El final de la tarde llegaba en una de las muchas ciudades romanas de principios del siglo iv. Mientras los paganos, cada vez más decadentes, apuraban los últimos placeres de sus desenfrenadas concupiscencias, los cristianos se preparaban para escabullirse a escondidas por las callejuelas desiertas para recoger las reliquias de los héroes de la fe que, tras épicas luchas, habían cruzado el umbral de la muerte.
Ese día había sido testigo de una escena memorable. El gobernador local no podía imaginar que viviría semejante humillación… Dos valientes muchachos, hermanos por la sangre, pero sobre todo por la fe, ¡habían desafiado a un procónsul del imperio más poderoso del mundo!
La Roma que había asolado naciones, subyugado reyes, extendido su poder a tierras lejanas…, ¿cómo podía ser impotente ante una «secta»? Nueve grandes persecuciones no habían bastado para yugular a unos hombres y mujeres que corrían a ofrecer sus vidas con más alegría que la de los emperadores en sus bacanales.

Y he aquí que las fuerzas del mal esbozan un último intento. La persecución del cristianismo se vuelve más reñida, cruel y furiosa. Basta una denuncia, una calumnia o una simple sospecha para que los gobernantes decreten la muerte de personas cuyo delito consiste en ser honestas y practicar un culto ajeno a la religión del imperio.
En esta despiadada embestida, Roma no perdonaría ¡ni siquiera a los niños!
La más feroz de las persecuciones
El año 304 presenció un gran cambio en el escenario mundial. Hacía décadas que la Iglesia no era perseguida por los emperadores romanos, el número de los elegidos se había multiplicado y, en algunos lugares, incluso se habían construido templos cristianos. Por supuesto, tal expansión no podía ser tolerada por los adversarios del cristianismo…
Galerio, en su odio diabólico, no escatimó esfuerzos para obtener decretos de condena y exterminio contra los cristianos, desatando una cruel persecución
Diocleciano era el emperador reinante. Ante la amenaza de los bárbaros, que se acercaban a sus fronteras, comprendió que él solo no podía llegar a todos los puntos donde sus enemigos, tanto externos como internos, le presentaran batalla. Entonces decidió compartir el gobierno con hombres de su confianza, y en el 286 nombró coemperador a cierto militar llamado Maximiano y dividió sus dominios en dos: éste se quedaba con Occidente y él, con Oriente. Años más tarde, en el 293, el nuevo sistema político sufriría otra añadidura: fueron nombrados dos nuevos emperadores, Galerio y Constancio Cloro, quienes, bajo el título de césares, estarían subordinados a los emperadores augustos. Así nacía la tetrarquía romana.
Ahora bien, Galerio odiaba a los cristianos. Con propósito diabólico, obtuvo de Diocleciano —que hasta entonces no había hecho nada contra los cristianos, porque al parecer no se oponía a su existencia ni libertad— decretos tras decretos de condena; nunca, no obstante, con la radicalidad y la crueldad que querría. Finalmente, en el año 304, el augusto publicó un último edicto, que desencadenó la persecución más sangrienta, terrible y cruel jamás vista.
En todas partes del Imperio romano se registraron martirios impresionantes. Hombres, mujeres y niños dieron su vida por la fe en Cristo
En todas partes del imperio se registraron martirios impresionantes, aunque su intensidad fue menor en Occidente. Basta citar los ejemplos de los santos Sebastián, Vicente, Gervasio, Protasio, Inés, Lucía, entre otros, así como el de ciudades enteras de cristianos masacrados.

Especialmente dignos de mención fueron los martirios que regaron el suelo de España con la sangre de los seguidores de Cristo. Aunque la península ibérica estaba bajo el dominio de Maximiano, el procónsul Daciano, que ha pasado a la historia como uno de los tiranos más siniestros y crueles, se encargó de acatar allí también las órdenes del augusto de Oriente. Durante esa persecución, la Iglesia hispánica se adornó con un incontable número de mártires.

Dos niños hacen temblar al tirano
La ciudad de Complutum, hoy Alcalá de Henares, es testigo de la impresionante historia de dos hermanos, Justo y Pastor, de 7 y 9 años respectivamente. Iban a la escuela, aprendiendo aún sus primeras lecciones, cuando oyeron rumores de que Daciano se acercaba.
Lejos de dejarse vencer por el miedo, «ardían en deseos de morir por el Señor».1 Así que, sin temer las atrocidades que podrían acontecerles en tales circunstancias, dejaron sus pertenencias en la escuela, se dirigieron a la residencia del gobernador y se presentaron voluntariamente como cristianos.
No tardaron en llevarlos ante el procónsul, quien, en lugar de conmoverse, se enfureció al ver que hasta los niños se atrevían a enfrentarlo. Convencido de que un buen correctivo bastaría para sofocar el entusiasmo de los muchachos, ordenó azotarlos cruelmente. Los verdugos ejecutaron la sentencia de la manera más bárbara.2
Sin embargo, al ser conducidos de nuevo ante el juez, los dos hermanos siguieron proclamando su fe con gallardía. Estaban verdaderamente dispuestos a morir por Cristo. Sorprendido e inseguro, Daciano ordenó el arresto de Justo y Pastor esa misma noche.
A la mañana siguiente, el tirano modificó su táctica de persuasión y les ofreció toda clase de regalías. Pero, como dice Santo Tomás de Aquino, «la verdad es de sí poderosa y resiste a todo ataque»;3 quien está persuadido de ella no tiembla ante la persecución ni vacila ante los honores. Así pues, los dos niños rechazaron con firmeza los obsequios del procónsul.
Los asistentes estaban asombrados de la valentía con la que ambos se exhortaban a permanecer fieles a Cristo. Daciano no podía tolerarlo más. Para disimular su vergonzosa derrota, ordenó que decapitaran a estos dos mártires de inmediato, aunque fuera de la ciudad, porque temía que el pueblo descubriera el nefando crimen y se sublevara. Los heroicos hermanos se dirigieron alegremente hacia el suplicio, dejando al gobernador inseguro, medroso y aniquilado.
San Ildefonso nos narra el hermoso diálogo de mutuo ánimo que mantuvieron los dos muchachos camino de su ejecución: «Porque Justo, el más pequeño, temeroso de que su hermano desfalleciera, le hablaba así: “No tengas miedo, hermanito, de la muerte del cuerpo y de los tormentos; recibe tranquilo el golpe de la espada. Que aquel Dios que se ha dignado llamarnos a una gracia tan grande nos dará fuerzas proporcionadas a los dolores que nos esperan”. Y Pastor le contestaba: “Dices bien, hermano mío. Con gusto te haré compañía en el martirio para alcanzar contigo la gloria de este combate”».4
Fueron decapitados en la noche del 6 de agosto del año 304.

Buscar la santificación a cualquier edad
Ante la historia de un martirio tan impresionante, aún nos queda una pregunta. Si Justo y Pastor no eran más que dos niños, ¿se daban cuenta de lo que hacían? ¿No eran demasiado pueriles como para medir las consecuencias de sus actos? ¿Quería Dios realmente que se presentaran ante el gobernador y murieran tan jóvenes?
Justo y Pastor correspondieron a la gracia del martirio, porque antes admiraron el ejemplo de quienes les sirvieron de modelo: sus padres y maestros
Es muy difícil entrar en el fondo de la cuestión. Pero no cabe duda de que la aceptación voluntaria de la muerte proviene de una gracia dada por Dios y los dos hermanos, así como todos los que murieron por el nombre de Cristo a edad temprana,5 no estarían inscritos en la lista de los santos si no fueran auténticos mártires.
En efecto, todos los hombres están llamados a recorrer las vías de la perfección cristiana, e incluso a los más pequeños Dios les pide la santidad.
Es innegable que estos niños correspondieron a la gracia del martirio; pero nunca habrían tenido fuerzas para llevar a cabo un acto de heroísmo tan grande si antes no hubieran admirado y aprendido del ejemplo de las personas mayores que les sirvieron de modelo: sus padres, parientes y maestros. Decía Santa Teresa del Niño Jesús que «así como los pajaritos aprenden a cantar escuchando a sus padres, así los niños aprenden la ciencia de las virtudes, el canto sublime del amor divino, de las almas encargadas de formarlos para la vida».6
¡Qué importante es ayudar a los niños a caminar por las sendas de la virtud desde la más tierna edad, para llevarlos a Jesús, quien los llama a sí (cf. Mt 19, 14)! En cambio, qué despiadado es quien les prohíbe el acceso a las enseñanzas del divino Maestro; mejor sería que lo ataran a una piedra de molino y lo arrojaran al fondo del mar (cf. Mt 18, 6). ◊
Notas
1 Del martirio de los Santos Justo y Pastor. In: Comisión Episcopal Española de Liturgia. Textos litúrgicos proprios de la Archidiócesis de Madrid. Barcelona: Coeditores Litúrgicos, 2007, p. 66.
2 Cf. Butler, Alban. Vidas de los Santos. Ciudad de México: C. I.-John W. Clute, 1965, t. iii, p. 275.
3 Santo Tomás de Aquino. Suma contra gentiles. L. IV, c. 10.
4 Ábalos, Juan Manuel. «Santos Justo y Pastor». In: Echeverría, Lamberto de; Llorca, sj, Bernardino; Repetto Betes, José Luis (Org.). Año Cristiano. Madrid: BAC, 2005, t. viii, p. 144.
5 Por citar algunos ejemplos sólo de la misma persecución: San Pancracio sufrió el martirio a los 14 años, Santa Inés a los 12 y San Barulas a los 7 (cf. Cantú, Césare. História Universal. São Paulo: Editora das Américas, 1954, t. vii, pp. 147; 153-154).
6 Santa Teresa de Lisieux. «Manuscrits autobiographiques». Manuscrit A, 53r. In: Œuvres. www.archives.carmeldelisieux.fr.