«Hipócritas», «guías ciegos», «raza de víboras». ¿A quién le gustaría ser llamado así? Esos fueron los apelativos que el divino Maestro les dio a los malos pastores de su tiempo…

 

¿Por qué el Señor no fue fariseo? Si hubiera optado por seguir esa vía, habría ocupado un puesto de honor en la sociedad, su influencia habría logrado mayor alcance, se hubieran evitado las riñas y, quién sabe, hasta lo habrían reconocido oficialmente como el Mesías y ni siquiera pasaría por la crucifixión.

Los fariseos eran considerados los guardianes de la verdadera religión, los únicos que practicaban a la perfección los preceptos de la ley de Moisés con todos sus desdoblamientos e interpretaciones, los cuales lo habrían recibido, supuestamente, por tradición oral. En fin, el fariseísmo dominaba el ámbito institucional del judaísmo cuando el Señor se encarnó.

Sin embargo, no quiso encuadrarse en los esquemas de ese partido, por muy prestigioso que fuera desde el punto de vista humano. ¿Cuál es la razón?

Detalle del paso de Nuestro Padre Jesús de la Victoria – Sevilla (España)

Los orígenes del fariseísmo

En el siglo IV a. C., Palestina pasó a ser de dominio griego. A partir de entonces, el pensamiento, el arte y las costumbres hebreas iniciaron un proceso de helenización, al principio sin coacción. La forma de vida de los judíos cambió y, poco a poco, la práctica de la religión verdadera fue abandonada. El Templo ya no era frecuentado y una atmósfera laxista, que trataba de conciliar la adoración al Dios de Israel con el culto a los ídolos, se apoderó de la Ciudad Santa.

Paso a paso, las tradiciones fueron abandonadas en favor de un nuevo modo de ser, pretendidamente más de acuerdo con las necesidades intelectuales y carnales del hombre: comer alimentos prohibidos por la ley, disfrutar del sábado sin restricciones, adorar a los dioses de las naciones vecinas y relajar la obligación de cumplir los Mandamientos; en síntesis, dejar los rigorismos de una fe que no se adaptaba a las novedades de otras civilizaciones.

Con la ascensión de Antíoco IV al poder, la desolación producida por la apostasía empeoró sensiblemente, porque, como narra la Sagrada Escritura, surgieron «hijos inicuos» (1 Mac 1, 12) cuyo objetivo declarado era el de llevar a muchos al error. En Jerusalén, la Ciudad Santa donde Yahvé podía ser adorado, se introdujeron ídolos. Los judíos «apostataron de la alianza santa [con Dios], se asociaron a los gentiles y se vendieron para hacer el mal» (1 Mac 1, 15).

La nación elegida se encontraba en una situación moral pésima, hasta el punto de que el cargo de sumo sacerdote fue fraudulentamente usurpado por Jasón, quién —con su política helenística—, indujo a varios sacerdotes a descuidar sus funciones.1 De este modo, desde el inferior hasta el superior, abandonaron el pacto que había sido hecho entre el Señor e Israel.

Pasaron varios años en ese trágico estado. Sin jefes ni pastores dignos y desnudada de sus santas tradiciones, la religión estaba destinada a desaparecer. Pero la venida del Mesías se acercaba, menos de dos siglos tardaría en ocurrir. ¿Habría algún medio de impedir que Dios se encarnara en un mundo totalmente pagano?

«Todo el que sienta celo por la ley…»

«Por entonces surgió Matatías» (1 Mac 2, 1). Fiel a la ley que Dios le había dado a su pueblo, ya no pudo tolerar que fuera violada. Así pues, se sublevó contra la tiranía griega hablándoles a voz en grito a todos los que quisieran preservar la gloria y honor del Altísimo: «¡Todo el que sienta celo por la ley y quiera mantener la Alianza, que me siga!» (1 Mac 2, 27). De este modo comenzó la epopeya de los Macabeos.

Levantados en armas y asistidos por el Altísimo, conforme aumentaba el número de victorias, el ejército de Matatías se volvía cada vez más aguerrido. En ese período «se les agregó el grupo de los asideos, israelitas valientes, todos entregados de corazón a la ley» (1 Mac 2, 42).

Y éstos, ¿quiénes eran? Se trataba de un grupo de judíos piadosos, fieles a Dios y a la tradición de su pueblo, que a partir del siglo III a. C., y especialmente en el siguiente, se opusieron a la helenización de Israel. Aunque existen otras conjeturas, algunos opinan que de ese grupo surgieron los fariseos.2

Hubo un tiempo en el que fueron buenos…

Poco a poco, la guerra de los Macabeos empezó a extrapolar sus objetivos iniciales —la purificación del Templo y la reconquista de la libertad religiosa—, adquiriendo un acentuado carácter político. Desde el punto de vista de muchos asideos, la sublevación estaba yendo demasiado lejos. Entonces decidieron separarse; de aquí es de donde surge la palabra fariseo, cuya raíz etimológica posiblemente proceda del verbo hebreo faraŝ, separar.3

Detalle de Jesús entre los doctores – Santuario del Sagrado Corazón de Jesús, São Paulo.

No obstante, ese movimiento —sano en sus comienzos— fue progresivamente transformando la fidelidad a la ley en una obsesión. Sus integrantes reconocían a los otros iniciados por la observancia de pequeñas reglas, gestos, signos; y quien no los practicara, debía ser evitado por los del grupo.4 En resumen, los separados terminaban siendo víctimas de las mismas desviaciones que les recriminaban a los Macabeos.

Innumerables detalles concernientes a la interpretación minuciosa de las 613 reglas extraídas cuidadosamente de la Ley mosaica, de las cuales 365 eran preceptos negativos, no parecía ser de fácil ejecución. Muchos de ellos incluso suenan irrisorios a los oídos contemporáneos: «no arrancarse el cabello por un muerto», «no juntar dos especies diferentes de animales para trabajar», «no sobrepasar el número de pasos permitido en sábado», «no comer pan hecho con granos de una cosecha nueva», «un rey no puede tener muchos caballos», «no», «no» y trescientos «no» más, subdivididos en otros tantos según el maestro que los interpretara.

¿Quién iba a conseguir memorizarlos? ¿Acaso los propios fariseos eran eximios en la aplicación de tantas normas? De cualquier manera, el pueblo los veía como una especie de referencia en materia de fidelidad a la ley; y el curso de los acontecimientos acabó convirtiéndolos en las mayores autoridades religiosas de Israel.5

Los abusos en la esfera religiosa aumentaron por el simple hecho de que no había una resistencia significativa a las imposiciones farisaicas, a menudo contrarias al verdadero sentido de la Palabra de Dios y, sobre todo, a la esencia de su espíritu, al estar basadas solamente en las exterioridades y olvidar la pureza de intención que debería inspirarla.

Los años pasaban en esa trágica situación y los fariseos —que se decían defensores de la ley, aunque más bien eran sus detractores— asfixiaban al pueblo predicando verdades humanas, mientras olvidaban la única Verdad divina. Nadie se atrevía a denunciarlos… hasta la llegada del Mesías.

La divina denuncia

Bondadoso en extremo, Nuestro Señor Jesucristo se encarnó a fin de atraerlos a todos a sí. «Pasó haciendo el bien» (Hch 10, 38) a los hombres… Al curar a los paralíticos, multiplicar los panes o darle la vista a quien nunca había podido ver, confirmaba cómo era todopoderoso y el esperado de las naciones. Pero esos mismos labios que tantas veces se abrieron para decir: «Levántate y echa a andar», «Tus pecados te son perdonados», «Tu fe te ha salvado; vete en paz», aún habrían de declarar otras sentencias.

«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!». Recriminaciones, imprecaciones y amenazas fueron pronunciadas por los dulcísimos labios del Salvador, de cara a los propagadores del error. «Maestro», «director» o «guía», títulos que los fariseos se vanagloriaban de ostentar, Jesús los sustituyó por: «ciegos», «necios», «serpientes», «raza de víboras», pero, sobre todo, «hipócritas» (cf. Mt 23, 1-36; Mc 12, 8-40; Lc 11, 37-54).

Cristo discute con los fariseos – Catedral de Tours (Francia)

Y no se detuvo ahí. Los llamó «hijos de los asesinos de los profetas» y afirmó que la sangre inocente derramada, desde Abel hasta el sacerdote Zacarías, caería sobre sus cabezas. Ahora bien, Abel había sido asesinado mucho antes de que el propio pueblo hebreo surgiera. ¿Cómo podrían ser responsables de ese crimen?

El Salvador parecía que estaba denunciando de esta manera la existencia de una misteriosa genealogía —con la cual los judíos de aquella generación, especialmente los fariseos, guardaban una «consanguinidad» espiritual— entre todos los malos que venían conspirando contra los justos a lo largo de la Historia.6 Se trataría de una misma familia, en permanente y común connivencia, con el objetivo de hacerle la guerra a Dios.

¿Se extinguieron los fariseos?

Pese a que los fariseos, como partido propiamente dicho, se hayan extinguido con la destrucción de Jerusalén en el año 70 d.C. y la dispersión del pueblo elegido, no parece descabellado conjeturar que esa progenie espiritual de los «asesinos de los profetas» —que entronca con el origen del género humano y, por tanto, no está circunscrita a una nación— prosiguió su camino a lo largo de los tiempos, como, por cierto, lo profetizó Jesús (cf. Mt 23, 34).

¿Quiénes serán los fariseos de hoy? ¿Cómo se han manifestado en nuestro tiempo sus rasgos distintivos, denunciados por el Señor en su época y paradigmáticamente retratados en los Evangelios? ¿Qué acometividad usaría el Señor en nuestros días al denunciarlos? Muy atrayente tarea sería especular al respecto…, lo cual podría ser llevado a cabo en próximos artículos.

De momento, limitémonos a los fariseos de ayer. 

 

Notas

1 Cf. RODRÍGUEZ CARMONA, Antonio. La religión judía. Historia y teología. 2.ª ed. Madrid: BAC, 2002, p. 134.
2 Cf. Ídem, pp. 135-137; DANIEL-ROPS, Henri. Jésus en son temps. 2.ª ed. Paris: Arthème Fayard, 1955, p. 163.
3 Cf. RODRÍGUEZ CARMONA, op. cit., pp. 136-137; DANIEL-ROPS, op. cit., p. 163; LLORCA, SJ, Bernardino. Historia de la Iglesia Católica. Edad Antigua. 7.ª ed. Madrid: BAC, 1996, v. I, p. 25.
4 Cf. RODRÍGUEZ CARMONA, op. cit., p. 140.
5 El fariseísmo obtuvo gran influencia en el campo político y religioso especialmente durante los años 76-67 a. C., debido a las relaciones que este grupo entabló con la reina Alejandra Salomé. Según Flavio Josefo, ella mantenía el nombre de reina, pero eran los fariseos los que detentaban el poder (cf. RICCIOTTI, Giuseppe. Historia de Israel. Desde la cautividad hasta el año 135 después de Jesucristo. Barcelona: Luis Miracle, 1947, pp. 299-300).
6 Cf. PÁRAMO, SJ, Severiano. La Sagrada Escritura. Evangelios. Madrid: BAC, 1964, v. I, p. 248.

 

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