Renacido por las aguas bautismales como hijo de Dios y templo vivo de la Trinidad, cada fiel es una luz en medio de las tinieblas del mundo y un miembro de la Iglesia militante que lucha por la instauración del Reino de Cristo en la tierra. Todos tenemos, pues, una vocación única, insustituible y magnífica en el inmenso cuadro de la creación.
Dicha vocación, la debemos cumplir con amor, ufanía y dedicación plena, para mayor gloria de Dios. Sin embargo, puede suceder que alguien, en vez de agradecerle al Creador la misión que misericordiosamente ha recibido, comience a quejarse: «No me siento llamado a nada… ¡Pobre de mí! He sido apartado por Dios…». Tal pensamiento no surge porque el individuo carezca de un papel importante que desempeñar, sino porque quiere seguir otros caminos que, pese a oponerse a la voluntad divina, parecen más atrayentes a su orgullo.
Con el objetivo de prevenir a sus hijos espirituales contra ese peligroso estado de espíritu, en una conferencia pronunciada en los años 1980, el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira convirtió una idea expuesta en un libro del escritor francés Edmond Rostand en una interesante metáfora, que trataremos de reproducir en este artículo.
Las letras y las almas
¿Alguna vez, querido lector, ha analizado una letra capitular? La apertura de un capítulo constituye, sin duda, una parte importante de un libro y por ello a menudo se destaca con un carácter distintivo, que le confiere al texto el énfasis y realce que merece. En su elegancia y en el refinado arte que la reviste, la capitular se asemeja a ciertas almas llamadas por el Creador a iniciar períodos históricos, cambiar el curso de los acontecimientos mundiales o ser una especie de guion de unión entre una era pasada y la futura.
Abrahán, patriarca del pueblo elegido y padre de los justos de la Antigua y de la Nueva Alianza; Moisés, que hablaba cara a cara con el Señor como amigo (cf. Éx 33, 11); David, el rey profeta de cuya descendencia nació el Mesías esperado, son ejemplos de almas «capitulares» que contribuyeron con particular relevancia a la realización del plan divino. También los Apóstoles, los Padres de la Iglesia, los Papas y muchos fundadores se convirtieron en «letras esculturales» en las páginas de la historia de la Iglesia y de la humanidad.
Ahora bien, es normal que junto a la encantadora letra capitular se encuentren unas simples y discretas letras minúsculas. La desproporción de esta combinación —a veces incluso chocante— no podría ser más simbólica: ¿cuántas veces el sacrificio de almas pequeñitas y apagadas, pero generosamente sufrientes, no resulta decisivo para el sustento de grandes vocaciones?
Pasan desapercibidas a los ojos humanos, como escondidas a la sombra de las enormes «letras» que admiran; sin embargo, brillan con un fulgor incomparable ante Dios, que las conoce individualmente y las guarda como un raro tesoro. Cumplen así los designios divinos, según los cuales las almas más llamadas estimulan y marcan a las menores, siendo cada una, a su manera, el complemento necesario para que la otra desempeñe su misión.
Otra característica ponderable de las letras es que algunas tienen en sí mismas un significado o crean por sí solas la conexión entre dos frases; no obstante, la mayoría sólo tienen verdadero sentido cuando se unen y forman palabras. Este detalle puede ilustrar dos realidades: la de las almas puestas por Dios en situaciones en las que deben arrastrar a un grupo con su buen ejemplo; y la de aquellas que necesitan unirse a otras en la conquista de un determinado objetivo.
Lo «poco» siempre es mucho
Una vez cerrado el capítulo de las letras, entran en escena otros tipos de caracteres, también muy importantes: los signos de puntuación y los acentos gráficos.
Para nuestra generación, tan acostumbrada a las perezosas abreviaturas, a la jerga, a los emoticonos y a tantas otras aberraciones que se han convertido en moneda corriente en la comunicación actual, esos elementos pueden parecer triviales. Por ejemplo, muchas personas desprecian el uso de la coma. La miran con indiferencia y, como mucho, respiran al percatarse de su presencia; pero interesarse por ella está fuera de lugar. También el punto final se suele ignorar.
En efecto, un punto no llena una página de un libro, ni una coma abre un capítulo. Sin embargo, cuando se emplean incorrectamente, estos signos pueden alterar el sentido de un texto o incluso hacerlo ambiguo. ¡Cuántos pleitos no se han perdido por el mal uso de un punto o de una coma en un contrato! En una palabra, son capaces de inutilizar hasta la más suntuosa letra capitular, mientras que, en su sitio adecuado, contribuyen a la buena presentación de todo el capítulo.
Estos pequeños signos son símbolos de los roles aparentemente modestos que, a menudo, todo hombre está llamado a desempeñar. Son ocasiones en las que debe ser fiel en lo «poco», so pena de acabar siendo infiel en los grandes asuntos de su vida (cf. Lc 16, 10).
Ni mediocres, ni orgullosos…
Aplicando la metáfora a la vida concreta de sus seguidores, el Dr. Plinio concluía: «A veces somos llevados, en el transcurso de nuestra vida, a desempeñar el papel de letra capitular, y tenemos que saber hacerlo; otras veces somos llevados a ser la letra mayúscula de una frase, y debemos hacerlo; y otras veces estamos llamados a asumir la función de una simple letra minúscula, o incluso de un punto o de una coma… Ahora bien, un texto se compone de todos esos elementos. […] Así pues, debemos saber representar los puntos, las comas, los acentos gráficos, las letras minúsculas, mayúsculas y capitulares; y debemos representarlos con el esplendor de cada uno».1
De hecho, querido lector, ¿ya se ha imaginado lo que ocurriría en un texto en el que algunos caracteres se sintieran llevados por deseos desordenados de independencia y decidieran desvincularse de las palabras a las que pertenecen para vivir «su propia vida»? Habría mutilaciones espantosas y lagunas que nadie podría comprender.
Que no nos suceda que, sintiéndonos llamados a audaces batallas, rechacemos por mediocridad el papel de «letra mayúscula» y acabemos siendo un borrón de tinta en las páginas de la historia. O incluso, percibiéndonos que tenemos «madera de punto final» para una determinada circunstancia, deseemos —sin más mérito que nuestro orgullo— eclipsar hasta la más bella letra capitular. Sólo seremos caracteres dignos de figurar en el gran Libro de la Vida si sabemos desempeñar bien cualquiera de los papeles que nos presente la Providencia, en el momento y en el sitio que determine. De lo contrario, nos volveremos inservibles.
Hagamos la voluntad de Dios
De ahora en adelante, quizá usted no mire un texto de la misma manera… No obstante, si después de concluir la lectura de este artículo simplemente se pregunta: «¿Qué letra soy?», lamento decirle que se ha equivocado por completo de interrogante.
La pregunta correcta que deseamos que cada alma se haga —no sólo ahora, sino en todo momento— es ésta: «¿Qué letra quiere Dios que yo sea hoy, en su libro?».
Entonces todos estaremos en el sitio que nos corresponde, completando y abrillantando la obra del Creador. ◊
Notas
1 Corrêa de Oliveira, Plinio. Conferencia. São Paulo, 23/1/1985.