Casi cuatro siglos habían pasado y los cristianos no osaban llamarlo Dios. Hasta que, entre luchas y persecuciones, los Padres Capadocios dieron testimonio de la divinidad del Paráclito.

 

Si a las aventuras portuguesas de ultramar Luis de Camões las llamó «cristianos atrevimientos»,1 ¿qué palabras emplearía en sus escritos al considerar las santas proezas que marcaron de punta a punta el siglo IV?

Obligados al culto clandestino y subterráneo en Roma, los cristianos perseguidos que vivieron entre finales del siglo III y principios del siglo IV difícilmente podrían imaginar los premios que la Divina Providencia les reservaba. Sin embargo, para alcanzarlos, les imponía una condición: la perseverancia.

Quien se mantuviera firme en la verdadera fe pronto constataría los enormes cambios en el panorama de los acontecimientos y asistiría a las victorias más grandes.

De la libertad al Concilio de Nicea

En el año 311 se difundió por todo el Imperio romano una noticia que llenó de esperanza a las almas devotas: en vísperas de su muerte, el emperador Galerio había dejado un documento en favor de los cristianos.

¿Esperanza? Sí, es verdad, pero también mucha inseguridad… ¿Cómo saber si no se trataba de una trampa a fin de llevar a los cristianos de nuevo a la arena? Fue necesario esperar dos años más para que, mediante el Edicto de Milán, Constantino les otorgara a los católicos una verdadera libertad de culto.

No obstante, a pesar de que constituyó una gran victoria para la Iglesia, no se trataba de un reconocimiento del cristianismo como religión oficial del Imperio ni tampoco equivalía —ni de lejos— al establecimiento del Reino de Cristo en la tierra.

En efecto, en cuanto salió a la luz del sol la Esposa Mística de Cristo, que en las catacumbas germinaba como una semilla debajo de la tierra, se encontró con la cizaña de la herejía intentando sofocarla…

Pasados algunos años de libertad, muchos cristianos ya se habían dejado enredar por el error. El arrianismo se extendía entre ellos, llevándolos a negar la divinidad de Cristo; y para zanjar el asunto fue convocado en el 325 el Concilio de Nicea, en cuyo Credo se afirma que el Hijo es consubstancial al Padre y, por tanto, Dios.

Con todo, incluso habiendo sido así condenada su doctrina por la magna asamblea, los secuaces de Arrio aún continuaron perturbando durante siglos la vida de la Iglesia.

Amistades consolidadas en Dios

En esa época de luchas en campo abierto, crecía en Cesarea de Capadocia un niño de cualidades inusuales y oriundo de una familia profundamente cristiana, de la cual la Iglesia venera como santos a otros cinco de sus miembros.

De nombre Basilio, el joven inició el estudio de las artes retóricas en su ciudad natal, dirigiéndose después a Constantinopla y Atenas. Cuando regresó a Cesarea, no obstante, renunció a las riquezas y carrera para dedicarse por entero a Dios, primero como monje y luego como obispo.2

Al tomar contacto con los problemas que por entonces enfrentaba la Iglesia, Basilio se apresuró a desarrollar argumentos contra la herejía arriana. Con gran sabiduría, trató de precisar el lenguaje teológico, poniendo en términos más exactos doctrinas que, muchas veces por falta de definición, venían causando ambigüedades, discusiones y apostasías.

Uno de sus hermanos más pequeños, que había sido igualmente consagrado obispo, le sirvió de importante apoyo en ese combate. Ejerció el ministerio episcopal en un distrito metropolitano de Cesarea, pasando a ser conocido como Gregorio de Nisa, nombre del territorio de su diócesis.

San Basilio también tuvo amigos que alcanzaron la honra de los altares. En el período que estuvo en Atenas estrechó lazos con otro Gregorio, procedente de la región de Nazianzo, al sudoeste de Capadocia. Los dos tenían la misma edad y provenían de familias aristocráticas y cristianas. Enseguida entablaron una amistad que los uniría hasta el final de sus vidas, consolidada no en una simple afinidad de temperamentos, sino sobre todo en la santidad, en el amor a Dios y en la defensa de la verdadera doctrina. Del mismo modo, en función de la causa a la cual se había entregado, Basilio era estimado por el gran San Atanasio.

Primer Concilio de Nicea, por Cesare Nebbia – Salón Sixtino de la Biblioteca Apostólica Vaticana

En lucha por la ortodoxia

En aquellas circunstancias históricas, defender la ortodoxia equivalía principalmente a rebatir los argumentos de los herejes, lo que era hecho habitualmente a través de discurso, cartas y tratados.

San Basilio no tardó mucho en lanzarse a la lidia, explicando las verdades proclamadas en Nicea y oponiéndose, por tanto, a las doctrinas arrianas. Fiel a las enseñanzas de San Atanasio, desarrolló nuevos argumentos y perfeccionó los términos de la teología trinitaria definida por el concilio,3 sobre los que declaraba en una carta: «No podemos añadirle nada al Credo de Nicea, ni siquiera la cosa más leve, con excepción de la glorificación del Espíritu Santo; y esto porque nuestros padres mencionaron este tema sólo de pasada»4.

Además del arrianismo, otras doctrinas heterodoxas, también promovidas por falsos pastores, amenazaban envenenar el rebaño de Cristo. Entre ellas estaban el semiarrianismo y el sabelianismo, que propagaban errores cristológicos más sutiles.

El Paráclito es declarado Dios

Santos Basilio y Gregorio Nacianceno

Ante estos nuevos desvíos, los paladines de la fe no se podían quedar parados. En el 362 San Atanasio convocó un concilio en Alejandría, a propósito del cual San Basilio otra vez insistió en una correcta definición de los términos teológicos.5 Ahora bien, esta precisión de lenguaje anhelada por el gran doctor de la Iglesia no era únicamente una exigencia de carácter doctrinario, sino también el primer paso escogido por la Providencia para glorificar a la tercera Persona de la Santísima Trinidad.

En este contexto San Basilio escribió, en el año 375, su tratado Sobre el Espíritu Santo. En él defendía la divinidad del Paráclito, pero, como ha sido dicho, se trataba nada más que de un paso inicial… A pesar de ofrecer todos los argumentos que permitirían afirmar dicha verdad, el autor no llega a afirmar inequívocamente la consubstancialidad del Espíritu Santo con el Padre.

Más tarde diría San Gregorio de Nisa que, aunque San Basilio ya creyera en esa tesis, la defendió con hechos y no con palabras, porque convenía que se aceptara la consubstancialidad del Hijo antes de hablar de la del Espíritu Santo.6

Compartiendo los mismos ideales y, sobre todo, la misma fe de su amigo Basilio, San Gregorio Nacianceno decidió cierto día proclamar valientemente ante Dios, los ángeles y los hombres lo que ya no era posible esconder: «¿Hasta cuándo vamos a ocultar la lámpara bajo el celemín y privar a los demás del pleno conocimiento de la divinidad del [Espíritu Santo]? La lámpara debería colocarse encima del candelabro para que alumbre a todas las iglesias y todas las almas, no ya con metáforas o bosquejos intelectuales, sino con una exposición clara»7.

Así, en este sermón de San Gregorio, pronunciado en el 372, el Paráclito fue declarado Dios de una manera categórica.

¿Fin de la herejía?

Se diría que, después de tan grandes reveses, los herejes quedarían definitivamente derrotados, pero no fue así. La lucha continuó y, a medida que los años pasaban, nuevos argumentos eran acuñados, obligando a los Padres Capadocios —San Basilio, San Gregorio de Nisa y San Gregorio Nacianceno— a escribir y predicar para desmentir cabalmente cada una de esas falacias.

Yendo más allá de lo expuesto en su tratado Sobre el Espíritu Santo, San Basilio continuó el combate a través de sermones, cartas y de la institucionalización del culto litúrgico.

San Gregorio Nacianceno se distinguió por la composición de cuarenta y cinco discursos teológicos, pronunciados en su mayoría entre los años 379 y 381. Entre ellos destacan los Cinco discursos teológicos sobre la divinidad del Logos, en los cuales defiende el dogma de la Iglesia contra los eunomianos y los macedonianos. Más tarde, sus obras le valdrían el título de «el Teólogo»8.

San Gregorio de Nisa, por su parte, elaboró los cuatro tratados Contra Ecunomio, un hereje arriano que atacaba la fe de San Basilio. Además de esto, escribió contra los apolinaristas y los pneumatómacos, esclareciendo diversas cuestiones que resultaron de la afirmación de la divinidad del Espíritu Santo.

Últimas luchas y conquistas

Partidario de los arrianos, el emperador Valente procuró numerosas veces minar la autoridad de San Basilio en la región de Capadocia. Pero en el 378 ese gobernante vino a fallecer y, poco tiempo después, el 1 de enero del año siguiente, el inmortal Basilio subía al Cielo, con tan sólo 50 años.

Al parecer, con la muerte de Valente se verificarían nuevas condiciones de paz, y así fue. Le sustituyó en el trono el católico Teodosio, que en el año 380 reconoció al cristianismo como religión oficial del Imperio.

Ahora bien, como ni siquiera así cesaron las herejías, Teodosio convocó un nuevo concilio, que se realizaría en Constantinopla en el 381, en el cual Gregorio de Nisa, por entonces obispo de Sebaste, intervino ampliamente, con el objeto de oficializar y sellar las verdades que, con tanto heroísmo y durante tantos años, él y su hermano habían defendido. Al respecto comenta el célebre Johannes Quasten: «No cabe duda de que las bases para este gran momento de la historia de la cristiandad las había puesto Basilio»9.

Pocos años después, probablemente en el 385, moría San Gregorio de Nisa.

San Gregorio Nacianceno, por su lado, contando con el apoyo de Teodosio, fue reconocido como obispo de Constantinopla, importante sede episcopal que durante el imperio de Valente estaba en manos de los arrianos. Sin embargo, un poco después, siendo objeto de acusaciones por parte de la jerarquía eclesiástica de Egipto y de la de Macedonia prefirió renunciar y retirarse a su tierra natal, donde moriría en el año 390.

San Gregorio de Nisa – Iluminación del Menologio de Basilio II, Biblioteca del Vaticano

Una proeza fundada sobre la roca

A la gran epopeya de la Iglesia del siglo IV, bien podemos aplicarle el pasaje del Evangelio que dice: «Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca» (Mt 7, 25).

La casa es la verdadera fe: vinieron las inundaciones de las calumnias y de los falsos profetas, cayeron las tormentas de las persecuciones, soplaron las herejías y embistieron los emperadores; no obstante, estaba edificada en la piedad y en la doctrina de grandes santos y, por tanto, fundada sobre la roca. Estando junto con ello no había nada que temer, pues el Espíritu Santo los guiaba.

¡Cuánto heroísmo! ¡Cuánta valentía de parte de esos bienaventurados pastores para, en un campo minado de herejías, presentar doctrinas tan osadas para esa época! ¡Qué «cristianos atrevimientos»! Proezas como esas no caben en versos, porque rebasan las reglas de la métrica humana. Son dictadas por el Altísimo y nadie puede afirmar que no las oyó.

Dios tiene sus tiempos y momentos. Por eso supo divinamente esperar a que los siglos pasaran para, finalmente, revelarse a los hombres. Todo se hizo progresivamente y sin prisas. Pero ¿qué sería de nuestra fe si los hombres llamados a proclamar la divinidad del Espíritu Santo se hubieran callado por miedo al poder y al prestigio de los heresiarcas?

¡Qué punición no les habría reservado la Divina Providencia para ellos! ¡Y cuál no habría sido el castigo para los fieles de la época si hubieran rechazado la explicación de una tan importante verdad de nuestra fe! Tal vez la Historia de los siglos posteriores habría sido muy distinta.

 

Notas

1 CAMÕES, Luís Vaz de. Os Lusíadas. Canto VII, 14.
2 Cf. MOLINÉ, Enrique. Los Padres de la Iglesia. 6.ª ed. Madrid: Palabra, 2014, pp. 253-254.
3 Cf. LAPORTE, Jean. Les Pères de l’Église. Les Pères grecs. Paris: Du Cerf, 2010, t. II, p. 118.
4 SAN BASILIO MAGNO. Epistola 258, n.º 2: PG 35, 950.
5 Cf. QUASTEN, Johannes. Patrología. La edad de oro de la literatura patrística griega. 3.ª ed. Madrid: BAC, 1977, v. II, p. 252.
6 Cf. MOLINÉ, op. cit., p. 256.
7 SAN GREGORIO DE NAZIANZO. Oratio 12, n.º 6: PG 35, 850.
8 QUASTEN, op. cit., p. 268.
9 Ídem, p. 227.

 

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