guadalupe como patrona, la peste comenzó a retroceder. Finalmente, el día de la promulgación del decreto, sólo quedaban algunos vestigios de la calamidad. En 1746 fue proclamada patrona de América del Norte y, en 1910, de toda América Latina.

Tomando como trono el centro del Nuevo Continente, a la Virgen le plugo permanecer allí para sostener y enfervorizar a un pueblo que Ella quiso tener reflejado para siempre en su mirada. «Lo encontró en una tierra desierta, en una soledad poblada de aullidos: lo rodeó cuidando de él, lo guardó como a las niñas de sus ojos» (Dt 32, 10). ◊

 

Un comentario poco común…

Respecto de la historia de Nuestra Señora de Guadalupe, se pueden hacer varios comentarios. De éstos, creo que el más interesante es aquel sobre el que menos se ha insistido: la actitud de Juan Diego para con la Virgen y su lenguaje hacia Ella.

Nuestra Señora lo trata como hijo de una nación que está en decadencia, de un pueblo que está desapareciendo, pero que tiene un alma pura, un alma sencilla. Lo trata con un cariño extraordinario, casi como se hace con un niño. Se ve la predilección que María Santísima tiene no sólo por las almas grandes, heroicas, que realizan hazañas históricas, sino también —cómo ama todas las formas de belleza, todas las formas de virtud— por las almas pequeñas, enteramente vueltas hacia Ella y que ignoran su propia virtud. La Virgen les habla a estas almas con una ternura completamente particular.

Juan Diego, como tenía delicadeza de alma, supo tratar a Nuestra Señora con respeto y verdadera hidalguía
«San Juan Diego», de Francisco Carden – Museo de la basílica de Guadalupe, Ciudad de México

Tenemos también la actitud de Juan Diego hacia Nuestra Señora: le dirige la palabra como un auténtico cortesano, la saluda, le pregunta cómo se encuentra, si está bien… Y, después de haberle descrito el revés de la misión que se le había encomendado, se comporta como un verdadero diplomático y le explica la razón humana de su fracaso. Al mismo tiempo, expresa su deseo de no aparecer, de no brillar. Se ven todas las cualidades de alma que intervienen en ello.

Resultado: la Virgen aprecia su actitud, sonríe ante el consejo diplomático y no lo acepta. Al contrario, le exige que vuelva a buscar al obispo. Juan Diego, obediente, regresa, porque no es perezoso, no se le resiste, es hijo de la obediencia.

Aquí tienen ustedes un principio que deseo subrayar: donde hay verdadera virtud, aparecen la delicadeza, la cortesía y los nobles modales. Donde, por el contrario, la virtud muere, los nobles modales, la delicadeza y la cortesía van desapareciendo…

Juan Diego, como tiene delicadeza de alma, sabe tener delicadeza de modales, y sabe tratar a Nuestra Señora con respeto, con verdadera hidalguía. Si no tuviera delicadeza de alma, podría ser un hidalgo, pero no trataría a Nuestra Señora con verdadera hidalguía.

Lo que, a su vez, prueba lo siguiente: si la civilización occidental ha desarrollado los buenos modales, la hidalguía en el trato, el señorío, la gracia, el tonus aristocrático hasta un punto nunca alcanzado por ninguna otra civilización, se debe a que existió una Edad Media, en la cual nacieron esas cualidades. Hubo un momento de elevada virtud, de elevada piedad, en que las almas estaban ávidas de nobleza de trato, de delicadeza, de grandeza. Y, como las costumbres nacen de la avidez de las almas buenas o malas, de ahí germinó —en el suelo sagrado de la Europa cristiana— toda la cortesía occidental, hija precisamente de esa piedad y virtud.

Cuando llegó la Revolución, que trituró la vida espiritual del europeo, cuando entraron los principios igualitarios en su mentalidad, empezó inmediatamente la decadencia. ¿Por qué? Porque, desde ese punto de vista, Revolución, igualitarismo, falta de delicadeza de sentimientos y falta de nobleza de modales son cosas completamente relacionadas. No puede tener nobleza de modales, ni delicadeza de sentimientos, quien es igualitario y alberga en sí lo opuesto: se muestra egoísta y brutal, tiende al régimen de masas, no reconoce los méritos y cualidades de los demás, pero quiere someter toda vida social, toda convivencia humana y, por tanto, todo trato de las almas a una dura, fría y grosera igualdad.

Así pues, se comprende hasta qué punto la cortesía y el tonus aristocrático son hijos de la Iglesia Católica Apostólica Romana. En cambio, las formas triviales, bajas, igualitarias, groseras son precisamente fruto de la Revolución y del diablo. ◊

CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio.
Conferencia. São Paulo, 12/12/1966.

 

 

Notas


1 CASTRO, Emilio Silva de. La Virgen María de Guadalupe. Reina de México y Emperatriz de las Américas. Guadalajara: Procultura Occidental, 1995, pp. 197-198.

2 BERNARDINO DE SAHAGÚN, OFM. Historia general de las cosas de Nueva España. L. VI, c. 31. Ciudad de México: Pedro Robredo, 1938, t. II, p. 189.

3 En la narración original de los hechos, la Virgen lo llama: «Iuantzin Iuan Diegotzin». «Son palabras que siempre han sido traducidas como “Juanito, Juan Dieguito”, dándole al hecho una significación conmovedora de ternura maternal y de delicadeza. Pero en nahutl la terminación tzin es también desinencia reverencial, es decir, se añade para significar reverencia y respeto» (SILLER ACUÑA, Clodomiro. «Anotaciones y comentarios al Nican Mopohua». In: Estudios indígenas. Ciudad de México. Año VIII. N.º 2 [mar, 1981], p. 227).

4 «Tilma» es una tela indígena de calidad ordinaria y de poca durabilidad, hecha de fibra de agave o maguey.

5 CHÁVEZ SÁNCHEZ, Eduardo. La Virgen de Guadalupe y Juan Diego en las informaciones jurídicas de 1666, apud LOAIZA, Enrique M. O milagre da Virgem de Guadalupe. 2.ª ed. São Paulo: Artpress, 2011, p. 51.

6 ROJAS SÁNCHEZ, Mario. Guadalupe, símbolo y evangelización. La Virgen de Guadalupe se lee en náhuatl. Ciudad de México: Othón Corona Sánchez, 2001, p. 24.

7 Cf. ASTE TONSMANN, José. Los ojos de la Virgen de Guadalupe. 2.ª ed. Ciudad de México: Diana, 1987, pp. 48-117.

 

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Del mismo autor

Artículos relaccionados