Quince de abril de 2019. Aquel lunes de Semana Santa, el mundo entero se detuvo para contemplar, atónito, el incendio que devoraba la famosa catedral de Notre Dame de París.
Las llamas se abrían paso entre los florones góticos, el humo salía de la estructura multisecular, la famosa flecha, obra maestra de Viollet-le-Duc, se deshacía en un montón de escombros: eran ocho siglos de historia que se desvanecían en una espesa humareda que llenaba la atmósfera del París moderno. El ingenio, el esfuerzo y el sacrificio de generaciones enteras… consumidos en un instante por un fuego vulgar, cuyo origen nunca ha sido explicado con claridad.
El hecho fue simbólico, y muy simbólico, tanto bajo el prisma histórico y cultural como —¡y sobre todo!— desde un punto de vista religioso.
Notre Dame, la reina de las catedrales
Simbólico, sí, porque quien contempla la mundialmente conocida catedral de París no ve únicamente un edificio sagrado.
Altanera en sus dimensiones y delicada en la acogedora penumbra de su interior; magnificente en sus adornos regios y sencilla en sus equilibradas proporciones; templo del culto católico y escenario de acontecimientos sin parangón en la historia de Occidente, Notre Dame es capaz de suscitar emociones similares a las que sentimos al admirar a la Iglesia católica en toda su grandeza.
Sólo un pueblo provisto de inigualable espíritu católico, aliado a una gran misión sobrenatural, podría haber engendrado una obra tan sublime, paradigma a ser imitado por las naciones de la cristiandad. En efecto, como dijo una vez el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, «hay hombres de talento impar, dotados de gracias excepcionales en el orden sobrenatural, a quienes Dios les incumbe que sirvan de lumbrera para sus semejantes. Y hay también pueblos privilegiados por los dones de la naturaleza y de la gracia, a quienes Dios les incumbe que iluminen al mundo entero por los caminos de la virtud. Entre estos pueblos se encuentra, ciertamente, Francia».1
Tales consideraciones nos parecen indispensables antes de adentrarnos en la temática de este artículo. A fin de cuentas, no se trata de discurrir aquí sobre una catedral cualquiera, sino acerca de la historia de la reina de las catedrales; en la paráfrasis del Dr. Plinio, la iglesia de extremada belleza, gloria y alegría del mundo entero (cf. Lam 2, 15).
Nacida en los esplendores de la Edad Media
La catedral de Notre Dame no fue el primer edificio religioso que se reflejó en las plácidas aguas del Sena.2 Excavaciones realizadas en sus alrededores descubrieron ruinas de un antiguo templo dedicado a Júpiter, de los tiempos en que París no era más que una pequeña ciudad bárbara: Lutetia, habitada por la tribu gala de los parisios.
Ya en la era cristiana, precisamente en el año 375, se erigió sobre el antiguo templo pagano una iglesia dedicada a San Esteban y, en el 528, el rey franco Childeberto edificó junto a ella otra, más grande y bella, puesta bajo el patrocinio de la Santísima Virgen, y que sería la catedral de la ciudad durante varios siglos.
Notre Dame solamente nace en los esplendores de la Edad Media, bajo el episcopado de Maurice de Sully, sexagésimo segundo obispo de París. Hombre de deseos que desafían lo imposible, Maurice ambiciona levantar allí una iglesia de proporciones colosales para sustituir la antigua catedral, ya pequeña e inadecuada para las exigencias de su tiempo. La nueva construcción debe ser insuperable, al más genuino estilo francés —que siglos posteriores conocerían como gótico—, del que, por cierto, se convertirá en una de las máximas expresiones.3
Su planta en forma de cruz, de unos impresionantes 127 metros de longitud, tendrá el coro orientado hacia el oeste, a fin de acoger siempre los primeros rayos del alba, símbolo de la gracia que disipa las tinieblas del pecado e ilumina los corazones de los fieles. La nueva iglesia, finalmente, estará dedicada a la Santa Madre de Dios: Notre Dame —Nuestra Señora, en francés.
Por supuesto, una empresa tan osada requerirá una gran suma de recursos. Pero el obispo Maurice no retrocede ante el desafío. Tanto él como sus sucesores serán eximios a la hora de proveer, a menudo de sus propios bienes, medios para la construcción de la nueva catedral. Además, hombres de fe y buena voluntad, desde simples burgueses hasta nobles y monarcas, contribuirán al éxito del emprendimiento. El rey Luis VII y su hijo Felipe II el Augusto darán muestras de gran generosidad a este respecto.
Los primeros años
El año de 1163 marca el inicio de la construcción del nuevo templo, en el mismo lugar que las iglesias de San Esteban y de Santa María. La emocionante ceremonia de colocación de la primera piedra está presidida con toda solemnidad por el propio Papa, Alejandro III.
Poco a poco, la silueta de la reina de las catedrales despunta en el horizonte parisino. En 1182 se terminó el coro y, por primera vez, el canto del oficio divino resuena en el recinto sagrado, aún incompleto, pero ya imponente. El 19 de mayo del mismo año el altar es consagrado por el cardenal Henri de Château-Marçay, legado pontificio.
A pesar de los admirables avances, la construcción de una catedral medieval es una tarea que lleva generaciones. Maurice lo sabe bien, pero no se aflige por ello. El desafío ha sido superado, el proyecto está en marcha y, con la ayuda de la Santísima Virgen, a quien está dedicado, llegará a buen puerto. En 1196 este nuevo Salomón cierra los ojos a esta vida, dejando en herencia una gran cuantía para la realización de su querida obra.
Siglos de esplendor
Entre los siglos xii y xiii, Notre Dame es testigo de acontecimientos gloriosos: en su interior, el gran Santo Domingo de Guzmán pronuncia una homilía que había recibido milagrosamente de manos de la Santísima Virgen. Tiempo después, el santo rey Luis IX deposita en su interior las reliquias de la Pasión, entre las que se encuentra la corona de espinas del Señor, llevada desde Constantinopla.
Hacia 1220, la catedral ya domina el panorama de la capital francesa y, a pesar de estar incompleta, su noble aspecto se convierte en motivo de orgullo para los parisinos. Con sus tres majestuosos pórticos e innumerables esculturas, un refinamiento de primor artístico, su fachada encierra profundas nociones de teología. Notre Dame es un verdadero catecismo escrito en piedra.
La puerta central está cortada por la imagen de aquel que dijo de sí mismo: «Yo soy la puerta» (Jn 10, 9) y «He venido a enemistar» (Mt 10, 35). Esta majestuosa estatua del Señor, piadosamente llamada por los medievales Beau Dieu —el Dios Hermoso— se halla rematada por la representación del Juicio final y otros motivos bíblicos: escenas del apocalipsis, del infierno y del paraíso; ángeles, patriarcas, profetas e incluso figuras alegóricas, como las de los vicios y las virtudes. En los laterales se puede ver la parábola de las vírgenes (cf. Mt 25, 1-13), que indica a todos la necesidad de la vigilancia y la oración.
Los otros dos pórticos, uno dedicado a la Santísima Virgen y el otro a Santa Ana, se nos presentan como un verdadero curso de mariología. En ellos están esculpidas escenas de la vida de María, desde la historia de sus santos padres hasta su coronación gloriosa en el Cielo. Hay, además, esculturas de profetas y reyes rodeando el arca de la alianza, prefigura de aquella que llevó en su seno purísimo al Hombre-Dios.
Encima de los tres pórticos, una imponente galería compuesta por veintiocho estatuas de reyes del Antiguo Testamento, de más de tres metros de altura cada una, evoca la dignidad del poder regio en cuanto investidura divina.
En 1235, las dos torres de sesenta y nueve metros están prácticamente concluidas, en el punto en que quedarían durante siglos. Se trata de un logro importante: además de su función ornamental, en adelante albergarán la «voz de la Iglesia».
Notre Dame hace oír su «voz»
«Alabo al Dios verdadero, llamo al pueblo, convoco al clero, lloro los difuntos, ahuyento la peste, adorno las fiestas…». El pintoresco dístico, grabado en latín en la mayor de las campanas de Notre Dame —¡un bourdon de doce toneladas!—, bien resume la misión de este instrumento sagrado. No se entiende una aldea medieval sin el armonioso tañido de las campanas, que tienen a un mismo tiempo una finalidad religiosa y civil: convocar a los fieles para las celebraciones litúrgicas y servir de alerta en los momentos de peligro; en definitiva, regir en función de lo alto todas las actividades de la vida cotidiana.
Al principio, son instaladas ocho campanas pequeñas —llamadas graciosamente moineaux (gorriones), de quinientos kilos— en la torre Guillaume, la torre norte, llamada así en honor del obispo Guillaume d’Auvergne, gran benefactor de la construcción. En el siglo xv, la torre sur también albergará un carillón con campanas más grandes —majestuosos bourdons—, que alegran los días de fiesta con sus solemnes repiques. Son tan grandes que requieren el esfuerzo de dieciséis hombres para ponerlas en movimiento. Un detalle interesante: para minimizar el daño que la oscilación de las campanas pudiera causar a los campanarios de piedra, los medievales erigieron torres de madera en su interior. Estas estructuras monumentales absorben las vibraciones y protegen la primorosa mampostería.
Antes de finales del siglo xiv, la catedral de París estaba prácticamente terminada. Tanto su frontispicio como su interior están policromados. Sus prodigiosas bóvedas de piedra se elevan hasta una altura de treinta y nueve metros. Enormes rosetones, de más de diez metros de diámetro y compuestos por unas veinticinco mil piezas de vidrio multicolor, adornan ambos extremos del crucero, inundando el recinto con una fantasía de luces.
Brillando como una joya en el corazón del reino cristianísimo, Notre Dame, como nunca, puede presumir ahora de su título de reina de las catedrales.
La catedral desfigurada y profanada
Así permanece, durante algunos siglos, ese icono de la majestuosa Iglesia de Cristo. Sin embargo, los días de la Edad Media, época de fe que engendró las catedrales góticas, llega a su fin. La Edad Moderna ha de cobrarle su tributo al patrimonio medieval.
Los siglos xvii y xviii presenciaron dolorosas transformaciones. En el interior de Notre Dame se eliminan los adornos medievales y se introducen esculturas y pinturas barrocas. Muchos de los vitrales medievales son reemplazados por vidrios translúcidos, y las paredes y bóvedas se revisten de tonos claros.
Esta triste metamorfosis constituye, no obstante, sólo el prefacio de una enorme tragedia.
El tifón de impiedad provocado por la Revolución francesa, a partir de 1789, no se contentará con perseguir a la Iglesia Católica únicamente en la persona de sus fieles. Conscientes del poder de los símbolos, los enemigos de la cruz no escatimarán esfuerzos para profanar innumerables monumentos religiosos e iglesias.
Sin duda, lo peor se reservará a Notre Dame. Centro del culto católico en el seno de la nación primogénita de la Iglesia, este templo bendito será elegido por los impíos para la más repugnante de las profanaciones.
El 10 de noviembre de 1793, en medio del terror revolucionario, se celebró en la catedral de París, a plena luz del día, el abominable culto idolátrico a la «diosa Razón». Una joven de la Ópera de París es escogida para simbolizar a la vil «divinidad» y, tras ser llevada en procesión sobre unas andas, al son de himnos republicanos, se sienta en el altar mayor para recibir la adoración de los presentes.
Poco después, el Comité de Salvación Pública decreta la retirada metódica de todos los símbolos de la Iglesia Católica y de la monarquía. En un trabajo dirigido por el comisario Varin, se destruyen imágenes y relicarios, se decapitan estatuas de reyes, se cubren de betún los vitrales y se utilizan campanas y otros objetos metálicos para fundir cañones, todo ello, por supuesto, en nombre de la «libertad». La reina de las catedrales es destronada, desfigurada y despojada de sus regios adornos. ¿Quién la salvará de sus verdugos?
«Revanche» de Dios
Para una Europa extenuada por los horrores de la Revolución, el siglo xix trajo nuevos vientos de esperanza. La Providencia es generosa en distribuir gracias de conversión y restauración, especialmente en Francia. En estos tiempos, la Santísima Virgen hace oír su llamamiento maternal en suelo francés —en la Rue du Bac de París, en La Salette y en Lourdes— y, al mismo tiempo, un impresionante renacimiento de santos en las filas de la Iglesia militante confirmará que se trata de una revanche de Dios contra las fuerzas del mal.
Una vez más, la situación de la Santa Iglesia se reflejará en la historia simbólica de Notre Dame.
En 1844, la nueva Comisión de Monumentos Históricos ordenó la restauración de la catedral parisina, que se encontraba en un lamentable estado de abandono. Se convoca a algunos arquitectos para que presenten sus proyectos y la elección recae en el joven Eugène Viollet-le-Duc y su amigo Jean-Baptiste Lassus. Los dos arquitectos pondrán todo su empeño en devolverle a la catedral su antigua dignidad… y algo más.
Las estatuas de la fachada este, incluidas las de la galería de los reyes y los portales, son rehechas. Las vidrieras, restauradas. El enorme rosetón de la fachada sur es desmontado por completo, reparado, reforzado con piezas más robustas, ceñido con un anillo de hierro y rotado medio pétalo. Los arbotantes del coro también son reestructurados completamente y coronados con bellos pináculos. Notre Dame finalmente emerge de su ignominia pasada.
Uno de los detalles más llamativos de la restauración es, sin duda, la nueva flecha medieval diseñada por Viollet-le-Duc. En 1866, se eleva sus noventa y tres metros de altura sobre el crucero de la venerable catedral, coronando gloriosamente el mérito de una obra que había surcado los tempestuosos mares de la historia con incomparable altanería.
De Notre Dame, una lección
Tras ocho siglos de epopeya, en 2019 ocurrió lo inverosímil. Notre Dame, la gloriosa Notre Dame, ardía como una antorcha. Las llamas parecían anunciar su completa desaparición. Sin embargo, cinco años después, volvemos a verla erguida de nuevo, ennobleciendo la tierra con su sublime presencia.
Algo similar ocurre con la Santa Iglesia. A menudo se nos hace creer que la crisis que atraviesa la Esposa Mística de Cristo es irreversible. ¡Cuán numerosos son los ataques que contra ella son lanzados cual fuego devastador!
No obstante, su historia nos enseña lo contrario.
Cuántas veces la Iglesia ha sido perseguida y ultrajada, cuántas veces ha resurgido de entre sus escombros con nuevo y mayor fulgor. Por lo tanto, si vemos hoy su rostro visible en un estado que los siglos nunca han conocido, tengamos la certeza de que su resurrección será la más triunfante de la historia. En ese día bendito aparecerá ante los ojos de todos el esplendor de la esposa de Cristo, que es, en el sentido estricto del término, «de extremada belleza, alegría del mundo entero» (Lam 2, 15). ◊
Notas
1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. «Le doux pays de France». In: Legionário. São Paulo. Año XVIII. N.º 619 (18 jun, 1944), p. 1.
2 Los datos históricos transcritos en este artículo proceden de las obras: HIATT, Charles. Notre Dame de Paris. A Short History and Description of the Cathedral, with Some Account of the Churches which Preceded It. Londres: George Bell & Sons, 1902; SANDRON, Dany; TALLON, Andrew. Notre Dame Cathedral. Nine Centuries of History. University Park (PA): The Pennsylvania State University, 2020.
3 Según Charles Hiatt, «tal vez no exageramos al decir que la ciencia (así como el arte) del gótico encontró su primera expresión real a gran escala en la catedral de París» (HIATT, op. cit., p. 22).