A los ojos humanos, ciertas vocaciones providenciales surgidas a lo largo de la Historia parecen ver su desarrollo interrumpido por Dios, convirtiéndose en fracasos. Ahora bien, ¿puede el Señor dejar sus obras inacabadas?
En el sapientísimo modo de actuar de Dios hay ciertos misterios incomprensibles para la mente humana que solamente la fe puede explicar y la eternidad esclarecer.
¿Quién conoce, de hecho, la razón por la cual Salomón fue escogido por Dios con preferencia a todos sus hermanos, habiendo nacido de Betsabé, mujer que había llevado a David al adulterio y al homicidio? Vio la luz en virtud de una unión que, naturalmente, no debería existir; sin embargo, el designio divino posó sobre él, convirtiéndolo en heredero del trono de Israel y antepasado del Salvador.
También causa perplejidad la elección de Jonás como profeta. Sus sucesivas y declaradas actitudes de rebeldía contra la voluntad del Señor (cf Jon 1, 3; 4, 1-3.6-9) inducen a preguntarse si no había en Israel alguien más dócil para ejercer tan sublime incumbencia. Dios, no obstante, lo prefirió entre todos y le dedicó las más conmovedoras demostraciones de paciencia, misericordia y perdón.
Un enigma similar envuelve la misión de otros dos varones providenciales, fieles a su vez, pero cuyo destino debe ser considerado con ojos sobrenaturales.
San Elías, el ígneo
Considerado el arquetipo de los profetas del Antiguo Testamento, San Elías, que había surgido como un fuego (cf. Eclo 48, 1), tuvo como principal misión combatir a Jezabel, infame y paganizante esposa del rey Ajab, y el culto a Baal, extendido entre los judíos de su tiempo a causa de ella.
Con ese objetivo, realizó en Israel toda clase de prodigios. El primero de ellos fue declarar tres años de terrible sequía sobre la nación (cf. 1 Re 17, 1). Pero al no conseguir la conversión del pueblo se lanzó a un nuevo desafío.
Protagonizando una de las más bellas manifestaciones de la magnificencia divina en la Historia, Elías convocó a una disputa, en lo alto del monte Carmelo, a cuatrocientos profetas baalitas. Se burló de sus vanos esfuerzos por lograr que un ídolo aceptara su sacrificio y, a continuación, elevando el corazón al Señor en una simple oración, hizo bajar fuego del cielo, el cual no sólo consumió el holocausto, sino también la leña y las propias piedras del altar que había construido. Después de este espectáculo, con apoyo del pueblo estupefacto arrastró a los sacerdotes inicuos al torrente de Quisón y allí los ejecutó (cf. 1 Re 18, 19-40).
Tal actitud despertó todavía más la furia de Jezabel y el varón de Dios se vio obligado a huir de su presencia, para que no lo matara. Refugiado en el monte Horeb, recibió del Señor la orden de ungir a Eliseo como profeta en su lugar (cf. 1 Re 19, 16), y poco después, habiendo enfrentado aún a Ajab y a su hijo Ocozías por última vez, fue arrebatado de la tierra en un misterioso carro de fuego (cf. 2 Re 2, 11).
Se diría que la gran misión de Elías quedó incompleta. A fin de cuentas, Jezabel no fue destronada ni Israel abandonó la idolatría, pese a todos los signos realizados por su intercesión. Parece una contradicción que fuera sacado del mundo en el auge de su trayectoria.
San José, protector del Hombre Dios
Arrebatado igualmente al Cielo en un momento supremo, no por un torbellino, sino por la más santa de las muertes, lo fue el guardián de dos grandes tesoros del universo: San José.
Constituido padre adoptivo del Verbo de Dios humanado, fue, después de su esposa, María, el portador de la misión más sublime de la Historia, que cumplió con eximia dedicación. «Alma de fuego, ardiente, contemplativa, pero también impregnada de cariño»,1 envolvió a la Sagrada Familia con todos los cuidados y proveyó con perfección al Niño Dios: desde los preparativos de su nacimiento y huida a Egipto, hasta las más simples necesidades corporales, como alimento y ropa, todo lo dispuso maravillosamente en medio de las mayores dificultades.
Desempeñó, sobre todo, un papel protector: «Al enviar a su Hijo al mundo, el Padre sabía que se vería rodeado por el odio desenfrenado y mortal de los malvados […]. Sin embargo, no lo hizo nacer en un castillo inexpugnable, construido sobre la roca, ni provisto de ejércitos numerosos y disciplinados. Tampoco le concedió una compañía de guardias que lo protegieran. […] Para defenderlo de tantos riesgos solamente un hombre fue escogido».2 San José fue el brazo fuerte del Todopoderoso, dotado de un vigor indomable y de la más fina astucia.3
No obstante, en la hora suprema en que las fuerzas del mal se lanzaron definitiva y abiertamente contra Jesús para asesinarlo y en la que había llegado, por tanto, el gran momento de luchar en su defensa, ¡no estuvo presente! Unos años antes, había entregado su alma a Dios. Paradójicamente, se marchó de esta vida dejando a aquel al cual estaba llamado a defender hasta el holocausto a merced de las crueles persecuciones del sanedrín y de tantos enemigos, que acabaron, de hecho, crucificándolo.
¿Cómo se habría comportado este varón justísimo durante la Pasión de su Hijo? Dotado como estaba de todas las formas de heroísmo y audacia para custodiarlo, ciertamente habría evitado su muerte; pero la Providencia no lo permitió.
Visión sobrenatural de la Historia
Para el pobre y confuso criterio humano, las vocaciones de San Elías y de San José fueron destinadas por Dios al fracaso; sus esfuerzos resultaron infructuosos y sus justos objetivos, frustrados. Si bien que la fe nos dice lo contrario.
Analizados bajo el prisma divino, los acontecimientos históricos se revelan en su verdadera profundidad y sobrepasan las simples limitaciones del tiempo. En efecto, para Dios todo es presente: todas las batallas emprendidas en la gran guerra universal entre el bien y el mal suceden simultáneamente bajo su mirada omnipotente.
Es fácil comprender, por tanto, que las grandes vocaciones no tienen su cumplimiento restringido a los cortos años de una existencia terrena, sino que se realizan plenamente en la eternidad y sólo serán comprendidas al contemplarlas en el conjunto de la obra de la salvación.
Una única conspiración infernal
Desde este punto de vista, Jezabel y el sanedrín, aunque actuaron en épocas distintas, formaban parte de una misma conspiración satánica cuyo objetivo era impedir la salvación que realizaría el Mesías. Ambos tramaron contra su vida: la primera, desvirtuando el linaje davídico del cual Él nacería y el segundo, condenándolo en persona a la muerte de cruz. En realidad, el demonio posee los más diversos secuaces, pero un único maldito ideal: destruir el bien en su esencia y en todas sus manifestaciones.
Al ver derrotados, así, sus esfuerzos antimesiánicos y obrada la Redención, Satanás comenzó a perseguir al Cuerpo Místico de Cristo, al igual que el dragón del Apocalipsis que, vencido por la Mujer vestida de sol y por su Hijo, «se fue a hacer la guerra al resto de su descendencia, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12, 17).
Ahora bien, esa gran persecución de dos milenios sufrida por la Iglesia ha alcanzado, en los días presentes, un auge dramático. Jamás la verdad fue tan ofendida como en este conturbado siglo XXI. Ante esto, ¿no sería razonable esperar que San Elías y San José intervinieran en los acontecimientos, llevando a cabo de este modo, finalmente, sus misiones otrora inacabadas? ¿La Providencia no los habrá destinado a intervenir en la crisis actual, en que, más que nunca, el Señor es atacado y el demonio, objeto de culto?
¡Restauradores de la gloria del Todopoderoso!
Si hay un título que, bajo ningún pretexto, se le debe atribuir a Dios es el de Señor de las obras inacabadas. Él es el Victorioso por excelencia y sus planos serán siempre sustancialmente exitosos.
Por consiguiente, de una forma u otra, los altísimos designios que flotan sobre San Elías y San José acabarán cumpliéndose en plenitud. La gran guerra entre la luz y las tinieblas no concluirá sin que la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo haya sido debidamente reparada, su gloria restaurada sobre la faz de la tierra y la impiedad castigada en proporción a sus crímenes.
Ardiendo en celo por el Señor (cf. 1 Re 19, 14), pidamos, por tanto, a estos eminentes varones que regresen cuanto antes al mundo y muestren a la humanidad la fuerza de su brazo. Bajo su protección, mantengámonos firmes en medio de las artimañas que nos monta el enemigo y cumplamos junto a ellos nuestra misión de hijos de la Santa Iglesia y defensores de su causa. ◊
Notas
1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. «São José, esposo de Maria e pai adotivo de Jesus». In: Dr. Plinio. São Paulo. Año II. N.º 12 (mar, 1999); p. 14.
2 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. San José: ¿quién lo conoce?… Madrid: Heraldos del Evangelio, 2017, p. 23.
3 Cf. Ídem, p. 24.